domingo, 25 de diciembre de 2011

GUAYEDRA

Ahora regresa como una despedida, pero entonces lo vivimos como una espera en el corazón de nuestro permanente encuentro. Creo que nunca volví a la playa de Guayedra. Era una despedida porque volvíamos de un viaje, abandonábamos la isla, y lo hacíamos por el extremo contrario al de la casa en la que habíamos vivido. La parte de Agaete, el pequeño puerto al que unas horas más tarde veríamos llegar un barco enorme y atracar en las aguas protegidas por la escollera, al pie de los acantilados, junto al dedo divino acaso ya entonces mutilado (¿el dedo de un dios telúrico que se dirige hacia el cielo o el dedo de un dios marino que abandona las aguas?), la parte de Agaete, el borde occidental, la cola del dragón como una muralla dentada en los extremos de la isla: desde allí estábamos a punto de despedirnos de todo lo vivido y, sin embargo, en la playa de Guayedra los juegos eran como las marcas de una presencia primordial. Recuerdo que dejamos la ropa entre unas rocas, la ropa que traíamos para la travesía entre las islas. Nos desnudamos como para alimentarnos de sol. No había nadie más en la playa. Debía de ser un día cualquiera entre semana, sin duda en el otoño o en el invierno, uno de esos días perfectos para bajar a un lugar como Guayedra y disfrutar de una playa casi amasada allí mismo para nosotros dos. El tiempo no era entonces, como el que vendría después, el del dolor y la culpa: eran los días de la bendición, de la innombrable risotada de las olas, de los pies que se pisaban sobre la arena buscando ahuyentar las sombras de cualquier tiempo pasado que nunca fue mejor. La parte de Agaete y de Guayedra hasta la que llegamos para aplacar la espera, para pisar un poco más la isla del amor: bancales misteriosos los que bordeaban la exigua carretera que descendía a la costa, ninguna premonición de lo que ocurriría luego, en otra isla, bajados otros barrancos, gritadas, una vez más, las palabras que el viento hurtaría a las bocas, las que nunca podría yo escribir aquí o en parte alguna a riesgo de no sobrevivir a ellas. Y aquella playa, la playa de Guayedra, era todas las playas, cada una de las playas en las que habíamos retozado o en las que nos habíamos sentado a pie de orilla o a las que tan solo nos habíamos acercado con el coche para verlas de lejos como una promisión. Pero también era otra: era un lugar extraño en el que, después de desnudarnos, nos lanzamos al agua sin muchas precauciones, como si nos faltara el tiempo o como si el tiempo aquel que se nos otorgaba necesitara ser medido de otra forma, aspirado, bebido, casi succionado con total ansiedad. Esa gran bribona, la memoria, pretende ahora sustraerme lo que allí te conté, lo que tú me dijiste, creo que estaría incluso dispuesta a confundir nuestros rostros por los de otros dos amantes, el tuyo sobre todo, tu rostro que era entonces la más delicada de las formas, los ojos enmarcados por enormes pestañas, la boca destilada entre el frescor de la sal, el pelo chorreante, la frente soleada, las orejas que no dejaban nunca de tiritar bajo mis manos. La gran bribona: aquí está mi respuesta a sus aviesas maniobras, a toda su mistificación contra Guayedra, a los jardines colgantes con que intenta sustituir lo que no eran más que lentos cardones encendidos. Lo que vieron allí los ojos lavados de los días perdidos no será aquí manipulado por la memoria pútrida. Cuánto silencio se volcó luego sobre aquellas pocas palabras. Años de silencio, pues ya no somos tan jóvenes, si es que alguna vez lo fuimos. Éramos niños y ancianos a la vez, nacidos a cada instante y a cada instante moribundos, peces voladores que salen un momento del agua y sonríen para volver a caer en la gran risotada de las olas. Todo lo que nos dijimos quedó allí y no estoy dispuesto a que sea tergiversado por el tiempo si no fuimos capaces de guardarlo en nosotros. La carretera bajaba hasta Guayedra: nunca habíamos oído el nombre del lugar. No siempre quienes se aventuran tienen razones para la aventura. Nosotros, simplemente, esperábamos a que llegara un barco. De quién habrá sido la idea: ni idea. Hasta el coche iba a abandonar aquella isla, iba a entrar en las fauces del barco que se retrasaba. No dejaríamos ninguna huella tras nosotros. Las de los pies enlazados en la orilla pronto desaparecerían. Los ecos de las voces se infiltrarían en el interior de la brisa marina. Los guiños de tus ojos resonarían en mi corazón. Ninguna huella quedaría allí, en aquella isla, para que no fuera luego confundida con otras. Nos lo llevaríamos todo con nosotros y nosotros mismos nos encargaríamos de destruirlo todo.   

martes, 20 de diciembre de 2011

PHILIPPE JACCOTTET SOBRE MAURICE CHAPPAZ

(Maurice Chappaz, foto: Yvonne Böhler)

Leo estos días —días del final de un año, días de recapitulaciones y de embargos, de providencias y cancelaciones— un pequeño libro inagotable: Pour Maurice Chappaz*, de Philippe Jaccottet, envidiablemente editado por Fata Morgana en 2006 para celebrar los noventa años de Maurice Chappaz (1916-2009). (¿Cuándo se crearán en España colecciones de poesía o de ensayo tan gráciles como Fata Morgana, tan liberadas de toda tentación comercial y, al mismo tiempo, tan seductoras por dentro como por fuera?) Maurice Chappaz, el entonces nonagenario patriarca de las letras suizas de lengua francesa —un patriarca que nunca se dejó momificar, que se inventó a sí mismo una y otra vez, que habló, en cada libro, solo de lo que había sentido y tocado con su propia piel—, homenajeado por el entonces octogenario Jaccottet, amigo próximo y lejano (como él mismo lo afirma en su prólogo: siempre gran maestro de la distancia justa, Jaccottet): y, sin embargo, dos ancianos juveniles, cada uno a su manera. Una colección de ocho ensayos escritos a lo largo de más de cincuenta años, entre 1945 y 1997: el homenaje de un lector fiel y siempre atento a lo que Maurice Chappaz, un escritor tan diferente a Jaccottet, tuviera que decirle. Tan diferente por varias razones: porque apenas abandonó su Valais natal, a diferencia del transterrado Jaccottet; porque amó las montañas, las alturas alpinas, y las recorrió una y otra vez, mientras que para Jaccottet, también gran caminante, pero circunscrito sobre todo a las errabundas colinas de su Provenza adoptiva, los Alpes figuran apenas como visiones borrosas de su infancia; porque la escritura de Chappaz tiende a un movimiento incontenible, a una eclosión torrencial, en tanto que la de Jaccottet practica una sosegada dicción casi susurrada al oído del lector, tímida aunque sorprendentemente tenaz en su fragilidad. Por estas y por tantas razones resulta tan meritorio un homenaje que ni siquiera se concibió como tal, que se fue labrando inadvertidamente a lo largo de los años como un acompañamiento de lector en la distancia, como un constante estar ahí a la escucha: como una camaradería intelectual que no elude los reproches —cariñosos— cuando los cree necesarios ni las reservas —siempre bien matizadas— cuando el entusiasmo prefiere contenerse para no dejar de ser un sentimiento auténtico y el fundamento del verdadero respeto. Jaccottet celebra desde su misma aparición Verdures de la nuit [Verdores de la noche], el primer libro de Chappaz, un canto exultante al descubrimiento de la naturaleza y la mujer; destaca el naufragio de Testament du Haut-Rhône [Testamento del Alto Ródano], es decir, la inquietante retracción de la voz que asiste a su propio fracaso; queda deslumbrado ante los paisajes de La Haute Route [El alto camino], cuaderno de vivencias de la alta montaña recorrida en esquí, visiones casi extasiadas de encuentros con lo que nos supera o nos borra; se conmueve con Le Livre de C [El libro de C], escrito por Chappaz con más de setenta años en recuerdo de su esposa, la escritora S. Corinna Bille, muerta de cáncer en 1979 (traduzco un breve fragmento: “Vivo intentando convertirme en C y embarcarme. Con el cielo que se pasea, el susurro y el agua de la Dranse alrededor de mi sótano, me voy reflejando ya en lo que aún no existe. Escribir era para nosotros tocar de milagro. Incluso las piedras se volverán sensibles. Nunca me dará un ángel lo que me dará la muerte.”); y, finalmente, se incluye el emotivo discurso que Jaccottet pronuncia con motivo de la entrega del Premio Schiller a Maurice Chappaz el 4 de octubre de 1997 en Sion (cantón de Valais).

Vagabundo y sedentario, íntimo y expansivo, defensor de la integridad natural de su país natal y a la vez participante en la construcción del progreso (en este caso la Grande-Dixence, la mayor presa de gravedad del mundo, situada en el Val d’Hérens del cantón del Valais), iconoclasta y fervoroso recolector de tradiciones, propietario de viñedos, alpinista y defensor del bosque mítico de Finges, Maurice Chappaz, que murió a comienzos de 2009 a los 93 años de edad, es una de esas figuras gigantescas que no se parecen a ninguna otra, que han ido labrando su obra entre la convicción y la duda mientras a su alrededor el mundo, que apenas supo escucharlas —si no es, como recuerda Jaccottet, con algún disperso canto de júbilo en celebración de la vertiente más externa de su obra, su ecologismo—, se iba decantando por el más desolador y estéril de los olvidos: el olvido del ser, de la autenticidad, de la búsqueda de lo que alguna vez pudo llamarse el Weltinnenraum, el “espacio interior del mundo”.

Mientras se publican en nuestro país cientos, por no decir miles, de novedades editoriales de autores de culto o de jovencísimos vates que van ya  —asómbrese quien pueda— por su cuarto o quinto libro sin que hasta el momento hayan demostrado poseer el más mínimo sentido de lo que el propio Jaccottet ha llamado “las imágenes justas”, los “ritmos justos”, “el don de pesar cada palabra en las más sutiles balanzas interiores”, mientras grandes editoriales de poesía publican antologías “ante la incertidumbre” repletas de versos farragosos, de obscena verborrea y de vomitiva impostura, mucho me temo que un poeta como Maurice Chappaz tendrá que seguir permaneciendo inédito en nuestro país. Libros como Verdures de la nuit. Les grandes journées de printemps, Testament du Haut-Rhône, Tendres campagnes, Office des morts, Vocation des fleuves, Le Livre de C o L’été très bleu seguirán conservando sus títulos originales, tan bellos. Algún milagro —de esos que nunca se esperan— se dará, tal vez; algún traductor joven o demente se encaprichará con alguno de estos títulos, lo vertirá con la necesaria pasión a nuestra lengua, enviará unos cincuenta o sesenta correos a las más diversas editoriales, alguna de las cuales mostrará un discreto interés, pretenderá no pagarle en razón de su juventud o de su demencia, mareará la perdiz proponiéndole publicarlo el próximo año, incluso, por qué no, junto con algún libro más del mismo autor, lo dejará luego tirado, quiero decir, que no publicará su traducción ni le contestará más correos, hasta que, nuevo milagro, algún pequeño sello recién estrenado, sin que se sepa bien cómo, publicará en nuestra lengua, por primera y acaso por última vez, a Maurice Chappaz.

* Philippe Jaccottet, Pour Maurice Chappaz, Fata Morgana, 2006, epílogo y notas de José-Flore Tappy.

lunes, 19 de diciembre de 2011

LA NOCHE SIN PORQUÉ

 Para Víctor Ruiz

Qué noche tan perfecta para dejar de ver, para irse disolviendo como una cadencia que una vez se escuchó, no se sabe bien dónde, ni tocada por quién, y cuyas últimas notas, tenues, apagadas, se quedan resonando hasta que ya no se sabe si han dejado de escucharse para siempre o si han entrado a formar parte sustancial del silencio. Una noche en la que los últimos compases del regreso a casa tienen lugar como en una película de intriga, enfundadas las manos en los bolsillos de la gabardina, acechantes los ojos como si de cualquier esquina fuera a salir el tercer hombre, tenebrosa la música soñada en la que se disipan nuestros pasos. Después de escuchar en el autobús a un hombre que cantaba, sentado detrás de mí, canciones desquiciadas de amores imposibles, un náufrago que solo parecía mantenerse a flote en esas mismas canciones, tablas de salvación bisbiseadas. Después de que un chico, parecido a mí cuando tenía su edad, se sentara frente a mí, como un espejo del tiempo, con una especie de cuaderno de apuntes en el que habría curioseado si él no lo hubiera llevado tan bien agarrado con las manos a pesar de ir casi dormido. Después de sufrir en el cine una especie de ataque de ansiedad en el que daba la impresión de que el propio cuerpo se ausentaba, costaba respirar y uno se revolvía en el asiento sin saber si abandonar a la mitad la película o esperar a descubrir si sobreviviría a ella. Después de que en el autobús de regreso el paisaje interior se descompusiera en decrépitos personajes de rostros desencajados y en imberbes príncipes chulescos vestidos con ropa de marca recién estrenada: la vida que va a ninguna parte y la que regresa de ningún lugar. Después de ese vodevil del autobús sin cruce alguno de miradas, como si todo el mundo mirara hacia otro lado –miran, en realidad, hacia otro lado, salvo la madre que conversaba a mansalva con su hijito, quien me hizo pensar en un padre guapísimo que sería, de niño, idéntico a su hijo. Después de asistir a la que ha sido para mí tal vez la mayor conjunción de bellezas en una sola tarde, fulgurantes espaldas de andares descuidados, rostros envueltos en capuchas friolentas de los que solo se entrevé un bigotillo, una naricita insinuante, un pelo rizado negro con cuyo aroma es mejor no soñar si se desea resistir un poco más en esta cochambre de huesos y migajas de carne –hablo de mi cuerpo– ya tan poco apetecibles. Después de la presunción de que lo que realmente ocurre en un autobús de la línea cuarenta y cuatro al final de una tarde de invierno es que, aunque creamos avanzar por un recorrido que se supone establecido de antemano, el autobús empieza a inventar su propia ruta, se desvía sin que nos demos cuenta, se detiene un par de veces para recoger a algún audaz habitante del séptimo círculo del infierno, se para durante un buen rato en el que creemos que sigue avanzando cuando en realidad es la ciudad alrededor la que no deja de girar: esas incoherencias de la percepción. Después de escuchar una conversación sobre una modalidad de renting, así lo llamaron, en la que con unos pocos trámites que conducen, según entendí –y debí de entender mal– a la entrega en depósito de una serie de vehículos que el cliente utiliza con el compromiso de devolverlos en un plazo establecido, con unos pocos trámites, decía, se obtienen, con esa modalidad de renting, pingües beneficios que dan para comprarse, dijo uno de los interlocutores, más de un capricho cada mes. Después de la interminable conversación con uno mismo, no aliviada por conversación alguna con nadie que no haya sido uno mismo, lo que deriva, casi siempre, en un monólogo autista, cada vez más apagado, sobre temas que, de todas formas, tampoco le interesarían a nadie. Después de ver a otro muchacho que también se parecía a quien yo fui o era de joven, un poco alto, delgado, con gafas de montura de pasta, despistado, con una chaqueta un tanto desgarbada, el pelo ondulado a medio crecer, no demasiado guapo pero tampoco el típico arretranco, con una carpeta de apuntes bajo el brazo o, quizá, un libro de tapas desgastadas. Después de preguntarme qué significaba todo aquel cortejo de fantasmas, insinuaciones vanas que solo conseguían excitar la sensibilidad de la parte más volátil del cuerpo, náufragos insalvables, grupos descerebrados derechos al matadero del alcohol, seres cuyos rostros habían perdido desde hacía tiempo, como el mío, la rara condición de la apetencia, la gracia o la pulsión, rostros irredentos, irredentas miradas. Una noche como esta, tan perfecta para dejar de ver, para irse disolviendo en una cadencia que una vez se escuchó, no se sabe bien dónde, ni tocada por quién, después de no saber para qué tantas noches si una de estas, una noche como esta, podría ser la última.

lunes, 12 de diciembre de 2011

FÁBULA DE UN ECO

(Armario de luces y sombras, del escultor Román Hernández)

Para Román Hernández

Escarba en el jardín de su cráneo un poco todos los días. Sin prisas, como si no tuviera nada más que hacer. Sin apenas saber de verdad lo que hace. Lleva linternas ―ya está oscuro allá abajo― y una sed de años acumulada en sus ojos. A veces no encuentra nada: entonces, resignado, se limita a escuchar un sonido que sube desde el fondo del tiempo. Voces, plegarias, ruegos, gritos, susurros, aleluyas, cánticos, risas, estertores, olas, respiraciones o gemidos. Todo forma una masa indistinguible de la que en ocasiones surgen imágenes aisladas. Pero, igual que surgen, desaparecen, vuelven a hundirse en el jardín de su cráneo. Sabe que en vano querría atesorarlas. Las contempla caer como en un pozo, para siempre, y retiene el sonido que inaugura su ausencia. La belleza, se dice, no es la aparición súbita de esos rostros velados sino el eco que dejan cuando ya se han perdido. A veces se detiene como un pescador al borde del abismo y teme confundir el brillo de los peces con el de sus propios ojos en el mar reflejados. 

[Este viernes 16 de diciembre de 2011 a las 20 horas se inaugurará en el Espacio Albar (www.casa-albar.es) de La Laguna, Tenerife, la exposición Armario de luces y sombras, del escultor Román Hernández. Considero un honor participar en el catálogo de la exposición con el texto "Fábula de un eco", que doy aquí a conocer, junto a las contribuciones de escritores a los que admiro: Antonio Gamoneda, José Bento, Lázaro Santana, Bruno Mesa, Régulo Hernández, entre otros. Román Hernández, ducho en el arte de los guiños e infatigable zahorí de convergencias, anuncia varias sorpresas para la inauguración. Frustrado como quedo por no poder asistir —precio que uno paga por la vida de ultramar—, estoy, sin embargo, convencido de que la mayor de ellas será disfrutar en vivo de una pieza, el Armario de luces y sombras, que se convertirá, pocas dudas me caben de ello, en un acontecimiento para las artes plásticas canarias (y no canarias). Decía la gran Clarice Lispector: "Me gusta estar en silencio junto a alguien. Es incluso la condición de una amistad para mí. Un amigo es aquel con el que se puede compartir el silencio... como se comparte la palabra". Desde este Madrid friolento de mi destierro te deseo, querido Román, la mayor de las suertes en tu exposición y te mando estas palabras que quisieran ser casi un silencio.

viernes, 9 de diciembre de 2011

FRASES DE LA CIUDAD ARRINCONADA

Ninguna escritura planificada o previsible, ningún discurso construido a partir de un plan fijo que se va completando con bloques de enunciados dispuestos para la consecución de una estructura diseñada de antemano tienen, digámoslo sin ambages, sentido o interés alguno. Así que situémonos en medio de esta frase, quiero decir en medio de aquella calle de la parte baja de la ciudad, cercana al puerto, o cercana a uno de sus límites —una ciudad arrinconada, una ciudad contraída en la que las edificaciones empezaban ya por entonces a escarbar los pies de las montañas circundantes para poder expandirse—, dispongamos sin ninguna finalidad el movimiento de un cuerpo por una de las aceras, por uno de los períodos de aquella frase o calle, y pensemos por un momento, como lo pensaba aquel cuerpo, que no tenía, la calle, principio ni fin, igual que, diría el lector, tampoco parece tenerlo —o parecía— esta condenada frase. Pero los tiene, y los tenía: el principio era el barrio en el que él vivía, el dueño de aquel cuerpo que ahora pronuncia estas frases, una zona de la ciudad apartada del centro —aunque en las ciudades de juguete como aquella todo está relativamente cerca del centro—, la zona de la ciudad, además, en la que vivía casi toda su familia; y el final desembocaba en el centro, en el remolino de calles por las que él deseaba —o había deseado alguna vez— perderse. No sabemos si ahora va hacia el centro o si regresa de él. No nos importa tanto si ha cumplido ya su deseo o si aún está este royendo su interior. A quién pueden importarle las ensoñaciones raquíticas de un muchacho de provincias, sus ganas de comprobar si en uno de los más raros escaparates del barrio comercial sigue estando el dios hindú de los múltiples brazos o si la rancia filatelia no ha vendido todavía el álbum de sellos ecuatoguineanos que tanto le gustan. Lo que ahora nos importa, o puede quizá importarnos a unos pocos, y lo que nos retiene en la frase que acaba de empezar, es su andadura, sus distraídos andares los de él, los de la frase , la dinámica marcha de un muchacho que atraviesa la calle de la Rosa —démosle este nombre que tal vez coincida con un nombre real— como si la llevara inscrita en sus pasos. Allí están los comercios que conoce desde niño, la zapatería en la que probablemente su madre le compró sus primeros zapatos, la heladería en la que casi siempre se detiene a beber una leche merengada, la papelería en la que rebusca hasta encontrar algún cuaderno que luego utiliza para borronear azorados versículos, la mercería, que es para él casi una casa mágica en la que brotan de los estantes los hilos multicolores que todo son capaces de unirlo como las sephirot de los cabalistas a los que le ha dado por leer. Pero esta vez no se detiene, no se detendrá en ningún comercio. No se lo permitiremos. Continuará su ruta abstraído, pensando en los palacios de las potencias celestiales, encajando vanamente las huellas de sus pasos con las de arcángeles perdidos en los pasillos de la luz. Ve rostros, incluso rostros que le resultan familiares, saluda con un gesto de las cejas a alguna amiga de su madre, a algún conocido del barrio, pero no se detiene a hablar con nadie, continúa caminando como si lo hiciera en una cinta automática en sentido contrario, como si, a pesar de mover las piernas con agilidad, no pudiera avanzar y debiera permanecer indefinidamente en esa calle que recuerda a una frase prisionera de sus propias palabras. La calle de la libertad es al mismo tiempo la calle que lo ha encarcelado. Y es que, tal vez, la libertad con la que sueña, con la que sale de su casa cada tarde, no es más que la libertad de estar prisionero en esa calle del lenguaje, entre los rótulos desgastados de inmemoriales comercios, en el flujo que distribuye bocacalles en dirección a la costa o a los montes, prisionero en su propia memoria de esa misma calle en la que pasea del brazo de su abuela que ya ha muerto y la acompaña a comprar unas telas baratas para hacerse un vestido. Infame y putrefacta es la escritura que teje el discurso de lo consabido, infames y putrefactas todas estas frases si no son capaces de esquivarse a sí mismas para desembocar en la muda raíz de lo decible y trazar, desde allí, un dibujo nuevo que las desdiga o las borre. La imagen de la calle brota en la memoria del cuerpo que la escribe como el señuelo de algo que aún está por decirse. Como en la imagen cabalística de las aguas maternales, hay en el subsuelo de esta calle, de esta frase, un flujo que desconoce su propio significado pero orienta de modo misterioso los pasos, las palabras, hacia algún comienzo o final también desconocidos. En medio de la calle el muchacho se detiene. Ha escuchado su nombre. Alguien lo llama desde fuera o desde dentro de su mente —y casi viene a ser lo mismo para él. Sobre qué va a responderle tratarían las frases que habrían de suceder a esta que, sin embargo, es la última de un discurso sin fin.

sábado, 3 de diciembre de 2011

EL NO REGRESO

Cuando Israel salía en peregrinación, [los sacerdotes] enrollaban para ellos la tienda que velaba al Santo de los Santos y les mostraban los querubines abrazados el uno al otro, y les decían: "Ved, vuestro amor de cara a Dios es como el amor del macho y de la hembra".

(Tratado Yoma' del Talmud babilónico)

No hará falta insistir en que todo comienza con una exposición intensa, más que intensa, ¿cómo decirlo?, arrolladora o brutal, a una presencia sin nombre. El paisaje es la luz sin horizontes, una luz prolongada como en un atardecer inacabable, en un instante sin término en el que la presencia se ofrece sin que seamos conscientes de que estamos allí, de que nosotros mismos somos la presencia y de que no nos distinguimos de esa luz que no emana de ningún lugar que no sean nuestros propios cuerpos inexistentes. Llamo exposición a ese instante en que estamos plenamente implicados, sin saberlo, en una realidad que nos supera y a la que ni en ese momento, por supuesto, ni después, ni nunca, podremos darle un nombre. La vigilancia, precisa, con que irán brotando luego las palabras pasará de puntillas, incauta e inexperta, junto al paisaje borrado, junto a las huellas del mundo del comienzo. Sin embargo, habrá nacido allí un deseo, un deseo que no existía entonces sino que brota de entonces, como una necesidad de recordar las exactas posiciones de los cuerpos, la quietud de las manos, la ansiedad de los ojos, la inadvertida caricia de los vientres casi unidos: arcángeles que se habrán olvidado de sí mismos y no se acordarán sino de un roce de labios, de una vaga sonrisa reflejada en los párpados. A ese deseo que allí habrá de surgir lo llamaré, quizá, impaciencia. Lo llamaré desventura o salvación. Porque, a pesar de haber nacido de la separación de los cuerpos, no busca ningún cuerpo en la oscuridad de los días, no se deshace en llantos para consolarse a sí mismo, sino que prosigue solo, como un desventurado, como quien se ha salvado sin saberlo, el camino de su desgracia. Le faltará tan solo escuchar los huesos imbricarse, percutir unos contra otros, pulverizarse hasta mezclar sus polvos respectivos cuando ya no haya medulas portadoras de sentido. Y yacer en la luz que todo lo emancipa porque todo lo borra. Y volver, acaso, una vez, una única vez, hasta el borde perdido del paisaje, hasta las lindes de todo, para vernos allí, desde muy lejos, arcángeles unidos en el olvido de amor.

SALA DE ESPERA DEL DOCTOR CORDOVERO

En la sala de espera del doctor Cordovero —el conocido traumatólogo, afectado por un ostensible encorvamiento, lleva una plaquita con su apellido en la parte superior derecha de su bata grasienta— las dos monjas esperan sentadas una enfrente de la otra. Podría pensarse que fueran madre e hija si determinados impedimentos confesionales no las hubieran destinado desde jóvenes a la más estricta virginidad; sin embargo, nunca se sabe. Lo más probable es que su parecido se deba únicamente al hecho de que, circunscritas sus caras por las tocas apretadas, sus facciones presentan alarmantes rasgos hombrunos, el mismo rictus de severidad, la misma torva y ceñuda expresión de féminas descarriadas a quienes la religión rehabilitó, desde muy pronto, encaminándolas a una vida honorable. Una de ellas, la de mediana edad, luce todavía una agilidad que le permite ayudar a la otra, anciana, a sentarse, a levantarse cuando el médico las llama, a sentarse de nuevo para esperar las recetas, a volverse a levantar para marcharse. La agarra del brazo con contundencia, la maneja a su antojo, pues la anciana no es ya más que un cuerpo sin fuerzas, visiblemente aquejado de intensos dolores en las piernas. Durante la media hora aproximada de espera logran sentarse juntas  —pues la sala está llena— unos cinco minutos. La más joven, en vista de cómo se le desencaja la cara de dolor a la mayor, intenta cogerle la mano con la suya, pero recibe un respingo por respuesta, un gesto brusco de rechazo terminante que la anciana realiza con un resto de fuerzas. Otras señoras, seglares, pacientes de distintas edades que esperan igualmente su turno en la consulta, juegan con un niño de unos tres años, probable nieto de una de ellas. Una le presta su bastón, que es transformado inmediatamente en un caballito sobre el que el niño cabalga por toda la sala como un aprendiz de hidalgo castellano; otra le deja tocar los pendientitos presumidos que suenan como campanillas que el niño, quizá futuro campanillero de iglesia o batería roquero, hace tañer para regocijo de las señoras de la sala. Solo las dos monjas permanecen impávidas delante del niño. Este las mira asustado, como a dos estatuas de diosas de una religión desconocida y tenebrosa, y ellas lo miran como si el niño no debiera estar allí, como si su mera presencia les estuviera reprochando alguna renuncia del pasado. No muestran el más mínimo gesto de ternura hacia un niño que no sabe qué son, si maniquíes disfrazados a la última moda o sombras encarnadas a punto de desvanecerse. La monja más anciana, sobre todo, revela una completa incomprensión hacia la simple existencia del niño: para ella no existe más que su dolor. Ya casi ni siquiera se acuerda de su dios.

domingo, 27 de noviembre de 2011

LOS DORREMÍES

La rebeca roja y el polo inmaculado, el pantaloncito azul oscuro y los mocasines brillantes, así íbamos todos los niños que, a diferencia de la mayoría, no nos desgañitábamos corriendo, gregarios, por las tardes sobre los ásperos pavimentos de las canchas de deporte, de rayas multicolores, desdibujadas por el uso, sino que practicábamos y perfeccionábamos nuestras dotes vocales en el coro del colegio. La rebeca y el polo inmaculado, sobre todo, hacían que fuéramos como unos pingüinitos disfrazados de soldaditos de plomo, cada uno con su casaca, con su carita empolvada, personitas que posaban a la salida del ensayo para sus mamás orgullosas, se revestían de un aire de sabihondos redichos y repetían impúdicos los dictámenes sabios de su sabio maestro. Habíamos estado cantando a coro himnos en la capilla austera, copiando pasajes de evangelios mohosos, afinando en provechosos dorremíes nuestras cuerdecitas vocales. Los más aventajados, destinados a solistas, habían probado sus voces de soprano impolutas y, tal vez, asistido a sermones del señor director en su acristalado despacho; otros habían sido seleccionados, más por sus lindas caritas que por sus gracias vocales, para vestirse de santos o hasta de jesusitos en la obrita piadosa que el párroco ensayaba para navidad. Todos habíamos sido aleccionados en papeles para los que nuestra temprana edad no era todavía especialmente propicia. Sin embargo, suplíamos con dedicación y con empeño, con fervor y con mimo, nuestras carencias y atrasos. El grupito más díscolo, el que se reunía en los recreos a la sombra de unos árboles mustios en la esquina del patio, persistía en mofarse de quienes acudíamos, puntuales, a los ensayos del coro. Solo porque a uno de ellos, especialmente rebelde, lo habían destinado al principio a un papel secundario en la obrita piadosa, a un papel, en efecto, carente de prestaciones vocales, es decir, a hacer de relleno, de mera comparsa o carabina muda, solo porque su voz no había sido seleccionada para cantar en el coro, nos habíamos visto, nosotros, que nada habíamos hecho sino mostrar entusiasmo, convertidos en víctimas de sarcasmos y burlas, de risitas y muecas insufribles. Por eso, aunque mucho lo sentí, le estuvo bien empleado que una tarde esperáramos dos compañeros del coro y yo a que entrara solo al baño, ese rebelde gallito que no era nadie en ausencia de su pandilla de siempre, y le diéramos una lección que lo dejó llorando durane un buen rato. Nos miraba alelado cuando cerramos la puerta de los aseos tras nosotros, quiso encerrarse en una de las cabinas, pero a estas les falta, por precaución, el fechillo, así que empujamos los tres hasta que el pitusín se quedó sin fuerzas y se refugió en cuclillas bien pegadito al inodoro. Había que verle esa carita tan mona, su polito de algodón, tan plisadito, como el de quien nunca ha roto un plato, y cómo se cubría con las manos los mofletitos mientras lo abofeteábamos. Cómo gimoteaba el angelito. Pero tuvo que dejar de hacerlo cuando lo sacamos de la cabina, llenamos uno de los lavabos de agua y le introdujimos la cabeza durante unos segundos a ver cuánto aguantaba sin respirar. Como yo era el que lo tenía agarrado por la matita de pelo, tan lisita, para lo cual me había puesto bien pegadito detrás de él mientras mis amiguitos lo flanqueaban y lo sujetaban de los brazos, me di cuenta de que se estaba meando, pues los pantaloncitos empezaron a encharcársele. Después de aquello nos respetó. Y también el grupito con el que andaba. Al cabo de unos días se le empezó a ver solo, no se juntaba con su antigua pandillita. Un día se me acercó, muy tímido, a preguntarme si necesitaba que me prestara los apuntes de alguna de las clases. Le dije que no, pero que le avisaría si acaso más adelante. Me sonrió como quien ve abiertas las puertas del cielo. Pasaron unos días hasta que supe que quería convertirse en uno de los nuestros. Lo llevé a ver al párroco, nuestro maestro de coro. Resultó no cantar tan mal como se creía. Abría muy bien la boquita y no vocalizaba mal, aunque le faltaba un poco de ritmo, un pelín más de seguridad en los dorremíes. Pero todo podía trabajarse. El párroco, después de probarlo y de pedirnos a algunos de nosotros que lo probáramos, dijo que tenía condiciones y, a partir de aquel día, fue uno más del coro y, además, mi amiguito más servicial y sumiso.  

viernes, 25 de noviembre de 2011

AUNQUE NO PUEDAS YA ESCUCHARME, TE HABLO

In memoriam Diego de Alcalá Fernández Martín

No voy a poder, me digo. Una y otra vez me repito que no voy a poder escribir nada sobre ti. Para qué, me digo, si tú no vas a poder leerlo ni escucharlo. Si quedará resonando unos segundos en el aire de esta iglesia o en la memoria de quienes han venido hasta aquí a desearte buen viaje y luego será olvidado y se esfumará para siempre. ¿O no? Quién sabe. Tú paseabas obstinadamente por las calles de tu infancia sin olvidarla nunca del todo. ¿Acaso es sólo nuestra infancia lo que nunca olvidamos? En tu infancia estaban los padres cariñosos o severos, las noches de frescor marino o de calor africano junto a la ventana, las lecciones y los castigos en escuelas perdidas en calles que tal vez ya no existen, las hermanas, sus trajes pobres, la pobreza toda de la casa familiar, pero pobreza de infancia de posguerra soportada con dignidad y con honradez. Todo eso se enredaba entre tus pasos mientras caminabas. La infancia que está siempre ahí, en algún lugar del corazón. Voy pudiendo. Fíjate. Dejo que también mi memoria viaje hasta la infancia en que estás tú, tú y tu taller de imprenta donde aprendí cómo se confeccionan los libros, tú y tu parque lleno de recovecos y secretos y anécdotas, tú y tus cuadros de pintor intuitivo e inconstante. Escribir es esto: convocar las imágenes que han estado siempre ahí y parecían olvidadas. Pero es difícil el trabajo del funámbulo cuando tiene que cruzar de un lado a otro por una cuerda que limita a un lado con la memoria y al otro con la tristeza. Tío, tío, qué extraña suena esta palabra ahora que no hay ya un nombre que añadirle o ahora que el nombre es ya tan sólo una cáscara vacía. Tío, tío, tío, suena como una llamada, como el canto de un pájaro hambriento, tío, tío, tío, como un quejido inútil. Tus pasos no cruzaban sólo las calles de tu infancia: también te recuerdo en la azotea de aquella casa junto al parque, inmensa para mi mirada de niño, en la que tu hijo había construido un palomar que a su muerte quedó abandonado. En aquella azotea, por mucho que brillara el sol, había siempre un agujero oscuro que empezaba y acababa en tus ojos. Yo lo veía y nada podía hacer por ayudarte. Llevabas dentro la muerte de quien había sido carne de tu carne, te era imposible olvidar una y otra vez que allí, en aquel momento, hubiera debido estar acompañándonos él, tu hijo sonriente y solar, tu hijo arrebatado por la muerte cuando tenía tan sólo diecinueve años. Te llenaste de su muerte y minuto tras minuto, hora tras hora, día tras día, mes tras mes y año tras año arrastrabas tus pies al borde del abismo. En cambio, tú no nos regalabas sino ternura, ternura solitaria, calma tensa, amor desamparado. Yo me sentaba a veces a hablar contigo: en un banco del parque, en la terraza de un café, en el sofá de tu casa. El niño o el adolescente que yo era absorbía tus palabras que hablaban de mundos extraviados, continentes más allá del océano, personajes perdidos en el laberinto de la ciudad o del tiempo. Denunciabas injusticias, proponías recambios para tanta estupidez, tanta maldad como veías circular a tu alrededor. Creías en un mundo mejor, mucho mejor que aquel en el que vivías. Míranos ahora. No puedes, ya lo sé. Pero míranos, inténtalo al menos: aquí seguimos, casi nada ha cambiado, la mano del poderoso sigue oprimiendo la nuca del débil. Estamos llenos de barro y de inmundicia porque no somos sino barro e inmundicia. Todos somos Adán, Eva o Caín arrastrando el barro de su cuerpo más allá de las puertas del paraíso, dejándose tentar por la serpiente de la envidia, de la avaricia y del odio o levantando la mano para matar a su propio hermano. Es una suerte que vivieras pobre porque, si no, ya estaríamos despedazándonos por poseer tus riquezas. La ceniza en que te has convertido no puede ya escuchar, por suerte, las palpitaciones que en nuestro corazón despiertan la codicia o la ira. La ceniza que hemos depositado en la tumba junto a los huesos de tus padres y de tu hijo no se removerá cuando aquí, sobre la tierra, no sean la solidaridad ni la inocencia las que guíen nuestros pasos. Pero tú, que no tenías pelos en la lengua, nos hubieras preguntado para qué, para qué tanta codicia, tanto afán, tanta rapiña, si polvo somos y en polvo nos convertiremos. Un polvo que a veces se enamora, es cierto, hubieras añadido recordado a Quevedo. Un puro polvo somos que a veces se estremece en un relámpago de amor. Eso es lo único importante, nos hubieras dicho: el amor que sintamos de verdad hacia alguien. Voy a detenerme aquí. No sé si lo he logrado. Intentaba recordarte, pero tal vez los recuerdos no pueden compartirse. Cada uno de nosotros tiene su propio tesoro de recuerdos de ti. Ojalá que a cada uno lo ilumine ese tesoro siempre en la dirección que tú hubieras deseado: la del amor, la de la justicia y la del desprendimiento. Así seguirás vivo en nuestro corazón. Hasta siempre, tío. Hasta siempre, Diego.

martes, 15 de noviembre de 2011

ARINAGA

Para Marcial Morera

Bajar, cumplidos ya los límites de la noche visible, de las sentencias aprendidas y las invocaciones inútiles, hasta la orilla del mar, cruzar las pocas calles trazadas como con un compás etéreo, las casas de balcones risueños, recogidas a esa hora de la noche en sus sinuosas entrañas, en sus intimidades calladas, llegar a la avenida marítima que te recibe con una exhalación, la bienvenida ventosa de todos los espíritus, tritones, sirenas, mantas allá al fondo, entre las rocas, vísceras del mar que rugen como si el aire las estuviera cabalgando, vísceras violadas, sometidas, hembras desgarradas de las olas, bajar hasta este largo pasillo junto al mar, llegar hasta su extremo, el restaurante acristalado en el que una vez comiste mariscos transparentes, detenerte a pensar en aquella conversación que se perdía, como las miradas, en las vagas espumas pasajeras, regada con un vino dorado de fragancia marina, sentarte en algún banco del paseo a recordar los restos de otras noches, la suave maresía que besaba tu piel como unos labios nuevos, hablar una vez más con los amigos convocados, volver a encontrarlos en un recodo, esperándote, extraños y los mismos, hablar sin casi hablar, las bocas en el viento, mecidas las palabras en columpios de sueños, seguir por el paseo, bajíos y escolleras, la franja silenciosa a la que el mar no llega nunca, la cajita del viento, las venas de la mar, seguir andando sin prisas hasta el final de la avenida, kilómetros de ausencia, pisada tras pisada, las farolas clavadas con su gesto de herrumbre, las terrazas en que una vez deseaste asomarte a saludar cada mañana el incierto horizonte, los solares que esperan mientras los gatos rondan las puertas traseras de los restaurantes en busca de raspas de pescado, ropavieja de pulpo, pulpo frito, chocos, lomos de abadejo, sardinas asadas, potas, todos los pescados que comiste en restaurantes bulliciosos, mezcolanza de caras cuyas miradas creíste poder salvar mientras las mirabas, continuar el paseo en esta noche invisible, traspuesta la condena de la casa, la condena del tiempo y de la isla, del cuerpo y de la muerte, la condena de estar siempre en el mismo sitio y siempre en camino hacia ningún lugar, continuar el paseo en la fosforescencia de la noche, dejar que por los poros se te cuele el frescor del mar abierto, avanzar en la noche cada vez más oscura y cada vez más quieta, alongarte en el borde de la barandilla de madera, en el punto más alto del paseo, y ver brillar los cangrejos en las rocas, la acidez de la sombra en que recorta tu cuerpo la luz de una farola, detenerte a pensar con los sentidos ávidos de una caricia del más puro pensamiento, el pensamiento del todo en la inexistencia del cuerpo, llegar hasta el final, más allá del paseo, donde todo transcurre entre montículos ciegos, y no saber volver, no saber si estuviste alguna vez aquí, si sigues recorriendo cada noche el paseo o si es tan solo la huella de un recuerdo de viento, no saber nada más, quizás tan solo que el alma, o que el destino invisible de una vida cualquiera, dibuja con palabras lo que no sabe o desea.

sábado, 5 de noviembre de 2011

PARQUE DE LOS SUICIDIOS

Uno de los sábados de aquel mes silencioso me acerqué hasta la calle Chisperos, cerca de la Puerta del Ángel. Lo hice porque disponía de mucho tiempo libre —casi todos mis amigos habían muerto o habían emigrado, lo que era casi lo mismo en lo que concernía a la distribución de mi tiempo— y porque, además, recordaba haber estado, hacía casi medio año, en la época de los meses ruidosos, en un piso situado en esa misma calle en compañía de su inquilino tras una noche de fiesta. Recuerdo haber pensado ya entonces, cuando salimos del piso por la mañana y recorrimos juntos varias avenidas hasta la boca del metro, que un día podría volver para recorrer ese barrio. Me habían atraído cierta soledad, cierto desamparo que se correspondían bien, pensé, con lo que mi vida estaba a punto de depararme. 

Después de tomar un café con leche en un bar mugriento en el que la dueña, una mujer miope cuyas gafas, de culo de botella, no dejaban ningún resquicio para la sonrisa, llamaba por su nombre a todos los clientes y parecía saber lo que cada uno iba a consumir, atravesé la calle Chisperos, una de tantas calles insulsas de nuestra capital, e intenté recordar cuál era el edificio que había visitado, desde qué ventana había estado mirando hacia las viviendas de enfrente, después de hacer el amor, mientras pensaba que nunca más disfrutaría del concreto placer de aquella noche, de la compañía de un ser atento, delicado, viril y complaciente al que hubiera querido volver a ver pero al que estaba seguro de no volver a ver. No me detuve, miré hacia un par de balcones, repasé, en un diálogo imposible de mirada y memoria, dos o tres ventanas —pero qué distinta es una ventana si se la mira desde dentro o desde fuera— y acabé desembocando en una avenida bordeada por un parque elevado al que podía subirse por unas escaleras. 

Lo primero que me sorprendió fue la elevación del parque, desde cuyos senderos podían contemplarse las azoteas de los edificios que lo rodeaban. Parecía un parque elevado a modo de patíbulo, una ostentación o un aviso claramente visibles desde muchos lugares de la capital. Su nombre, sin embargo, solo figuraba en una placa de metal instalada en un muro al final de las escaleras, una placa discreta en la que, junto al nombre, Parque de los Suicidios, figuraban la fecha de su primitiva inauguración (se lo llamó entonces, en un alarde de topografía onomástica, Parque de la Cuña Verde de Latina) y la de su reciente remodelación. A todo lo largo del parque, decorado con árboles ralos de un verde grisáceo y atravesado por paseos de arena plagados de pedruscos, estaban instaladas las Plataformas de Autosupresión. Había oído hablar de este nuevo servicio municipal, pero nunca había sentido curiosidad por visitarlo. 

Las plataformas son unos trampolines de hierro, de una altura de aproximadamente cuarenta metros, rodeados por una escalera de caracol automática. Podría equivocarme, pues no recorrí el parque en su totalidad, pero creo que hay allí cinco plataformas. Cada una de ellas está rodeada por una verja circular de unos tres metros de altura. Un gran panel situado junto a la verja expone las instrucciones que cualquier usuario debe respetar cuando accede a una Plataforma de Autosupresión. El coste del servicio es de un euro. El ayuntamiento capitalino, según se informa, reinvierte la recaudación en programas de Educación para la Autosupresión Responsable, Segura y Sostenible, programas cuya eficacia, según la Concejalía de Parques y Jardines y la Concejalía de Bienestar Social, de las que depende el servicio, está fuera de toda duda. Una máquina de cobro automático que, al parecer, no proporciona cambio, permite, tras el pago correspondiente, el acceso a las instalaciones, que podrá realizarse, de manera exclusivamente individual, cada diez minutos (margen de tiempo previsto para el traslado del cuerpo del usuario autosuprimido hasta el llamado Punto de Depósito de Cuerpos Caídos). El acceso fraudulento a las instalaciones, es decir, el acceso no individual o la no comisión del Acto de Autosupresión, está penalizado con una multa de 3000 euros, lo mismo que cualquier intento de acceso fuera del horario de apertura (de 8 de la mañana a 8 de la tarde ininterrumpidamente). 

En el panel de instrucciones de uso figura también la obligatoriedad de lanzarse de espaldas desde la plataforma, pues, se añade a título informativo, la autosupresión es más rápida, segura e indolora de este modo y, además, el usuario, al no ver el suelo, la puede practicar con mayor tranquilidad. Es recomendable, aunque no obligatorio, según el panel de instrucciones de uso, dejar en los bolsillos de los pantalones o en los bolsos (en el caso de las mujeres) una escueta nota con los datos de algún familiar o amigo al que notificar la autosupresión. En el panel se informa, igualmente, de que el cuerpo caído será derivado, a través de una trampilla de apertura automática, a una cinta transportadora subterránea que lo trasladará al Punto de Depósito de Cuerpos Caídos, en donde será despojado de todas sus pertenencias inorgánicas; estas se derivarán al Punto de Redistribución y Aprovechamiento de Pertenencias Inorgánicas. Una vez accionada la trampilla de apertura automática se pondrá en funcionamiento un dispositivo de propulsión a chorro que limpiará de sangre y otras pertenencias orgánicas la superficie de recogida de los cuerpos caídos. 

A estos, a los cuerpos caídos, se les aplicarán los procedimientos habituales de tratamiento de residuos orgánicos hasta su total desaparición. Sus pertenencias inorgánicas serán clasificadas y posteriormente distribuidas a los Programas Municipales de Ayuda al Ciudadano Necesitado. Sombreros, zapatos, relojes, monederos, corbatas, bolsos, calcetines, marcapasos, pírsines, pintalabios, gafas, diademas, bragas, alargapenes, suspensorios, perfumes, peinetas, faldas, arneses, dientes de oro, chales, pulseras, dildos y sortijas serán así repartidos siguiendo los criterios aprobados de Redistribución Social de Pertenencias Inorgánicas. Si en alguna de las pertenencias inorgánicas se encontrara dinero en efectivo, este será derivado a los programas de Educación para la Autosupresión Responsable, Segura y Sostenible. La autosupresión les será comunicada a familiares o amigos en el caso de que entre las pertenencias inorgánicas del usuario autosuprimido se descubra una nota. 

No me quedó del todo claro qué ocurre si el cliente no logra consumar de manera efectiva el Acto de Autosupresión, es decir, si sigue con vida después de lanzarse. Imagino que esto ocurrirá en muy pocos casos y que existirá algún servicio de emergencias destinado a transportar al hospital más cercano a los usuarios que se encuentren en dicha situación. Me sorprendió que no hubiera cola alguna formada ante la máquina de cobro automático ni tampoco demasiados curiosos alrededor de la verja y que, sin embargo, por el parque pulularan muchísimas personas, casi todas solitarias, la mayoría jóvenes de ambos sexos, pensativos, abstraídos, algunos con libros o tabletas que consultaban sin demasiado entusiasmo, otros con una mascota entre los brazos, los menos en parejas, pero en parejas que no conversaban y parecían dejarse arrastrar hasta donde los pies las condujeran. 

Permanecí en el parque unas dos horas hasta que sentí hambre y busqué las escaleras para dirigirme al metro de regreso a mi casa. Me detuve un último instante y me giré. En lo alto de una de las plataformas una persona avanzaba. No logré distinguir si se trataba de un hombre o de una mujer, pero parecía joven. Cuando llegó al borde me pareció que se volvía de espaldas casi sin dudar, como un clavadista profesional. Empecé a bajar las escaleras. Era un sábado más de aquel mes silencioso.

viernes, 28 de octubre de 2011

EL BESO MÁS EXTRAÑO

Conservo la imagen del beso más extraño, la imagen de un beso en un portal de la calle Viera y Clavijo de Santa Cruz de Tenerife, un día de febrero —o de marzo— de 1994. Mucho después supe que en esa calle se había cometido, varias décadas atrás, el que fue quizá el crimen más extraño de la historia de nuestra ciudad: un adolescente había matado a su madre y a sus hermanas y había expuesto en las paredes del salón sus vísceras, sobre todo las más íntimas, en obediencia a desconocidos rituales, a purgaciones llevadas a los extremos más drásticos, los de extirpar, cancelar, aniquilar, descuartizar a las portadoras del pecado. Un par de bocacalles, acaso, más abajo, durante unos carnavales que serían los terceros o cuartos que vivía, sostenía yo, con muy distintas intenciones, un cuerpo en el umbral de un portal: el cuerpo se caía, se derrumbaba en mis brazos, se deslizaba como un garabato hasta la acera, y una y otra vez yo lo subía, lo incorporaba y lo mantenía de pie. Era un amigo —nunca diré quién. En aquellos carnavales, que serían para él los primeros o segundos, mi amigo bebía todas las noches como un poseso, podía acabar derrumbado, chinesco, orinado en cualquier esquina al relente de la mañana, que, en febrero —o en marzo— en Santa Cruz de Tenerife, es húmedo y peligroso. Bebía porque sí, por no poder decir que no, porque era muy joven y porque la fiesta era bárbara. (He oído decir a algún petimetre en estos días vendidos que, en vez de gastar el dinero en carnavales, en esas fiestas importadas e impostadas —lo ha dicho así, el muy fresco—, nuestros gobernantes tendrían que seguir apoyando los festivales de música, las bienales de arte, los salones del libro africano o japonés, los festivales de cine, las exposiciones de artistas canarios en el exterior, las piruetas grotescas de nuestros mejores bailarines en teatros de provincia filipinos o checos: no sabe lo que dice, no sabe que son precisamente los carnavales, esa mezcolanza de merengue y marabunta, ese maravilloso travestismo total de una ciudad entera, esa fiesta invertida en la que, de pronto, puedes, por ejemplo, encontrarte, entre las sombras de los contenedores de una dársena del puerto, a los dos boxeadores más machos del gimnasio de tu barrio no justamente partiéndose las caras sino uno de ellos partiéndole al otro el culo como un perro a otro perro; no sabe, ese sabelotodo, que son los carnavales lo más valioso de nuestra cultura, la flor y la nata de lo que somos, pues, ¿qué somos sino islas sin identidad, un batiburrillo de huellas que no han podido ponerse de acuerdo para fundar nada, una faz doblegada, ni siquiera el revés de un rostro o de una sombra?) Tanto había bebido mi amigo aquella noche que, cuando me lo encontré, en medio de un flujo de máscaras que podía arrastrarnos hacia cualquier rincón de la ciudad, se tambaleaba, no enhebraba dos palabras seguidas, me miraba con asombro como si no me conociera, me preguntaba cosas incoherentes y proponía ir a beber otra “garimba” a alguno de los chiringuitos de las facultades universitarias, en los que (alguna vez lo pensé) se aprendía más que en muchas de las clases de nuestros insignes catedráticos. Con mis mejores modales me negué a eso último, a seguir bebiendo, me refiero, y le sugerí a mi amigo volver poco a poco a nuestras casas —vivíamos entonces cerca el uno del otro, “así que vamos en la misma dirección”, le dije. Parecía haberlo convencido y comenzamos un lento regreso a través de calles abarrotadas, dos máscaras de nadie, agazapadas la una tras la otra, intentando pasar por entre huecos casi imposibles, rozándonos con telas de múltiples colores, de inverosímiles tactos, fijando en cada instante muecas que serían luego olvidadas, miles y miles de posturas y gestos y balanceos y diálogos y gritos a lo largo de unas pocas calles. Conseguimos salir de la zona candente. La ciudad continuaba cuesta arriba, calles más estrechas se abrían como venas en las que nos íbamos encontrando restos entumecidos, un gorro por aquí, un orín por allá, cintas, confetis, serpentinas, chales, arrojaduras, gasas, lentejuelas, pecios, pecios inmundos de la gran marabunta. Al llegar a la calle Viera y Clavijo  —cuyo nombre es injusto y bastaría para relegar al olvido a quienes tuvieron la osadía de emponzoñar así la memoria de tan ilustre erudito—, mi amigo se plantó. “No puedo seguir”, me dijo. Pretendía, supongo, permanecer tumbado un buen rato en el portal en el que se detuvo, pues lo vi recostarse, estirar las piernas y cerrar sin pudor alguno los ojos. Yo lo sacudí: aquello era innecesario. Con un último esfuerzo estaría ricamente acostado en su cama, en casa de sus padres, arropado, limpito e incluso entregado a algún sueño glorioso, memorable. Lo levanté, lo sostuve contra la puerta de madera, casi en peso, pues él no colaboraba, sus fuerzas no lo acompañaban, se dejaba caer, reclamaba insistente ser abandonado allí, que se le permitiera quedarse en aquel portal cualquiera a dormir un rato la mona. Pero yo no podía permitirlo. Así que entonces, sin previo aviso, mientras lo tenía agarrado con mis brazos bajo los suyos para que no se cayera, lo besé. Quiero decir que coloqué mis labios sobre los suyos solo un instante, no sé muy bien por qué, quizá porque no encontraba otra manera de hablarle o porque quería que reaccionara de algún modo o tal vez porque sin saberlo estaba enamorado de él o, seguramente, porque también yo estaba un poco borracho e intuí que era esa la única ocasión que tendría en toda mi vida para besarlo —como así ocurrió. Lo cierto es que aquel beso fue como palo de santo. Mi amigo, después de quedarse alelado durante unos segundos, con la mirada perdida, recobró las fuerzas, volvió a incorporarse, se giró hacia la parte superior de la calle y dijo: “Continuemos”. Un rato después lo ayudaba a abrir el portal de su casa y lo contemplaba, aliviado —y quizá también algo triste—, subir las escaleras.

domingo, 23 de octubre de 2011

EN CUALQUIER OTRO SITIO EXCEPTO ALLÍ

Recuerda que al principio se propone montarse en la primera guagua que pase, pero que luego decide continuar caminando porque todas las líneas conducen a lugares que conoce y lo que le apetece es verse perdido en algún barrio alejado. Recuerda que va caminando por una avenida y que, al llegar a un cruce, mientras espera a que el semáforo cambie, ve a una mujer que parece perdida, con un papel en la mano y el mapa arrugado del metro, y que la mujer le pregunta, con acento extranjero, tal vez eslavo, por una calle cuyo nombre, mal escrito, lleva apuntado en el papel. Recuerda que en aquella avenida se fija en tres o cuatro edificios contiguos de viviendas, muy altos, que ostentan hacia la octava o novena planta unas terrazas como de áticos, en una de las cuales hay un chico que habla por el móvil y parece mirarlo o, al menos, fijarse en él. Recuerda que, en vez de continuar caminando por la avenida, se desvía por una calle perpendicular en la que unas casas bajas, alguna rodeada por un tupido jardín de árboles, le hacen pensar en una traslación, en un cambio instantáneo de lugar, como si entrara en otro territorio dentro o fuera de la ciudad por la que camina. Recuerda que a partir de ahí empieza a sentirse perdido, y que, al llegar a una calle cuyo nombre busca casi con ansiedad, el tiempo cambia y empieza a llover, saca de la mochila el paraguas, escucha a un chico que pasa a su lado hablando por el móvil decirle a su interlocutor que sí, que se pensará lo de pasar esa semana allí, que la idea le tienta. Recuerda que al final de esa calle desemboca en un parque sin nombre rodeado por una valla en la que descubre una puerta abierta por la que entra, y que se asombra de que no haya nadie en el parque excepto en el extremo opuesto, por el que sale a través de otra puerta también abierta en la valla, en el que un grupo de adolescentes está apiñado en un banco charlando con el ímpetu propio de la edad. Recuerda que, al salir del parque, se encuentra en una calle rodeada por inmensos edificios que podrían ser tanto de oficinas como de viviendas, y que, cosa extraña para sus costumbres, se introduce por un pasillo que parece llevar desde la calle, a través de zonas ajardinadas, hacia el portal de uno de esos edificios. Recuerda que, sin embargo, los pasillos empiezan a bifurcarse en un entramado interior que parece una zona común no se sabe bien si privada o si pública en la que, al atravesarla, no se tropieza con nadie. Recuerda que, siguiendo a un gato huidizo que parecía estar vigilándolo desde detrás de una columna, llega a una especie de plaza en el centro del entramado de jardineras y pasillos, una plaza vacía rodeada por cuatro o cinco moles extrañas, edificios irreales y a la vez casi vivos que parecen construidos con bloques de silencio. Recuerda que, en medio de esa plaza, siente algo extraño que no sabría bien cómo describir, una especie de ensoñación acribillada por infinitas instantáneas de vidas anteriores, de deseos extintos, de imágenes desamparadas, de proyecciones en mundos solo sugeridos, de países lejanos, miríadas que cruzan por su mente esos pocos instantes en que se va girando para mirar uno a uno los enormes edificios y le hacen sentirse allí más plenamente que en ningún otro sitio y, a la vez, en cualquier otro sitio excepto allí. Recuerda que abandona los recovecos interiores de esa especie de ciudad dentro de la ciudad hasta llegar a una calle que le resulta ya conocida porque por ella pasa una de las guaguas que suele tomar para volver a su casa desde el centro. Y recuerda, por último, que a partir de allí todo ingresa de nuevo en la normalidad.

jueves, 20 de octubre de 2011

UNOS FRAGMENTOS DE ANNE PERRIER



(Anne Perrier en su casa de Lausana, años 60)

Casi enteramente desconocida (al menos fuera de su país natal), silenciosa, invisible, secreta, anonadada en palabras que apenas
son nada, como en el final del poema “El pequeño prado”, una misma palabra repetida como una invocación ("Una voz dice nada nada nada"), como un nudo entre el silencio y el alma, en una paradoja en la que apenas decir nada es decir casi todo, o al menos seguir diciendo en voz muy baja pero inquebrantable una palabra desnuda, errante en su búsqueda y a la vez asentada en una luz ancestral, muy propia, única. Estoy hablando de Anne Perrier, nacida en 1922 en Lausana, donde sigue viviendo, una de las poetas (uno de los poetas) actuales más importantes de no solo de la Suiza francófona, sino de la lengua francesa en su conjunto. No soy yo, por supuesto, quien lo afirma: escritores y críticos tan prestigiosos como Marion Graf, Philippe Jaccottet, José-Flore Tappy o Jeanne-Marie Baude han destacado la inconfundible intensidad de la obra de Perrier, sin que, en cualquier caso, sus poemas hayan dejado de pertenecer al ámbito (tal vez gozoso) de la reducida intimidad de unos pocos lectores entregados. Voz nómada (La voix nomade, de 1986, es uno de sus títulos mayores) procedente de una vida en esencia sedentaria (con pocas excepciones, como la del viaje a Creta, que marcará un segmento de su trayectoria), la poesía de Anne Perrier no deja nunca de interrogarse, como una tenaz cascada de preguntas que dura ya más de sesenta años, por nuestra presencia en el tiempo, por lo visible y lo invisible que nos fundan, por la mirada que busca en cada mínimo gesto de las cosas un puente intangible hacia otro mundo. Los fragmentos que traduzco a continuación son los escogidos por Philippe Jaccottet del libro Le petit pré (1960) para su antología de la poesía suiza de expresión francesa Die Lyrik der Romandie. Eine zweisprachige Anthologie (Carl Hanser Verlag, Múnich, 2008).

EL PEQUEÑO PRADO

Hay que ser muy pequeño para entrar en mi reino
Solo una cabeza de niño
Podrá encontrar lugar entre mis palmas
No quiero a nadie grande
Ni que pese demasiado
En mis rodillas de luz
¿Qué buscáis más allá? Yo soy la madre
Del puro amor
*
Este es mi lugar
Para la eternidad
Una pequeña silla de paja
El silencio y el verano
Un muro que el cielo ha agrietado
Como una calle
Y mi alma que se acostumbra
A decir tú
*
En el agua de tus ojos
Soy el berro salvaje
No me pidas que florezca
No sé cómo hacen
Las rosas para madurar
Estoy verde en el fondo
De un agua lenta que me cubre
*
Pobreza mi casa
Ninguna otra me espera sino tú
Te amo y me das miedo
Por qué
Ya no hay huellas
¿Quién puede mostrarme el camino?
Ando y el tiempo pasa
Una voz dice nada nada nada


(Anne Perrier, Foto © Yvonne Böhler)

martes, 11 de octubre de 2011

UN POEMA DE PIERRE-LOUIS MATTHEY

(Pierre-Louis Matthey)
 
Poeta, dandy, inmenso traductor de poesía inglesa (de Shakespeare, de Keats, de Shelley), viajero misterioso que pareció borrar todas las huellas de estancias prohibidas, de aventuras precoces, huraño personaje en la posguerra vivida en Ginebra, apenas visible, dedicado casi en exclusiva a labrar una obra difícil, inclasificable, Pierre-Louis Matthey (1893-1970) es uno de los más altos poetas suizos de lengua francesa. En su primer libro, Seize à vingt, publicado en 1914, se atreve, casi por primera vez en la historia de la literatura suiza, a tratar una pasión clandestina hasta entonces en ese país, la pasión homoerótica. Y la trata de un modo extraño, salvaje, propio de estos poemas de adolescencia, unas veces luminosos y otras veces sombríos, como si tanteara en los umbrales de un mundo desconocido y fascinante. Unos poemas en los que, en palabras de Philippe Jaccottet, “estalla con una violencia y una franqueza desconocidas hasta ese momento en Suiza una pasión que seguía estando, en general, prohibida”. La senda abierta por Matthey permitirá que los otros dos grandes poetas suizos de expresión francesa contemporáneos suyos, Gustave Roud y Edmond-Henri Crisinel, traten luego también en sus obras, cada uno a su particular manera, esta misma pasión homoerótica. He traducido, del libro Seize à vingt, el poema “Connaissance”, que en su extraña mezcolanza de viaje en la escritura, en la memoria y en el deseo constituye una buena muestra del trabajo de Pierre-Louis Matthey.

CONOCIMIENTO

Tal como soy, en la lívida luz,
tal como escribo, mojado por un día lunar,
la extensa sombra de mi mano deslizada en la hoja
y los ojos viajeros y el cuerpo sometido,
me veo aparecer en el umbral de una distancia
y me estremezco ante mi extraño aspecto.

Extraño y, sin embargo, vagamente familiar
como salido de una clase donde todo se olvida…
Los árboles del arroyo se inclinan como siempre;
las rodadas discurren paralelas;
cruzan el cielo nubes cotidianas…
Pero yo tiemblo al verme venir como lo hago.

Ah, cuanto más avanzo más voy retrocediendo:
pues no quiero acercarme ni a mí mismo.
La zona que nos cerca arde… Caminando hacia atrás
procedo a atravesar el puente de madera,
me veo atravesarlo reflejado en el río
¡con el traje de marinero del que estaba tan orgulloso…!

El otro está ahí, sabía que iba a venir,
siento cómo me tocan sus manos insistentes.
Sus ojos se deslizan veloces en los míos
y nada alrededor es insólito, ¡nada!
El roble a espaldas nuestras vigila y se parece…
¿Tan extraño es entonces que estemos aquí juntos?

El otro me toca, se inclina y oigo cómo me habla:
No sé si eres tú quien me ha llamado…
¿reconoces mis ojos, mi traje de marinero…?
Soy el hijo de tu padre y de tu madre…
no… no… no hay nada entre nosotros
salvo un finísimo rayo de aire…

Yo no nací de un padre, no nací de una madre.
Nací del vicio que entero me consume.
Nací del vicio y de su amargura que muerde.
No soy ni siquiera tu hermano.
Broté del vicio con aullidos de fiebre…
Tal y como soy en la luz que ahora muere.

martes, 4 de octubre de 2011

TRANSFUSIÓN

Ni yo mismo sabía si creía o no sus palabras. Por eso, tal vez, las hice mías, las interioricé para no tener que debatirme entre creerlas o rechazarlas. Me complace pensar que fue algo semejante a lo que hizo un profeta bíblico cuando se comió el libro sagrado: vencer la duda con la digestión, la reticencia con la incorporación. Fue entonces cuando empecé a decir yo también que mi cuerpo era frágil, que me quedaban pocos años de vida, que había sido operado varias veces del corazón, que cuando mi madre estaba embarazada de mí había recibido una patada en el estómago que me había causado una malformación coronaria, que había sido mi hermano, de cuatro años entonces, quien, sin querer, la había golpeado, que las crisis me sobrevenían como mareos tras los que perdía la conciencia, que quería con locura a mi hermano, que nunca había sentido dolor, que cada operación había sido más larga que la anterior y que, sabedor de que mi vida pendía siempre de un hilo, quería disfrutarla, vivirla plenamente y ser feliz. Parecía un discurso demasiado elaborado como para que lo hubiera inventado un niño de mi edad, de once o doce años por entonces. Lo cierto es que allí estaba: nunca lo había visto en el colegio por las mañanas, quizá solo venía a las clases de tenis de mesa por las tardes. Más que jugar, hablábamos, o él hablaba y yo lo escuchaba, siempre el mismo discurso, obsesivas variaciones sobre la fragilidad de su vida, sobre su traumática infancia plagada de hospitales y convalecencias. Es verdad que parecía frágil, al menos más frágil que yo. La raqueta, que apenas pesaba, se le caía con frecuencia de las manos. Perdía el equilibrio cuando algún golpe lo descolocaba. Las gafas se le resbalaban una y otra vez, a cada jugada, y con el índice de la mano libre les daba nerviosos golpecitos para subírselas. Aunque todos éramos allí principiantes, no lograba mantenerse en juego más de dos intercambios seguidos: al tercero lanzaba invariablemente la pelota a unos metros de la mesa, como si no fuera capaz de calcular la fuerza o el efecto precisos para situarla en el interior del pequeño cuadrilátero. ¿Por qué serán siempre verdes estas mesas?, me dijo un día en medio de un partido. ¿Y por qué serán siempre blancas las pelotas?, le respondí yo. Parecíamos dos extraterrestres en las instalaciones deportivas del colegio, dos seres destinados a una transfusión de palabras, de vidas inventadas o recreadas o acaso vividas, a un intercambio de golpes torpes, desenfocados por los gruesos cristales de nuestras gafas sabihondas. Después de un par de días no volvió a aparecer. Yo me mantuve en la escuela de tenis de mesa durante algunos años. Incluso llegué a competir, sin grandes triunfos, en algún campeonato. Alguien me dijo, mucho tiempo después, que aquel chico había muerto. No pude creerlo: yo seguía con vida.

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Me encantó estar allí, era como estar escondido para que nadie me viera, pero sin que nadie me estuviera buscando, o al menos eso creía. ...

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