Ninguna escritura planificada o previsible, ningún
discurso construido a partir de un plan fijo que se va completando con bloques
de enunciados dispuestos para la consecución de una estructura diseñada de
antemano tienen, digámoslo sin ambages, sentido o interés alguno. Así que
situémonos en medio de esta frase, quiero decir en medio de aquella calle de la
parte baja de la ciudad, cercana al puerto, o cercana a uno de sus límites —una
ciudad arrinconada, una ciudad contraída en la que las edificaciones empezaban
ya por entonces a escarbar los pies de las montañas circundantes para poder
expandirse—, dispongamos sin ninguna finalidad el movimiento de un cuerpo por
una de las aceras, por uno de los períodos de aquella frase o calle, y pensemos
por un momento, como lo pensaba aquel cuerpo, que no tenía, la calle, principio
ni fin, igual que, diría el lector, tampoco parece tenerlo —o parecía— esta
condenada frase. Pero los tiene, y los tenía: el principio era el barrio en el
que él vivía, el dueño de aquel cuerpo que ahora pronuncia estas frases, una
zona de la ciudad apartada del centro —aunque en las ciudades de juguete como
aquella todo está relativamente cerca del centro—, la zona de la ciudad,
además, en la que vivía casi toda su familia; y el final desembocaba en el
centro, en el remolino de calles por las que él deseaba —o había deseado alguna
vez— perderse. No sabemos si ahora va hacia el centro o si regresa de él. No
nos importa tanto si ha cumplido ya su deseo o si aún está este royendo su
interior. A quién pueden importarle las ensoñaciones raquíticas de un muchacho
de provincias, sus ganas de comprobar si en uno de los más raros escaparates
del barrio comercial sigue estando el dios hindú de los múltiples brazos o si la
rancia filatelia no ha vendido todavía el álbum de sellos ecuatoguineanos que
tanto le gustan. Lo que ahora nos importa, o puede quizá importarnos a unos pocos, y
lo que nos retiene en la frase que acaba de empezar, es su andadura, sus
distraídos andares —los de él, los de la frase— , la dinámica marcha de un muchacho que atraviesa la calle de
la Rosa —démosle este nombre que tal vez coincida con un nombre real— como si
la llevara inscrita en sus pasos. Allí están los comercios que conoce desde
niño, la zapatería en la que probablemente su madre le compró sus primeros
zapatos, la heladería en la que casi siempre se detiene a beber una leche
merengada, la papelería en la que rebusca hasta encontrar algún cuaderno que
luego utiliza para borronear azorados versículos, la mercería, que es para él
casi una casa mágica en la que brotan de los estantes los hilos multicolores
que todo son capaces de unirlo como las sephirot
de los cabalistas a los que le ha dado por leer. Pero esta vez no se detiene,
no se detendrá en ningún comercio. No se lo permitiremos. Continuará su ruta
abstraído, pensando en los palacios de las potencias celestiales, encajando
vanamente las huellas de sus pasos con las de arcángeles perdidos en los
pasillos de la luz. Ve rostros, incluso rostros que le resultan familiares,
saluda con un gesto de las cejas a alguna amiga de su madre, a algún conocido
del barrio, pero no se detiene a hablar con nadie, continúa caminando como si lo hiciera en una cinta automática en sentido contrario, como si, a pesar de mover las
piernas con agilidad, no pudiera avanzar y debiera permanecer indefinidamente
en esa calle que recuerda a una frase prisionera de sus propias palabras. La
calle de la libertad es al mismo tiempo la calle que lo ha encarcelado. Y es
que, tal vez, la libertad con la que sueña, con la que sale de su casa cada
tarde, no es más que la libertad de estar prisionero en esa calle del lenguaje,
entre los rótulos desgastados de inmemoriales comercios, en el flujo que
distribuye bocacalles en dirección a la costa o a los montes, prisionero en su
propia memoria de esa misma calle en la que pasea del brazo de su abuela que ya
ha muerto y la acompaña a comprar unas telas baratas para hacerse un vestido.
Infame y putrefacta es la escritura que teje el discurso de lo consabido,
infames y putrefactas todas estas frases si no son capaces de esquivarse a
sí mismas para desembocar en la muda raíz de lo decible y trazar, desde allí,
un dibujo nuevo que las desdiga o las borre. La imagen de la calle brota en la
memoria del cuerpo que la escribe como el señuelo de algo que aún está por
decirse. Como en la imagen cabalística de las aguas maternales, hay en el
subsuelo de esta calle, de esta frase, un flujo que desconoce su propio
significado pero orienta de modo misterioso los pasos, las palabras, hacia
algún comienzo o final también desconocidos. En medio de la calle el muchacho
se detiene. Ha escuchado su nombre. Alguien lo llama desde fuera o desde dentro
de su mente —y casi viene a ser lo mismo para él. Sobre qué va a responderle
tratarían las frases que habrían de suceder a esta que, sin embargo, es la
última de un discurso sin fin.
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