jueves, 14 de abril de 2016

MIRADOR DE ZAPATA

El otro día fui a dar un paseo por el bosque. Un paseo en coche –si puede decirse así– por la carretera que cruza ese bosque. Es curioso: hacía muchos años que no había conducido por esa carretera que, sin embargo, no está demasiado lejos de la casa de mis padres, adonde voy con frecuencia. Me doy cuenta de que he evitado sistemáticamente el desvío que conduce a ese bosque, aunque lo he visto muchas veces de lejos, cada vez que he pasado por la carretera principal, y me he acordado de algunas de las cosas que, años atrás, me ocurrieron allí –me he acordado incluso de que, según pienso a veces, otras muchas cayeron en el olvido, no quizá de un modo irrecuperable, pero sí dejando un hueco que sólo podría cubrirse, he llegado a creer, tal vez sin razón, yendo a aquellos lugares, recorriéndolos de nuevo minuciosamente. No sé por qué decidí el otro día tomar el desvío que conduce a ese bosque. Mientras conducía, me sorprendían los colores, las franjas de colores transparentes que atravesaban los cristales del coche a medida que me adentraba carretera arriba (se trata de un bosque, añadiré, que es lo que aquí llamamos un monte, es decir, una montaña no muy alta cubierta de laurisilva: por eso el paseo era una especie de ascenso). La sucesión de los colores translúcidos, como notas visuales en el pentagrama de cristal, hacía que el bosque se volviera casi intangible y que, a pesar de la claridad que reinaba aquel día, un sábado de mediados de abril, yo me sintiera incorporado a cierta irrealidad, al incorpóreo temblor de todo lo que es frágil: las ramas proyectaban su dudosa luz sobre las lunas, una luz que en realidad se colaba entre las ramas pero que estas parecían ayudar a filtrarse, una luz, más bien, que parecía generarse en el propio cristal impalpable que me separaba del mundo, ¿o acaso se producía en las propias retinas, o en el interior de los párpados, o en el centro de los ojos, o, si no, en qué lugar encerrado en el interior del cerebro, esa luz en astillas, esa música en colores? Durante todo el camino iba pensando en un lugar que recordaba más o menos bien, pese a haberlo visitado en una sola ocasión: un mirador, bastante amplio, construido en una curva, con vistas a buena parte del valle y delimitado por unas gruesas barandas de piedra sobre las que, muchos años atrás, yo me había sentado junto a alguien durante cerca de una hora para llegar a la conclusión de que nuestra relación no tenía sentido. Conclusión a la que, por cierto, no tardamos demasiado en llegar, pero que parecíamos retardar mientras nos recreábamos en el paisaje: y es que aquellos instantes nos invitaban, de algún modo, a seguir engañándonos durante un tiempo, mientras estuviéramos allí, fingiendo que nuestras sonrisas eran auténticas, que algún deseo quedaba aún en el fondo de los cuerpos y que lo que había nacido como hechizo no estaba a punto de terminar convertido en hastío. Recordaba la posición del cuerpo con el que conversaba, su postura frente al paisaje, y creía recordar casi el propio paisaje –un cielo descomunal entre los pinos– que servía de fondo a aquel patético diálogo. Recordaba aquel cuerpo ancho, vigoroso, de poca estatura pero bien proporcionado. Y me acordaba también perfectamente del rostro, muy bello, un rostro de ojos rasgados, de nariz pequeña y recta, de pelo muy negro corto, lacio, un rostro unido al cuerpo por un cuello no muy largo al que daban siempre ganas de tener sujeto entre las manos. No sé por qué nos habíamos detenido precisamente allí, ni siquiera lo que hacíamos en aquel bosque, aunque creo recordar que aquel día, posiblemente un domingo, habíamos desistido de ir a la playa por un cambio brusco del tiempo. Identifiqué enseguida el mirador en cuanto entré en la curva: estaba igual a como lo recordaba, sólo que en aquella ocasión no había nadie aparte de nosotros dos, ni recuerdo que parara nadie allí en el tiempo que estuvimos, mientras que ahora había un ciclista, un joven de unos veinte años que se había detenido allí a reparar fuerzas. Me bajé del coche: parecía un sonámbulo, entrecerraba los ojos más por la fuerte claridad que porque creyera poder así reconocer nada de otro tiempo. Me acerqué a la baranda de piedra, rugosa. Los pinos se balanceaban como seguramente lo habían hecho allí siempre que una brisa los mecía. Lo que yo buscaba con los ojos no estaba ante los ojos. O, más bien, los ojos no servían para buscar lo que buscaba. Debía entrenar otros sentidos, aprender a escuchar ciertos sonidos, volver a descubrir tactos olvidados, perfumes, contraluces. Veinticinco años atrás, casi como en otra vida, todo había sido muy distinto: se podía entonces conversar sobre una relación que se termina, se podía estar una hora hablando con palabras banales de los temas más ligeros sin que hubiera ninguna necesidad de apresurarse, pues no íbamos entonces hacia ninguna parte, no precisábamos de autorizaciones ni admitíamos premuras, no nos sentíamos varados en un extremo de la vida desde el que, como ocurre tanto ahora, se ven las cosas cubiertas de una capa de impostura o, si no, de un resquemor de desencanto. Las palabras exactas no lograba recordarlas, no recordaba ni siquiera cuáles habían sido las últimas, las palabras definitivas de aquella relación, pero qué importaba ahora eso si el mirador, la vida, seguían estando ahí veinticinco años después, no intactos, aunque parecieran no haber cambiado mucho, sino disponibles, es decir, un mirador en el que un ciclista podía detenerse a descansar, al que un señor de cuarenta y cinco años podía llegar con su coche para contemplar por no mucho tiempo uno de los paisajes de su juventud. Lo curioso es que el pasado, aquella juventud ociosa, vaporosa y perdida, tuviera más consistencia, más brillo o, cómo decirlo, más realidad que aquel presente del que nada podría decirse porque carecía de todo interés. Un ciclista que se detiene a descansar en un mirador solitario y que apenas se fija en el señor de mediana edad que se baja del coche y contempla el paisaje, ¿qué interés puede tener esto? Y, sin embargo, bajo esta escena sin consistencia, anodina, hay toda una trama, otras vidas trenzadas bajo esas vidas que coinciden por azar unos instantes en el bosque. Un subsuelo minucioso y casi del todo olvidado. Capas de claridades que el tiempo ha ido apagando. Sonrisas desenfadadas que ocultaban adioses. Pensé, creo, que de alguna manera el mirador era un memorial de miradas, un lugar al que podía ir siempre que quisiera verme, vernos del otro lado de la vida. Un lugar que existía para eso y que probablemente no fallaría nunca.     

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