sábado, 4 de abril de 2020

CARTAS ADOLESCENTES QUE ME QUEMARON EL ALMA

Si tuviera que hacer el recuento de los lugares más extraños donde he dormido –pero qué aburrido es hacer recuentos de lo que quiera que sea–, no podría olvidarme de la noche que dormí en el que era por entonces el dormitorio de dos de mis amigos de la infancia. Los hermanos se llevaban apenas un año entre ellos, y yo era un poco más joven que el mayor y un poco mayor que el pequeño. No es que hayamos dormido los tres en el mismo cuarto –eso hubiera dado para otro relato, pero tendría que inventarlo, y no tengo ahora mismo tiempo ni ganas de hacerlo–, sino que por alguna razón que no consigo recordar mis dos amigos estaban pasando una temporada fuera de casa, acaso porque era verano y estaban en la playa o quizá porque estaban quedándose en casa de sus abuelos para cedernos a nosotros, a mis padres, a mi hermana y a mí, el mayor espacio posible dentro de su casa. No recuerdo dónde durmió aquella noche mi hermana, ni dónde durmieron mis padres. Supongo que habría una tercera habitación, aparte del dormitorio de los padres de mis amigos, reservada para mis padres. Y es posible que hubiera incluso un cuarto dormitorio donde mi hermana pasó la noche, no recuerdo si sola o en compañía de la hermana menor de mis amigos, que era de la misma edad que la mía. Lo cierto es que en un momento determinado, cuando ya todos estaban durmiendo y cerré la puerta de aquel dormitorio con dos camas enteramente reservado para mí, en vez de acostarme tranquilamente a dormir, me dediqué a curiosear: abrí los armarios, me probé camisetas, toqué las cuerdas de una guitarra –pianissimo el rasgueo–, acaricié la piel rugosa de un balón de baloncesto, me demoré en las estatuillas de superhéroes que estaban repartidas sobre una cómoda. Por allí había de todo. Una vez explorado cada rincón de la habitación, e incluso el piso debajo de las camas, donde no había nada más que las pelusas de un gato que se habían llevado no sé si al salón o al dormitorio de los dueños de la casa, me senté en la cama arrimada a la ventana, que daba a un patio interior por el que se escuchaba regularmente el sonido de una cañería, como si los vecinos del edificio se hubieran puesto de acuerdo en ir al baño por la noche. Miré hacia la cómoda y descubrí que no había abierto la gaveta inferior. Me puse de rodillas y la abrí con sigilo, pues el silencio era ya profundo a esas horas y la gaveta chirriaba al ceder y apoyarse contra el suelo. Lo que allí me encontré irá siempre conmigo hasta el final de mis días. Dentro de una pequeña carpeta como las que se usaban para guardar postales o folios doblados a la mitad, había unas cartas. Muchas cartas recibidas por el hermano menor. Cartas de amor que varias novias le habían enviado en diferentes momentos de su corta vida. Tendríamos por entonces catorce, quince años a lo sumo. Yo era un gran lector de enciclopedias y de volúmenes abultados sobre psicoanálisis o antropología. Pero no sabía nada de la vida. Nunca había tenido novia –no sé si luego la tuve alguna vez– y aquel lenguaje era exótico para mí. Algunas de las cartas, apasionadas, revelaban una relación que se iniciaba, con toda la ingenuidad y la ilusión que el mutuo descubrimiento suponía; otras eran acaso declaraciones que no fueron atendidas; las había, posteriores, que contenían reproches, dudas, advertencias, reparos, pero seguían dejando entrever un amor aún no destruido, ese filo de la pasión que aún corta porque no se ha desgastado del todo; otras, en fin, eran de despedida, contenían adioses nostálgicos o airados, invitaciones a dejar este mundo o arrumacos a la desesperada para evitar la ruptura definitiva. Había cartas de varias novias, cada una con su letra esmerada o expeditiva, en distintos tipos de papel, dobladas de diferente modo, pero sin ordenar, sin agrupar en paquetitos atados con cordones, cartas de amor dispersas que podían, leídas al azar como lo hice aquella noche –y pasé la noche en vela leyéndolas todas–, conformar un collage o una panoplia de discursos amorosos que ya quisiera Barthes, mientras que yo, por entonces, todavía no había escuchado ni una sola palabra de amor dirigida a mi persona –algo que tardaría años en ocurrir–. Me miraba en aquellas cartas como en un espejo negro y lo que veía era el vacío de mi vida hasta entonces, mi absoluta inexistencia como adolescente, la sensación de que había estado perdiendo el tiempo, una especie de continente desconocido que aparecía en el horizonte y al que sabía que tardaría mucho en acercarme, pero que a partir de entonces no dejó de obsesionarme, de mortificarme, cartas guardadas como un tesoro de juventud que yo nunca podría mostrar un día a los amigos, cartas que no podría releer pasados los años como el testimonio del adolescente que no fui, cartas que no tendría para quemarlas el día que decidiera pasar definitivamente la página de un pasado convertido desde entonces en un rincón de humeante ceniza. Con el temor de no dejar las cartas en la misma posición en que las había encontrado, las volví a guardar, pero pensé que no había ningún orden y que posiblemente estaban guardadas allí sin que su destinatario se hubiera propuesto releerlas, pues andaría ya enamorado de otras chicas, viviendo un presente que yo tampoco podía emular porque para hacerlo necesitaba haber vivido un pasado del que había sido privado. A partir de aquella noche, quedó en mí, como una mala costumbre o un vicio secreto, un vicio que, sin embargo, yo intentaba justificarme a mí mismo por mi desmedida pasión por las ficciones de lo real, que, cada vez que dormía en casa de un amigo, si tenía ocasión, revolvía entre sus papeles en busca de cartas de amor, o no necesariamente de amor, como quien se asoma a la ventana a espiar a sus vecinos, pero sin prismáticos ni cámaras: todo filtrado por la inmaterialidad de la escritura. No siempre las circunstancias me permitían ser exhaustivo, pues mi amigo podía haber salido solo un rato, o llegar en cualquier momento, o bien porque algunas cartas, lo sospechaba, estaban guardadas bajo llave –hacía bien–, pero casi siempre podía hacerme una idea somera de cómo habían sido sus relaciones, al menos la parte del amor o la amistad contada por los otros, por las otras, novios o novias, amigos o amigas que habían dejado sus palabras expuestas al saqueo de mi mirada. Cada vez que lo hacía me arrepentía de ello, pero, como si fuese un cleptómano, no podía evitar absorber todas aquellas pasiones a flor de piel, todas aquellas confidencias y complicidades, como si leer esas cartas me permitiera revivirlas y como si revivirlas fuera lo que las cartas me exigían aunque luego tuviera que sufrir el peso conciencia. No siempre lo aliviaba algo que ocurría con relativa frecuencia: me encontraba cartas mías en aquella correspondencia, cartas que yo había enviado desde las distintas ciudades en las que había vivido ese futuro que entonces, en aquel cuarto de los quince años, no creí nunca que fuera a concedérseme y que ahora se había transformado en un pasado escrito en cartas guardadas que el invitado que yo era estaba profanando, una vez más, con su despreciable lectura. Convertido ya en un adulto más o menos experimentado –aunque siempre pensé que mi experiencia adolecía de torpeza, de escasez–, las cartas que leía en rapiñas silenciosas me permitían comparar la mezquindad de mis aventuras, si así podía llamarlas, con las ricas vidas –amorosas, intelectuales, creativas, viajeras– de mis anfitriones. Volvía siempre, de algún modo, a aquella escena inicial en el cuarto de mis dos amigos, al descubrimiento de que la adolescencia podía no ser únicamente la segunda parte de una infancia prolongada sino también los primeros y atrevidos pasos en el complejo mundo de los adultos: en la pasión, el deseo, la rabia, el desencanto, la nostalgia y la locura de amar y ser amado.

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NICOLÁS DORTA EN LOS 'DIÁLOGOS EN LA GRANJA'

 

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