viernes, 9 de diciembre de 2011

FRASES DE LA CIUDAD ARRINCONADA

Ninguna escritura planificada o previsible, ningún discurso construido a partir de un plan fijo que se va completando con bloques de enunciados dispuestos para la consecución de una estructura diseñada de antemano tienen, digámoslo sin ambages, sentido o interés alguno. Así que situémonos en medio de esta frase, quiero decir en medio de aquella calle de la parte baja de la ciudad, cercana al puerto, o cercana a uno de sus límites —una ciudad arrinconada, una ciudad contraída en la que las edificaciones empezaban ya por entonces a escarbar los pies de las montañas circundantes para poder expandirse—, dispongamos sin ninguna finalidad el movimiento de un cuerpo por una de las aceras, por uno de los períodos de aquella frase o calle, y pensemos por un momento, como lo pensaba aquel cuerpo, que no tenía, la calle, principio ni fin, igual que, diría el lector, tampoco parece tenerlo —o parecía— esta condenada frase. Pero los tiene, y los tenía: el principio era el barrio en el que él vivía, el dueño de aquel cuerpo que ahora pronuncia estas frases, una zona de la ciudad apartada del centro —aunque en las ciudades de juguete como aquella todo está relativamente cerca del centro—, la zona de la ciudad, además, en la que vivía casi toda su familia; y el final desembocaba en el centro, en el remolino de calles por las que él deseaba —o había deseado alguna vez— perderse. No sabemos si ahora va hacia el centro o si regresa de él. No nos importa tanto si ha cumplido ya su deseo o si aún está este royendo su interior. A quién pueden importarle las ensoñaciones raquíticas de un muchacho de provincias, sus ganas de comprobar si en uno de los más raros escaparates del barrio comercial sigue estando el dios hindú de los múltiples brazos o si la rancia filatelia no ha vendido todavía el álbum de sellos ecuatoguineanos que tanto le gustan. Lo que ahora nos importa, o puede quizá importarnos a unos pocos, y lo que nos retiene en la frase que acaba de empezar, es su andadura, sus distraídos andares los de él, los de la frase , la dinámica marcha de un muchacho que atraviesa la calle de la Rosa —démosle este nombre que tal vez coincida con un nombre real— como si la llevara inscrita en sus pasos. Allí están los comercios que conoce desde niño, la zapatería en la que probablemente su madre le compró sus primeros zapatos, la heladería en la que casi siempre se detiene a beber una leche merengada, la papelería en la que rebusca hasta encontrar algún cuaderno que luego utiliza para borronear azorados versículos, la mercería, que es para él casi una casa mágica en la que brotan de los estantes los hilos multicolores que todo son capaces de unirlo como las sephirot de los cabalistas a los que le ha dado por leer. Pero esta vez no se detiene, no se detendrá en ningún comercio. No se lo permitiremos. Continuará su ruta abstraído, pensando en los palacios de las potencias celestiales, encajando vanamente las huellas de sus pasos con las de arcángeles perdidos en los pasillos de la luz. Ve rostros, incluso rostros que le resultan familiares, saluda con un gesto de las cejas a alguna amiga de su madre, a algún conocido del barrio, pero no se detiene a hablar con nadie, continúa caminando como si lo hiciera en una cinta automática en sentido contrario, como si, a pesar de mover las piernas con agilidad, no pudiera avanzar y debiera permanecer indefinidamente en esa calle que recuerda a una frase prisionera de sus propias palabras. La calle de la libertad es al mismo tiempo la calle que lo ha encarcelado. Y es que, tal vez, la libertad con la que sueña, con la que sale de su casa cada tarde, no es más que la libertad de estar prisionero en esa calle del lenguaje, entre los rótulos desgastados de inmemoriales comercios, en el flujo que distribuye bocacalles en dirección a la costa o a los montes, prisionero en su propia memoria de esa misma calle en la que pasea del brazo de su abuela que ya ha muerto y la acompaña a comprar unas telas baratas para hacerse un vestido. Infame y putrefacta es la escritura que teje el discurso de lo consabido, infames y putrefactas todas estas frases si no son capaces de esquivarse a sí mismas para desembocar en la muda raíz de lo decible y trazar, desde allí, un dibujo nuevo que las desdiga o las borre. La imagen de la calle brota en la memoria del cuerpo que la escribe como el señuelo de algo que aún está por decirse. Como en la imagen cabalística de las aguas maternales, hay en el subsuelo de esta calle, de esta frase, un flujo que desconoce su propio significado pero orienta de modo misterioso los pasos, las palabras, hacia algún comienzo o final también desconocidos. En medio de la calle el muchacho se detiene. Ha escuchado su nombre. Alguien lo llama desde fuera o desde dentro de su mente —y casi viene a ser lo mismo para él. Sobre qué va a responderle tratarían las frases que habrían de suceder a esta que, sin embargo, es la última de un discurso sin fin.

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