sábado, 3 de diciembre de 2011

SALA DE ESPERA DEL DOCTOR CORDOVERO

En la sala de espera del doctor Cordovero —el conocido traumatólogo, afectado por un ostensible encorvamiento, lleva una plaquita con su apellido en la parte superior derecha de su bata grasienta— las dos monjas esperan sentadas una enfrente de la otra. Podría pensarse que fueran madre e hija si determinados impedimentos confesionales no las hubieran destinado desde jóvenes a la más estricta virginidad; sin embargo, nunca se sabe. Lo más probable es que su parecido se deba únicamente al hecho de que, circunscritas sus caras por las tocas apretadas, sus facciones presentan alarmantes rasgos hombrunos, el mismo rictus de severidad, la misma torva y ceñuda expresión de féminas descarriadas a quienes la religión rehabilitó, desde muy pronto, encaminándolas a una vida honorable. Una de ellas, la de mediana edad, luce todavía una agilidad que le permite ayudar a la otra, anciana, a sentarse, a levantarse cuando el médico las llama, a sentarse de nuevo para esperar las recetas, a volverse a levantar para marcharse. La agarra del brazo con contundencia, la maneja a su antojo, pues la anciana no es ya más que un cuerpo sin fuerzas, visiblemente aquejado de intensos dolores en las piernas. Durante la media hora aproximada de espera logran sentarse juntas  —pues la sala está llena— unos cinco minutos. La más joven, en vista de cómo se le desencaja la cara de dolor a la mayor, intenta cogerle la mano con la suya, pero recibe un respingo por respuesta, un gesto brusco de rechazo terminante que la anciana realiza con un resto de fuerzas. Otras señoras, seglares, pacientes de distintas edades que esperan igualmente su turno en la consulta, juegan con un niño de unos tres años, probable nieto de una de ellas. Una le presta su bastón, que es transformado inmediatamente en un caballito sobre el que el niño cabalga por toda la sala como un aprendiz de hidalgo castellano; otra le deja tocar los pendientitos presumidos que suenan como campanillas que el niño, quizá futuro campanillero de iglesia o batería roquero, hace tañer para regocijo de las señoras de la sala. Solo las dos monjas permanecen impávidas delante del niño. Este las mira asustado, como a dos estatuas de diosas de una religión desconocida y tenebrosa, y ellas lo miran como si el niño no debiera estar allí, como si su mera presencia les estuviera reprochando alguna renuncia del pasado. No muestran el más mínimo gesto de ternura hacia un niño que no sabe qué son, si maniquíes disfrazados a la última moda o sombras encarnadas a punto de desvanecerse. La monja más anciana, sobre todo, revela una completa incomprensión hacia la simple existencia del niño: para ella no existe más que su dolor. Ya casi ni siquiera se acuerda de su dios.

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