La rebeca roja y el polo inmaculado, el pantaloncito azul
oscuro y los mocasines brillantes, así íbamos todos los niños que, a diferencia de la mayoría, no nos desgañitábamos corriendo, gregarios, por las tardes sobre los ásperos
pavimentos de las canchas de deporte, de rayas multicolores, desdibujadas por
el uso, sino que practicábamos y perfeccionábamos nuestras dotes vocales en el coro del colegio. La
rebeca y el polo inmaculado, sobre todo, hacían que fuéramos como unos pingüinitos disfrazados de soldaditos de plomo,
cada uno con su casaca, con su carita empolvada, personitas que posaban a la
salida del ensayo para sus mamás orgullosas, se revestían de un aire de
sabihondos redichos y repetían impúdicos los dictámenes sabios de su sabio
maestro. Habíamos estado cantando a coro himnos en la capilla austera, copiando
pasajes de evangelios mohosos, afinando en provechosos dorremíes nuestras
cuerdecitas vocales. Los más aventajados, destinados a solistas, habían probado
sus voces de soprano impolutas y, tal vez, asistido a sermones del señor
director en su acristalado despacho; otros habían sido seleccionados, más por
sus lindas caritas que por sus gracias vocales, para vestirse de santos o hasta
de jesusitos en la obrita piadosa que el párroco ensayaba para navidad. Todos habíamos
sido aleccionados en papeles para los que nuestra temprana edad no era todavía
especialmente propicia. Sin embargo, suplíamos con dedicación y con empeño, con fervor y con mimo,
nuestras carencias y atrasos. El grupito más díscolo, el que se reunía en los
recreos a la sombra de unos árboles mustios en la esquina del patio, persistía
en mofarse de quienes acudíamos, puntuales, a los ensayos del coro. Solo porque a
uno de ellos, especialmente rebelde, lo habían destinado al principio a un
papel secundario en la obrita piadosa, a un papel, en efecto, carente de prestaciones
vocales, es decir, a hacer de relleno, de mera comparsa o carabina muda, solo porque
su voz no había sido seleccionada para cantar en el coro, nos habíamos visto,
nosotros, que nada habíamos hecho sino mostrar entusiasmo, convertidos en
víctimas de sarcasmos y burlas, de risitas y muecas insufribles. Por eso, aunque mucho lo sentí,
le estuvo bien empleado que una tarde esperáramos dos compañeros del coro y yo a
que entrara solo al baño, ese rebelde gallito que no era nadie en ausencia de su
pandilla de siempre, y le diéramos una lección que lo dejó llorando durane un buen
rato. Nos miraba alelado cuando cerramos la puerta de los aseos tras nosotros,
quiso encerrarse en una de las cabinas, pero a estas les falta, por precaución, el
fechillo, así que empujamos los tres hasta que el pitusín se quedó sin fuerzas y se
refugió en cuclillas bien pegadito al inodoro. Había que verle esa carita tan mona,
su polito de algodón, tan plisadito, como el de quien nunca ha roto un plato, y cómo se
cubría con las manos los mofletitos mientras lo abofeteábamos. Cómo gimoteaba
el angelito. Pero tuvo que dejar de hacerlo cuando lo sacamos de la cabina, llenamos uno
de los lavabos de agua y le introdujimos la cabeza durante unos segundos a ver cuánto
aguantaba sin respirar. Como yo era el que lo tenía agarrado por la matita de
pelo, tan lisita, para lo cual me había puesto bien pegadito detrás de él mientras mis
amiguitos lo flanqueaban y lo sujetaban de los brazos, me di cuenta de que se
estaba meando, pues los pantaloncitos empezaron a encharcársele. Después de
aquello nos respetó. Y también el grupito con el que andaba. Al cabo de unos
días se le empezó a ver solo, no se juntaba con su antigua pandillita. Un día
se me acercó, muy tímido, a preguntarme si necesitaba que me prestara los apuntes de alguna de
las clases. Le dije que no, pero que le avisaría si acaso más adelante. Me
sonrió como quien ve abiertas las puertas del cielo. Pasaron unos días hasta
que supe que quería convertirse en uno de los nuestros. Lo llevé a ver al
párroco, nuestro maestro de coro. Resultó no cantar tan mal como se creía. Abría muy bien la boquita y
no vocalizaba mal, aunque le faltaba un poco de ritmo, un pelín más de
seguridad en los dorremíes. Pero todo podía trabajarse. El párroco, después de probarlo y de
pedirnos a algunos de nosotros que lo probáramos, dijo que tenía condiciones y,
a partir de aquel día, fue uno más del coro y, además, mi amiguito más
servicial y sumiso.
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Joder qué vándalos, aunque igual se lo tenía merecido: la verdad es que el texto me ha recordado aquella novelita de "Tarzán de goma", que te hacían leer en el colegio, o una película de Tarantino o de Martin Scorsese, con Joe Pesci y Robert de Niro en el jardín de infancia. Un fuerte abrazo.
ResponderBorrarAmigo, gracias por el comentario. Nunca leí esa novela que dices, pero has despertado mi curiosidad. Tal vez me faltó insistir un poco en el ambiente siniestro de aquellos lavabos. Un saludo.
ResponderBorrarNo hubiese estado mal insistir en esa sordidez de los lavabos quizá. En cuanto a la novela, tampoco tiene mayor interés: es un texto infantil para niños, pero que describe las penurias de un personaje que sufre toda clase de abusos en el colegio por parte de condiscípulos espigados y mayores que él. Un abrazo y gracias por tan hermosos textos evocativos.
ResponderBorrarGracias a ti por la lectura y por tus opiniones, que ayudan a hacerlo mejor. Un abrazo.
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