Conservo la imagen del beso más extraño, la imagen de un beso en
un portal de la calle Viera y Clavijo de Santa Cruz de Tenerife, un día de
febrero —o de marzo— de 1994. Mucho después supe que en esa calle se había
cometido, varias décadas atrás, el que fue quizá el crimen más extraño de la
historia de nuestra ciudad: un adolescente había matado a su madre y a sus
hermanas y había expuesto en las paredes del salón sus vísceras, sobre todo las
más íntimas, en obediencia a desconocidos rituales, a purgaciones llevadas a
los extremos más drásticos, los de extirpar, cancelar, aniquilar, descuartizar
a las portadoras del pecado. Un par de bocacalles, acaso, más abajo, durante
unos carnavales que serían los terceros o cuartos que vivía, sostenía yo, con
muy distintas intenciones, un cuerpo en el umbral de un portal: el cuerpo se
caía, se derrumbaba en mis brazos, se deslizaba como un garabato hasta la
acera, y una y otra vez yo lo subía, lo incorporaba y lo mantenía de pie. Era
un amigo —nunca diré quién. En aquellos carnavales, que serían para él los
primeros o segundos, mi amigo bebía todas las noches como un poseso, podía
acabar derrumbado, chinesco, orinado en cualquier esquina al relente de la
mañana, que, en febrero —o en marzo— en Santa Cruz de Tenerife, es húmedo y
peligroso. Bebía porque sí, por no poder decir que no, porque era muy joven y
porque la fiesta era bárbara. (He oído decir a algún petimetre en estos días
vendidos que, en vez de gastar el dinero en carnavales, en esas fiestas importadas
e impostadas —lo ha dicho así, el muy fresco—, nuestros gobernantes tendrían
que seguir apoyando los festivales de música, las bienales de arte, los salones
del libro africano o japonés, los festivales de cine, las exposiciones de
artistas canarios en el exterior, las piruetas grotescas de nuestros mejores
bailarines en teatros de provincia filipinos o checos: no sabe lo que dice,
no sabe que son precisamente los carnavales, esa mezcolanza de merengue y
marabunta, ese maravilloso travestismo total de una ciudad entera, esa fiesta invertida
en la que, de pronto, puedes, por ejemplo, encontrarte, entre las sombras de los contenedores
de una dársena del puerto, a los dos boxeadores más machos del gimnasio de
tu barrio no justamente partiéndose las caras sino uno de ellos partiéndole al
otro el culo como un perro a otro perro; no sabe, ese sabelotodo, que son los
carnavales lo más valioso de nuestra cultura, la flor y la nata de lo que
somos, pues, ¿qué somos sino islas sin identidad, un batiburrillo de huellas
que no han podido ponerse de acuerdo para fundar nada, una faz doblegada, ni
siquiera el revés de un rostro o de una sombra?) Tanto había bebido mi amigo aquella
noche que, cuando me lo encontré, en medio de un flujo de máscaras que podía
arrastrarnos hacia cualquier rincón de la ciudad, se tambaleaba, no enhebraba
dos palabras seguidas, me miraba con asombro como si no me conociera, me
preguntaba cosas incoherentes y proponía ir a beber otra “garimba” a alguno de
los chiringuitos de las facultades universitarias, en los que (alguna vez lo
pensé) se aprendía más que en muchas de las clases de nuestros insignes
catedráticos. Con mis mejores modales me negué a eso último, a seguir bebiendo,
me refiero, y le sugerí a mi amigo volver poco a poco a nuestras casas —vivíamos
entonces cerca el uno del otro, “así que vamos en la misma dirección”, le dije.
Parecía haberlo convencido y comenzamos un lento regreso a través de calles
abarrotadas, dos máscaras de nadie, agazapadas la una tras la otra, intentando
pasar por entre huecos casi imposibles, rozándonos con telas de múltiples
colores, de inverosímiles tactos, fijando en cada instante muecas que serían
luego olvidadas, miles y miles de posturas y gestos y balanceos y diálogos y
gritos a lo largo de unas pocas calles. Conseguimos salir de la zona candente. La
ciudad continuaba cuesta arriba, calles más estrechas se abrían como venas en
las que nos íbamos encontrando restos entumecidos, un gorro por aquí, un orín
por allá, cintas, confetis, serpentinas, chales, arrojaduras, gasas, lentejuelas,
pecios, pecios inmundos de la gran marabunta. Al llegar a la calle Viera y
Clavijo —cuyo nombre es injusto y
bastaría para relegar al olvido a quienes tuvieron la osadía de emponzoñar así
la memoria de tan ilustre erudito—, mi amigo se plantó. “No puedo seguir”, me
dijo. Pretendía, supongo, permanecer tumbado un buen rato en el portal en el
que se detuvo, pues lo vi recostarse, estirar las piernas y cerrar sin pudor
alguno los ojos. Yo lo sacudí: aquello era innecesario. Con un último esfuerzo estaría
ricamente acostado en su cama, en casa de sus padres, arropado, limpito e
incluso entregado a algún sueño glorioso, memorable. Lo levanté, lo sostuve
contra la puerta de madera, casi en peso, pues él no colaboraba, sus fuerzas no
lo acompañaban, se dejaba caer, reclamaba insistente ser abandonado allí, que
se le permitiera quedarse en aquel portal cualquiera a dormir un rato la mona.
Pero yo no podía permitirlo. Así que entonces, sin previo aviso, mientras lo
tenía agarrado con mis brazos bajo los suyos para que no se cayera, lo besé.
Quiero decir que coloqué mis labios sobre los suyos solo un instante, no sé muy
bien por qué, quizá porque no encontraba otra manera de hablarle o porque
quería que reaccionara de algún modo o tal vez porque sin saberlo estaba
enamorado de él o, seguramente, porque también yo estaba un poco borracho e
intuí que era esa la única ocasión que tendría en toda mi vida para besarlo —como
así ocurrió. Lo cierto es que aquel beso fue como palo de santo. Mi amigo,
después de quedarse alelado durante unos segundos, con la mirada perdida, recobró
las fuerzas, volvió a incorporarse, se giró hacia la parte superior de la
calle y dijo: “Continuemos”. Un rato después lo ayudaba a abrir el portal de su
casa y lo contemplaba, aliviado —y quizá también algo triste—, subir las
escaleras.
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qué buena historia, genial! me trasladaste a cualquier noche de carnaval. sensaciones ambiguas, mucho contraste. me gustó mucho.
ResponderBorrarMe alegrá saber, amigo/a, que el texto logró "trasladarte" en el tiempo a sensaciones ambiguas, tal vez a algo parecido a lo que cruzaba por mi mente mientras lo escribía. Gracias por tus palabras y por tu lectura. Un saludo.
ResponderBorrarNo me gustan nada los carnavales o yo ne les gusto a ellos, pero la historia me suena. Ese beso me recuerda el del príncipe azul a la princesa de los cuentos: más que extraño, parece el beso de la resurrección. Un fuerte abrazo.
ResponderBorrarEntre la barahúnda y la embriaguez del carnaval, inesperadamente, surge un beso. Un beso que infunde una bocanada de aliento vital, que le dice “levántate y anda” a quien se derrumba de cansancio, a quien ya no puede más. Hermosa evocación de vivencias personales.
ResponderBorrarUn abrazo.
Amigos Ramiro e Iván: gracias por sus lecturas e impresiones. Es curioso que coincidan en la idea de la resurrección. Un fuerte abrazo para los dos.
ResponderBorrarQué bueno... Me alegraste la tarde
ResponderBorrarPaco León
Post. Y me leí toda la polémica SILA con Jerez, que se la tiene merecida. Y fíjate que lo leo y a menudo lo aplaudo, aunque a veces, muchas veces, se le sube el lúpulo estilístico a la cabeza, desbarra, despotrica, extralimita y se cree puro y poseedor de la verdad.
Abrazos
Gracias, Paco querido. Me alegra que te haya gustado. En cuanto a las polémicas: casi todas acaban convirtiéndose en un diálogo de sordos. A veces lo que más cuesta no es defender las propias opiniones sino escuchar como se merecen las opiniones de los demás. No estoy seguro de que ni González Jerez ni yo lo hayamos conseguido. Un abrazo.
ResponderBorrarQue bueno eres Rafa
ResponderBorrarPaco León
Sí, buena pieza... jajaja.
ResponderBorrarRafa, si me permites, te sugiero un tema para un próximo texto: el primer centenario, este mismo mes de noviembre, del nacimiento de Odysseas Elytis. Un fuerte abrazo, amigo.
ResponderBorrarAmigo Iván: parece que me leíste el pensamiento... en cuanto a lo del centenario, no concretamente de Elytis, cuya obra leí hace tiempo y merecería, sin duda, una relectura (que ojalá me dé pie a algún texto), sino de otro escritor, muy diferente, cuyo centenario se cumple justamente mañana, 5 de noviembre, y será objeto de un pequeño homenaje en este blog. Lo tengo ya preparado y lo cuelgo dentro de unas horas... tachán, tachán... Un fuerte abrazo.
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