domingo, 23 de diciembre de 2018

DESCENSO AL VACÍO DE LOS TRONCOS



Por un resquicio se asoma, por el otro se pierde. Transforma la verdad en ceniza y la ceniza en verdad. Desordena los órdenes y solivianta las seguridades. Se conduce por el filo de un abismo entre la decadencia y la cadencia. Rescata, inimaginables, los trazos por los que circula, las huellas que deja al pasar. Carcelero y preso a la vez, carcelero de sí mismo, preso de su propia sinrazón, raspa con la impaciencia de un hambre de espacios los muros que levantó y, a través de orificios incalculables, se balancea entre la invisibilidad del cuerpo y la ominosa materialización del espíritu. Florece en un abismo. Desencadena estancias, reúne pedazos de un discurso intangible, estudia con detenimiento los cauces por los que nunca discurrirá. Ha levantado una piedra que pesa y, en el asombro del peso y de la piedra, se ha detenido a escuchar lo que no pesa, la piedra de la memoria, la impiedad de la piel. Encuentra en los resquicios el único lugar estable, y destila en cada impune reducto la atesorada minucia de una materia tierna, especiada, lavada mil veces entre las telas del corazón. Descorre las cortinas para una carrera entre el espacio y el tiempo, entre la tortuga y Aquiles, entre la almendra y el ojo. Vencen siempre, se vencen, las cortinas, que, corridas, descorridas, corridas, descorridas, balanceadas por el paso de los sudorosos contendientes, guardan un aliento que las hace ecuánimes, protectoras, salvíficas. 


Ha construido un telar de revelaciones, mesas para la meditación, la viva efigie de la desmesura que se contenta con parecerse a la nada. Declara las bodas del oro y el basalto, que suman sus brillos como los cuerpos negros y dorados de los pobladores de una selva permutan sus extasiados miembros en devoraciones incesantes. Da a entender lo indescifrable, lo que queda agarrado a un ápice del sentido, a punto de desvanecerse en la decoloración. Posibilita los asombros que nadie espera porque ya nadie espera nada y regala los resquicios que nadie regala porque nadie ha regalado nunca nada: dueño y señor de los asombros y de los resquicios, dadivoso y desprendido vasallo de sí mismo. Navega a través de las cortezas que flotan. Sume sueños enmarañados en la maraña del fieltro. Retuerce los nudos y los alfileres, distorsiona los sentidos de la desnudez y de la unción. 


No se sitúa enfrente del dolor, sino en el interior del dolor: ha metido las manos en la masa sufriente y ha amasado con toda la fortaleza de la que ha sido capaz las estatuillas del duelo, que no ve nadie a menos que se funda con esa misma masa sufriente que hierve, tampoco esto se ve, como la lava recién brotada de un volcán. No se sitúa enfrente del dolor: salta sobre él después de haberse hundido en él. Se abraza a las cortezas para respirar el vacío de los troncos, el interior desnudo de la vida, y cada corteza que atrapa, cada corteza que lo atrapa, se desmaterializa y se desorganiza: aparece a su través un mundo nuevo que no es el del origen ni el del fin de los tiempos, sino el mundo del instante, el mundo del resquicio, el de la rugosidad del tiempo. Hace que la ceniza cante porque la voz ha perdido carne. Renueva en la ceniza la carne que ha perdido su voz. Vence en la voz la ceniza que revela el yugo vacío de la carne. Amedrenta con sólo sugerir. Atesora con nada más que malograr. Aturde con tan sólo mostrar. Revela el corazón que palpita cada miles de años y que por ello parece muerto, cuando es su salmo, el salmo del corazón que palpita cada miles de años lo que realmente merece la pena detenerse a escuchar. Dora con oro de vida lo dormido, lo muerto, lo que no existió nunca, lo solo, lo desaparecido, lo que estuvo y se fue. Se desembaraza de las sombras dibujándolas en su propio cuerpo y se desembaraza del cuerpo clavándolo en la diana del desamparo y de la sombra.


Habla sin hablar, nace sin acabar de nacer, muere para no morir, vive sin vivir en sí, respira para dejar de respirar y rumia sin dejar nunca de rumiar, pues lo que rumia es su propio rumiar.


Cuánto, qué difícil, desde dónde, con quiénes, dando lugar a qué, cómo, hasta cuándo.

La herida viva, la paz buscada, la ceniza compartida, el amor desfigurado, el sueño abierto, la verdad rasgada, la pared insomne, el peso muerto, la piedra levantada, la sábana interpuesta, la desazón temida, el canto cancelado, el ojo expuesto, la verdad herida, la busca apaciguada, la vida amada, la figura partida, la abertura soñada, el insomnio emparedado, la muerte en peso, la piedra levantada, el miedo cancelado entre las sábanas.

O no, o como si entráramos en la devastación más luminosa. En las entrañas de lo irrecuperable. Hay una acidez en el interior de la gracia. Más acá o más allá, alguien ha carcomido con sus uñas prehistóricas los perfiles de la luz. Inoculada, la gota de oro arde en las entrañas de la vida. Allí se transforma en un río de oro por el que navegan las barcas que atraviesan el orco. Al final del viaje no renacen los cuerpos, no se reconstituyen las memorias ni se revitalizan los sentidos. No. El extremo de los suspiros que lanzan al abismo las almas capturadas es un canto inaudible que sólo se escucha cuando se ha alcanzado el territorio de la indefinición: reducidos a la materia más viscosa o más etérea, por alguno de los poros que transpiran aún nuestro sudor calcificado, ceniciento, se escapa el hilo de una canción perdida. Quien la escucha puede decir que está más allá de la vida o la muerte.



* Jesús Hernández Verano, Rumia, SAC (Sala de arte contemporáneo), Casa de la Cultura de Santa Cruz de Tenerife. Del 16 de noviembre de 2018 al 4 de enero de 2019. Todas las fotografías son de Sergio Acosta.  

sábado, 15 de diciembre de 2018

LECUONA

La simple mención del apellido Lecuona me hizo recordar esta tarde un lugar muy preciso: abrió un abismo en el tiempo, hizo que los biombos se fueran apartando unos detrás de otros, los biombos de las estancias secretas que todo lo guardan y todo lo oscurecen, los biombos pesados como mármoles que cada vez es más difícil desplazar. Que el dueño de la licorería mencionara, hablando por teléfono, el apellido Lecuona, cuando yo estaba a punto de pagar mi Glenfiddich semanal, me hizo retroceder cuarenta años, me devolvió a mi tierna y lacerada infancia, a un apartamento junto a la piscina, lleno de niñas malcriadas y ancianas caprichosas a quienes, cada vez que llegábamos de la playa, nos encontrábamos ocupando ya las mejores hamacas bajo los parasoles. El apellido Lecuona era entonces, para nosotros, sinónimo de prepotencia, estupidez y cursilería. Es muy probable que lo siga siendo. Aquellas niñas, junto a sus abuelas (de sus madres nunca se supo, y mucho menos de sus padres), jugaban con nosotros de mala gana, y cuando lo hacían pretendían adoptar el papel de domadoras de circo o de reinas del carnaval. Sólo que nosotros no teníamos nada de focas domesticables ni de alcaldes de provincia y no nos dejábamos embaucar fácilmente. Las provocábamos con nuestras cacofonías y les hacíamos la vida imposible jugando a juegos que ideábamos in situ. Ellas, que presumían de conocer todas las palabras, se quedaban pensativas estrujando sus adorables cabecitas para encontrar el significado de aquellas que nosotros inventábamos: pichino, conrima, epaminondo, ritroto, apostalar. Intentaban comprender las reglas de nuestros juegos inventados y cada vez que pretendían haber ganado les decíamos que no, que eso que ellas creían victoria significaba un empate; y cuando creían haber empatado nos sacábamos de la chistera una nueva regla que obligaba a considerar ese empate como una rotunda derrota. Yo no sé por qué el licorero hablaba de Lecuona, ni tampoco de cuál de los Lecuona hablaba –pues eran varias las ramas de Lecuonas y no todas estaban emparentadas–, pero lo cierto es que en mi recuerdo visualicé a aquellas niñas de la piscina, con sus sonrisas ladeadas, sus labios fruncidos, las piernas en alto y la más infatuada propensión al exhibicionismo, a aquellas niñas, las Lecuona, que un día llegarían a ser, lo sabíamos ya entonces, abogadas, empresarias, arquitectas. Sus abuelas las miraban desde las hamacas a la sombra imaginando con fervor las notarías, las inmobiliarias, las embajadas donde trabajarían. Bastó que el dueño de la licorería mencionara el apellido Lecuona para que hiciera su aparición, al final de los biombos, un recuerdo de cuarenta años atrás, el de un apartamento junto a la piscina y sus habitantes de aquel verano en el que las acrobacias pretendieron sustituir a las barajas; las ñoñerías, a los calambures; y, ¡horror!, la natación olímpica, a los saltos de bomba. No sé con quién hablaría el dueño de la licorería; no sé por qué hablarían de Lecuona ni de qué Lecuona estarían hablando, pero en mi memoria Lecuona es la piscina de un verano saturado de niñas y de abuelas que pretendieron adueñarse del verano y la piscina (lo que nosotros, de armas tomar, nunca les consentimos). Lecuona es una niña que no quiere jugar con nosotros porque una vez la empujamos al agua mientras ensayaba un battement. Lecuona es una señora gruesa con bikini estampado que nos riñe porque la salpicamos en una de nuestras tiradas-todos-juntos-al-agua. Lecuona es un apartamento lleno de futuras farmacéuticas, de futuras estudiantes de ingeniería que no nos invitan nunca a jugar al parchís o a la pelota. Pero aquel verano pasó. Llegaron otros veranos con sus respectivos veraneantes. Los apartamentos se llenaron de niños nuevos. Sufrimos persecución, muchas veces fuimos zaheridos, pero también perseguimos y zaherimos, asaltamos y fuimos asaltados, y hubo cartas, bombas, peces, gatos, trompos, bochas, discos, ruedas, cromos, bicis, risas, pasos, voces, besos, lapas, riscos, playas, coches, bolas, canchas, días, noches, niños. De todo esto hubo y de todo esto dejó de haber. Por eso, cuando ahora, al escuchar mencionar el apellido Lecuona, me he retrotraído a aquel verano, no he podido dejar de recordar también todos los veranos anteriores y posteriores, todos aquellos veranos en los que ninguno de nosotros hubiera cambiado una lagartija por una acrobacia, una colchoneta por una competición, todos aquellos veranos en los que no había niñas ni abuelas Lecuona en la piscina.

viernes, 9 de noviembre de 2018

CHARLA-COLOQUIO SOBRE ANNE PERRIER EN GRAN CANARIA

El próximo viernes, 16 de noviembre, a las 19.00 h., daré en la Casa Museo Tomás Morales (Moya) una charla sobre la gran poeta suiza Anne Perrier en el marco del nuevo ciclo 'De poeta a poeta'. Se trata de una iniciativa en la que antiguos Premios Tomás Morales de Poesía impartiremos una charla sobre un poeta de nuestra elección. Las próximas charlas estarán protagonizadas por Pedro Flores, Federico J. Silva y Tina Suárez. En este mismo blog, hace ya siete años, compartí mis primeras traducciones de Anne Perrier. Me agradará mucho compartir la charla, seguida de un coloquio, con quienes puedan acercarse hasta la brumosa Moya.



lunes, 8 de octubre de 2018

RESEÑAS

Escribe reseñas para citar a autores a los que no ha leído. 


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Malabarismo: decir en la reseña que el libro es "incomparable" y al mismo tiempo dar a entender entre líneas que su autor podría haberse ahorrado escribirlo...

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Cada vez que se escribe una reseña, un gusanito se muere en las cuencas vacías de los cráneos de los poetas de antaño.  


¿Por qué escribir una reseña pudiendo perpetrar --con mejores aptitudes-- un panfleto, una loa?

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Señor reseñador: nos hemos reunido hoy aquí para emitir un juicio razonable y sensato sobre su reseña y debe disculparnos, pues no hemos sido capaces de llegar a ninguna conclusión. ¿Podría, por favor, volver a escribirla? 

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Las reseñas son a los libros de poemas lo que las cigüeñas a los campanarios: el pajarraco vil que viene a defecar junto a lo inmaculado de los tañidos.

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El punto cero de toda reseña es o debería ser el libro reseñado, pero hay reseñas, sobre todo aquellas redactadas con mayor devoción, que, obviando tal anclaje, se originan en sí mismas y desembocan en ninguna parte. 

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(Habla un poeta discreto.) Llevar años de paciente silencio, de callado sacrificio, de búsqueda mortificada... ¡para leer esto! 

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El poeta se levanta una mañana henchido de inspiración, infuso de gráciles volutas, etéreo como una golondrina, una golontrina, una golonbrisa. Se sienta en su escritorio y dice, ufano: ¡Hoy haré una reseña!

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¿Por qué se reseña un libro? ¿Qué hace que el ser humano, dotado de un destino casi equiparable al de los dioses, dijo Pico della Mirandola, qué hace que un semejante mío, un ser imbuido de alma y de razón, de cuerpo y sinrazón, de partículas mortales llamadas a la inmortalidad, escriba reseñas? ¿Qué? ¿Por qué?


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Le reseñaron un libro. Escribió otro. Se lo volvieron a reseñar. Volvió a escribir otro. Apareció de este último una infame reseña. Escribió un cuarto libro. Adivinen cómo se las ingenió para que no lo reseñara nadie.

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"Le monde est fait pour aboutir à un beau livre", dijo Mallarmé. Un traductor vertió: "El mundo existe para abatir a los libros". Y el reseñador: "Los libros se han convertido, según Mallarmé, en una perversión incalculable que amenaza con hacer desaparecer el mundo. O viceversa. Sin ir más lejos, Borges, en La biblioteca de Babel, sostiene que...". Etc. 


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Imagina un mundo en el que no existan las reseñas. Chulo, ¿verdad? Ahora imagina un mundo en el que a las reseñas se las lleve el viento. Una pasada, ¿no? Ahora imagina un viento que haga rodar reseñas por el mundo. Y pregúntate: ¿hay forma humana de librarse de ellas?

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Escribió un colofón en la última página del libro: "Ruego que este retoño de mi corazón, hijo de tantos días de penuria y embrutecimiento, no se convierta en carne de reseña. Imploro piedad. Prometo no escribir más, si es necesario."

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Reseñar se ha convertido, de un tiempo a esta parte, en una actividad muy poco seria. Se reseña para tener la conciencia tranquila o para deshacerse de la influencia nociva --o nocilla-- de un libro. Reseñar no debería ser eso. Reseñar tendría que ser como desaparecer para siempre dentro de un libro. Serse él, ea.

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Ahí es nada: su bibliografía activa contabiliza quinientas veinticuatro reseñas, de las cuales se sabe que cuatro son apócrifas, que seis fueron escritas con seudónimo por él mismo sobre libros de su propia autoría y que doscientas treinta y ocho versan sobre libros de sus maestros, condiscípulos, amigos y sucesores. En cuanto a su bibliografía pasiva, se han registrado trescientas setenta y siete reseñas, de las cuales tres son apócrifas, ocho, anónimas, seis fueron escritas con seudónimo por él mismo y ciento sesenta y seis son obra de sus maestros, condiscípulos, amigos y sucesores.

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¿Alguien se anima a reseñar este post? Venga, si está chupado...  

domingo, 23 de septiembre de 2018

LA GRAN MASCARADA DE ELAD LAROM


Fui esta tarde a la inauguración de Voodoo Child, la exposición del israelí Elad Larom que presenta la Agencia de Tránsitos Culturales. Uno de sus cuadros me hizo recordar la película Toni Erdmann, de Maren Ade. Un hombre escondido en un árbol. Un gigantón que camina como un niño. Alguien que ha hecho de la vida un circo permanente, un espectáculo de transformismo en el que no se sabe nunca cuándo se representa a sí mismo o qué representa en cada ocasión. La irreverencia como forma de vida que, finalmente, nos brinda el único acceso posible a la verdad más íntima de quienes nos rodean.
Más tarde, una media hora más tarde, asistí a una de esas escenas que se repiten en nuestra capital de provincias cada verano: el instante en el que uno de los jóvenes de una pandilla se quita la camiseta, se la ata a la cintura, y camina mostrando su torso bronceado y esculpido por varios meses de calistenia solar. Pensé en los opuestos que se contaminan: el cuerpo desnudo –basta con el torso para hacerse una idea de todo lo demás– frente al cuerpo cubierto por la naturaleza (un árbol, la piel de un oso, el Erdmann u hombre de tierra) o la cultura (máscaras rituales, religiosas, teatrales, circenses). Impugnaciones de la vestimenta al uso, de la grisura del traje o de las medianías del atuendo casual, el desnudo y la máscara proponen lecturas diferentes del cuerpo, tránsitos alucinados por la ciudad sacristía, y no es extraño así ver de pronto cómo esa pandilla que imaginamos oriunda de los cerros semiclandestinos se interna en el portal de un edificio recoleto de la parte noble de la ciudad, con un jardín al fondo y vistas sobre la bahía, mientras que los seres enmascarados de los cuadros de Elad Larom ocupan espacios irreconocibles, un permanente primer plano que los aleja de cualquier contexto y les permite ofrecernos de primera mano sus miradas alocadas, melancólicas, juguetonas, asombradas, pensativas o soñadoras. 

De todo hay aquí, lo mismo que la panoplia de máscaras es amplia y variada: las hay africanas, japonesas, carnavaleras, de indios norteamericanos, quizá hasta del remoto valle de Lötschental, pero también máscaras políticas como las que usan los manifestantes palestinos. Esta gran mascarada no tiene grandes pretensiones, lo que viene a ser otra de las virtudes de esta exposición: señalarnos que, de algún modo, somos mucho más de lo que creemos ser y que podríamos ser mucho más de lo que somos. Pero no, sin embargo, como de un tiempo a esta parte estamos acostumbrados a hacer, quiero decir escondiéndonos detrás de avatares o nicks, identidades virtuales o apodos digitales, perfiles falsos y la demás morralla cibernética que campa a sus anchas en los océanos de la red amenazando con devorar el mundo con grandes dosis de impostura y posverdad. No: lo que Larom propone es justamente lo contrario. Vestimentas que van a permitirnos acceder a una dimensión que no conocíamos y que, y esto es lo fundamental, van a hacer posible una conexión especial con los demás. Caretas capaces de destruir el malestar y la podredumbre producidos por las convenciones sociales, por la cadena de favores en que se ha convertido una buena cantidad de porciones de nuestra vida. Máscaras que nos transforman en iluminados, en desaparecidos, en activistas, en personajes fascinantes cuyo relato debe inventar cada espectador de esta exposición. Y que, de cara (o de máscara) a nuestros semejantes, nos desapropia de nuestras fatuidades, nos desdisfraza de nuestras rémoras. 
No sé nada de Elad Larom, no hablé con él esta tarde, no me detuve demasiado tiempo en la exposición, pues la noche era calurosa y apetecía salir para airearse entre los laureles de Indias, pero lo que vi fue suficiente para darme cuenta de que lo único que podemos aprender en este extraño tránsito de la vida es un nombre que desconocemos, un nombre que está escondido en lo más oculto de nosotros mismos y que sólo puede revelarse a través de la mirada y la complicidad de los demás, que sin embargo no basta. Nuestra vida transcurre en esa disyuntiva entre lo que somos y lo que podríamos ser, entre lo que no somos y lo que querríamos ser. 
Imagino que el vudú, como el kabuki, o como cualquier actividad profundamente transformadora, bien religiosa, bien estética o bien política (o todo ello a la vez), implica los procesos de desaparición, descubrimiento, nacimiento, muerte, resurrección. Al final de la película Historia del último crisantemo, de Kenji Mizoguchi, el protagonista, un actor de kabuki, ha descubierto, a través de la muerte y el sacrificio, un nuevo rostro que expone a la multitud que lo aclama. Es un rostro iluminado, sin máscara, desnudo, diríamos, más allá de la desnudez. Mudo pero elocuente.



* Elad Larom (Tel Aviv, 1976), Voodoo Child. Agencia de Tránsitos Culturales, Santa Cruz de Tenerife. Del 6 de septiembre al 20 de octubre de 2018.

viernes, 14 de septiembre de 2018

PODCAST DE LA CHARLA COLOQUIO "HABLANDO SOBRE LIBROS"

El pasado lunes 10 de septiembre tuvo lugar en el Craft Gastrobar Coffee de La Laguna, un lugar relativamente nuevo y muy acogedor, el segundo encuentro del ciclo "Hablando sobre libros", que coordina Luis Javier Capote Pérez, responsable de Radio Campus y de la ONG 'Hacer para el desarrollo'. En un ambiente distendido y junto a unos pocos amigos, que participaron en el coloquio con sus preguntas y aportaciones, tuve ocasión de hablar de un par de libros recientes, leer algún texto inédito --demasiado largo, me temo, y mal leído por culpa de unos brackets que acaban de colonizar mi dentadura-- y, sobre todo, pasar un rato muy agradable que ahora, gracias al podcast de Radio Campus que cuelgo aquí, me es grato compartir con los lectores de 'Travesías'.  

Charla coloquio "Hablando sobre libros", podcast de Radio Campus.

jueves, 19 de julio de 2018

EL TRADUCTOR

El traductor se despierta al amanecer. Va a hacer un buen día. El sol despunta sin una sola nube a su alrededor. Claridad. Luz sin ataduras. Calcinación de la materia para el renacimiento del espíritu. El traductor se prepara un café bien cargado. No desayuna, de momento, otra cosa, pues su sagrada labor debe comenzar en ayunas. “¿De qué lengua traduciré hoy?”, se pregunta. Repasa algunas de las menos frecuentes, con tradiciones poéticas sin duda valiosas pero poco conocidas en nuestro idioma. Romanche, galés, corso, esloveno, húngaro, bretón, gaélico, sami, letón, euskera. “Del letón”, dice. “Hoy voy a traducir del letón”. Consulta antologías de la poesía letona contemporánea. Lee a varios autores. Elige a Kārlis Blaumanis. Le seduce en sus poemas la irrupción de un mundo perdido, amado hasta la locura, en medio de la completa desesperación del presente. El traductor repasa su gramática letona. Incide sobre todo en los siete casos, especialmente en la sutil pero importante diferencia entre el instrumental y el locativo. Repasa también el vocabulario. Desempolva el refranero. Revisa sus conocimientos sobre la tradición poética letona, sobre la preceptiva métrica letona, sobre las figuras retóricas más frecuentes en la literatura letona. El sol se despereza. El mar resopla. Va a ser un día espléndido. Uno de esos días en los que cualquier texto que se traduzca reaparecerá mejorado en la lengua de llegada. Kārlis Blaumanis va a tener mucha suerte. ¿No dijo alguien que el mundo existe para desembocar en un poema y que todo poema existe para ser traducido? El traductor selecciona ocho textos de Blaumanis. Enviará sus traducciones a una revista argentina que las publicará en edición bilingüe, con notas al pie y con una breve introducción en la que el traductor resumirá la biografía del poeta y las características principales de su producción lírica. Al traductor le pagarán 8000 pesos argentinos por el trabajo, lo que no está nada mal en los tiempos que corren. El sol escala ya por el balcón. El cielo parece respirarlo y dejarse respirar. Los vencejos se desviven por anunciar la luz. Va a ser un día radiante, único, tal vez el más hermoso del verano. El traductor copia a mano los ocho poemas de Kārlis Blaumanis que va a traducir. Los lee varias veces. Se impregna de su sentido. Penetra entre las líneas. Se pierde en los paisajes de la lejana Letonia. En su pequeño territorio a caballo entre mundos contrapuestos. Se toma un segundo café. Siente un poco de hambre, pero se contiene. Esboza una versión de la primera estrofa de “Atmešana”, el primero de los poemas, que en español significa “El abandono”: “Sólo los que hemos atravesado la aurora de espaldas / sabemos hasta qué punto duele / llevar el corazón al otro lado del pecho / y no escuchar sino de lejos sus latidos.” La lee en voz alta. El resultado no le disgusta, pero hay algo que le rechina. No está seguro de haber conseguido reproducir la aliteración de las íes y úes letonas del primer verso mediante la de las aes españolas. Lee de nuevo el original: Tikai tie no mums, kas šķērsoja auroru mūsu mugurā. Corrige su traducción para incorporar otra a: “Tan sólo los que hemos atravesado la aurora de espaldas”. Ahora hay nueve aes por las diez íes y úes letonas, aunque haya tenido que añadir una sílaba. Retomará el verso más adelante. Se centra ahora en el último, donde la expresión “de lejos” no le termina de convencer. Ensaya: “y no escuchar sino a lo lejos sus latidos”. Esto se distancia un poco del original, pero mejora la prosodia castellana. Es verdad que parece como si ahora los latidos se produjeran fuera del cuerpo, y su sonido llegara desde allí al poeta que los escucha. En el original, sin embargo, los latidos (pārspēj) surgen de una parte del cuerpo a la que se le ha dado la espalda y por eso se escuchan lejanos, apagados. No importa. ¿No debe el auténtico traductor crear su propio poema a partir del original? Latidos provenientes de dentro o de fuera, en definitiva lo importante es que el poema que lean los lectores españoles, o argentinos, sea un buen poema, se parezca o no al escrito en su día por Blaumanis. Por cierto, ¿qué diría Kārlis Blaumanis, se pregunta el traductor, de este cielo que transpira, del mar desordenado allá abajo, del sol helénico cuya luz tamizada entre cortinas acaricia esta mesa en que sus poemas se transmutan y renacen? ¿Escribiría otra vez eso de “la aurora atravesada de espaldas”? “Vaya una manera de desdeñar la luz”, se dice el traductor, “por muy nórdico y letón que se sea”. Definitivamente, no entiende a los poetas que no se desnudan como neófitos para recibir la bendición de la caricia solar. Nunca los ha entendido, es más, los desprecia, por mucho que se vea obligado a traducirlos para revistas argentinas, bolivianas o españolas. “Sólo los que no nos hemos negado a sacrificar un pedazo de alma / en pro de la integridad del corazón / sabemos que los días no nos devolverán jamás / el recuerdo de aquellos a los que abandonamos”. “¿Esto es lo que dice literalmente el cretino de Blaumanis en la segunda estrofa?” Indignado, el traductor le da vueltas a lo que ha escrito. ¿Sacrificar un pedazo de alma no es sacrificar el alma entera? ¿Se puede salvar el corazón sacrificando el alma? ¿Qué empanada mental es esta? “O mis conocimientos de letón no son todo lo buenos que recordaba o este tipo se está contradiciendo”. Lo rehace: “Sólo los que no nos hemos negado a sacrificar el alma / para salvar la integridad del corazón / sabemos que los días no nos devolverán jamás / el recuerdo de aquellos que nos abandonaron”. Siguen pareciéndole unos versos romos, pero ahora al menos tienen sentido. Recuerda haber leído que en algún momento Blaumanis fue abandonado por su novia y que para combatir el dolor “decidió seguir amándola platónicamente para toda la vida”, según su biógrafo Arvis Menedis. ¿Pero no tenía otra forma de expresarlo? El traductor, que lleva ya más de una hora traduciendo estas dos primeras estrofas, decide hacer una pausa para desayunar. En la nevera encuentra huevos revueltos de la noche anterior, que se sirve en unas tostadas de pan integral. En este otro lado de la casa no hay tanta luz como en el despacho y el traductor aprovecha para intentar comprender mejor el mundo de Blaumanis, esas auroras atravesadas de espaldas, esas almas sacrificadas, esos latidos escuchados a lo lejos. Echa de menos los bosques, las estepas, las nubes de plomo, los obuses, los agridulces crepúsculos que asocia con Letonia. “Quizá debí de elegir a un poeta galés”, se dice. Acaso, en el fondo, lo que lamenta es que Kārlis Blaumanis se parezca demasiado a él, al traductor, y que al traducirlo no esté sino poniendo palabras a su propio vacío. Regresa a la zona noble de la casa. El sol está ahora justo delante de su cara, ya a una distancia inalcanzable para el mar. El sol lo mira y lo interpela. Es un rostro con el que, si se tuviera, podría intercambiarse luz. El traductor baja un poco la persiana, se concentra en la última estrofa. “Abandonar o ser abandonado es la clave de la vida, / al menos para quienes viven esperando / alcanzar la pureza que perdieron / a manos del dolor, en brazos del hastío.” Esto ya es demasiado. Las antologías describen a Kārlis Blaumanis como uno de los poetas letones contemporáneos más destacados, pero lo que ha traducido no pasa de ser cursilería en verso. “¿O será que no estoy captando todas las sutilezas?” Lo intenta de nuevo: “Abandonarse al abandono es el secreto de la vida, / al menos para quienes viven en la espera / de una transparencia que no fue nunca suya / en los tiempos de la desolación y del vacío”. No le disgusta esta nueva versión. “Va mejorando, ya lo creo”. La pasa a limpio. Al final, cuando haya traducido los ocho poemas, volverá a corregirla. Se prepara un tercer café. Son ya las once de la mañana. El sol es una gema que cuelga del cuello del cielo. Y el mar, un turbante de color índigo, sedoso. El traductor ya está preparado para abordar el segundo poema. Lo lee detenidamente, lo estudia. Cuando termine este día tan radiante y el sol haya vuelto a hundirse en el mar, convertido ya en un pozo de terrorífica negrura, el trabajo del día brillará en el cuaderno: ocho poemas de Kārlis Blaumanis traducidos por primera vez a nuestra lengua. Como si se les hubiera insuflado nueva luz. Una luz que ellos harán irradiar por el mundo.

sábado, 30 de junio de 2018

OJO AVIZOR

* Jesús Hernández Verano, Affatus. Exposición de la residencia artística Tarquis Robayna 2017. Museo de Bellas Artes de Santa Cruz de Tenerife. Del 1 de junio al 7 de julio de 2018.




Nada voy a decir sobre la ausencia. Querer hablar sobre lo que está atrapado en infinitas capas de silencio superpuestas solo puede ser obsceno o ridículo. Los patios de atrás, las losetas descoloridas, las fuentes secas, los codos y recodos del camino de los cuerpos tristes: emítanse ahí alaridos, derrámense lágrimas desde lagrimales sin ojos o hágase retumbar el eco por las cámaras que se encierran las unas en las otras; eso, solo eso o mándense a mudar calladitos y en fila india todos los que crean saber decir lo que aquí debe decirse, declamarse. Vates, críticos, artistas, comisarios: mutis por el foro. Pero volvamos al principio. Sacúdanse las palabras de las palabras mismas, lo mismo que los pigmentos, con los años, se sacudieron el polvo con capas sucesivas de parasitarios pigmentos. Espolvoréense aquí las palabras con el barniz más delicado y dígase algo como esto: pena más allá de la cual se abren todas las posibilidades, pasión destinada a que los cuerpos se exalten en su carne sufriente, gangrena de lo blanco contra las dentelladas del rojo desquiciado. Huesos, carne, brazos, nucas, ojos, lenguas, bocas, dedos, labios, dientes, pechos, manos, huesos, carne, brazos, nucas, ojos, lenguas. Descoyuntado, el cuerpo declaró no estar en condiciones de levantarse para saludar: si acaso, exigió que sus verdugos, una vez ejecutado el tormento, dejaran los maderos de la cruz apoyados contra el muro y transformaran sus maldiciones en cánticos, bañaran las llagas con sus lenguas de lobos destetados y formaran con la sangre recogida en tales libaciones un mísero arroyuelo que desembocara algún día en el estanque de las mitigaciones. Final, si lo hubo, que no satisfizo a ninguna de las partes, pues ni las llagas curaron ni los lobos fueron aplacados; ni, mucho menos, quedó mitigado lo que fuera que hubiera que mitigar en el estanque. Se creyó buena idea atenuar entonces la luz para que la mirada pudiera atravesar el paseo de la gloria sin ser fulminada. Venir a desvanecerse justo ahora, en este instante en que parecía superado el desafío, no parecía la mejor de las opciones para llegar intactos al final del suplicio. Y luego esto: yace un corazón partido en dos sobre una mesa a la que se sienta un joven soldado. Su víctima, otro joven soldado, yace en el suelo sin marca alguna de tortura. ¿Cómo pudo serle extraído el corazón? ¿Acaso va a comerse el soldado victorioso el corazón de su víctima? ¿Sobre qué más cabe meditar una vez que se ha cumplido en otro ser el destino de uno? Preguntas que inadvertidamente nos planteamos sin pretensión de contestar, pues lo importante aquí está en otra parte. Hay que tumbarse a escuchar en el suelo. O bien sentémonos o, incluso mejor, acostémonos boca abajo y dejemos que sobre nosotros se posen capas de tiempo, costras de revelación, paños de silencio, sábanas de olvido. Envolvámonos con ese sudario de todos los demonios durante el tiempo suficiente para expulsar de nosotros a los demonios de compacta osamenta. No se irán lejos, pero al menos nos dejarán por un tiempo solos con nuestros propios huesos, a los que podremos preguntarles a través de nuestra carne de seda qué esconden en sus médulas, qué hay más allá de sus formas sinuosas de uroboros siniestros. Callarán nuestros huesos, pero nos ofrecerán flores. Con estas flores, además de dejar por escrito que sean llevadas al pie de nuestras tumbas, traspasaremos el umbral. ¿Qué umbral? El que separa nuestro cuerpo mutilado de nuestro cuerpo inmutable. El que se abre entre las palabras y los vacíos infinitos. El que se interpone entre las sombras del deseo y los éxtasis de la carne. El umbral que está lejos de todo y solo cerca de sí mismo. Las flores son la clave, amigos. Y el ojo avizor. Sin ojo avizor no hay nada que hacer. Y aviso que sin nada que hacer no hay ojo avizor que valga. Si lo hay, y si no hay nada que hacer, basta con no hacer nada. Pues eso, no hacer nada, es lo que hacen las flores. Desaparecen de nuestra vista cuando las miramos. Se desdibujan y quedan impresas en el fondo de nuestros ojos. No de nuestro ojo avizor. Lo que está a la vista no significa otra cosa sino que va a desaparecer para que no sigamos mirándolo. Lo que no está a la vista encuentra su sentido en permanecer oculto para ser descubierto en el momento menos pensado. Dicen que hay precipicios donde crecen las flores para no ser vistas sino por las aves de paso.

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