In memoriam Diego de Alcalá Fernández Martín
No voy a poder, me digo. Una y otra vez me repito que no voy a poder escribir nada sobre ti. Para qué, me digo, si tú no vas a poder leerlo ni escucharlo. Si quedará resonando unos segundos en el aire de esta iglesia o en la memoria de quienes han venido hasta aquí a desearte buen viaje y luego será olvidado y se esfumará para siempre. ¿O no? Quién sabe. Tú paseabas obstinadamente por las calles de tu infancia sin olvidarla nunca del todo. ¿Acaso es sólo nuestra infancia lo que nunca olvidamos? En tu infancia estaban los padres cariñosos o severos, las noches de frescor marino o de calor africano junto a la ventana, las lecciones y los castigos en escuelas perdidas en calles que tal vez ya no existen, las hermanas, sus trajes pobres, la pobreza toda de la casa familiar, pero pobreza de infancia de posguerra soportada con dignidad y con honradez. Todo eso se enredaba entre tus pasos mientras caminabas. La infancia que está siempre ahí, en algún lugar del corazón. Voy pudiendo. Fíjate. Dejo que también mi memoria viaje hasta la infancia en que estás tú, tú y tu taller de imprenta donde aprendí cómo se confeccionan los libros, tú y tu parque lleno de recovecos y secretos y anécdotas, tú y tus cuadros de pintor intuitivo e inconstante. Escribir es esto: convocar las imágenes que han estado siempre ahí y parecían olvidadas. Pero es difícil el trabajo del funámbulo cuando tiene que cruzar de un lado a otro por una cuerda que limita a un lado con la memoria y al otro con la tristeza. Tío, tío, qué extraña suena esta palabra ahora que no hay ya un nombre que añadirle o ahora que el nombre es ya tan sólo una cáscara vacía. Tío, tío, tío, suena como una llamada, como el canto de un pájaro hambriento, tío, tío, tío, como un quejido inútil. Tus pasos no cruzaban sólo las calles de tu infancia: también te recuerdo en la azotea de aquella casa junto al parque, inmensa para mi mirada de niño, en la que tu hijo había construido un palomar que a su muerte quedó abandonado. En aquella azotea, por mucho que brillara el sol, había siempre un agujero oscuro que empezaba y acababa en tus ojos. Yo lo veía y nada podía hacer por ayudarte. Llevabas dentro la muerte de quien había sido carne de tu carne, te era imposible olvidar una y otra vez que allí, en aquel momento, hubiera debido estar acompañándonos él, tu hijo sonriente y solar, tu hijo arrebatado por la muerte cuando tenía tan sólo diecinueve años. Te llenaste de su muerte y minuto tras minuto, hora tras hora, día tras día, mes tras mes y año tras año arrastrabas tus pies al borde del abismo. En cambio, tú no nos regalabas sino ternura, ternura solitaria, calma tensa, amor desamparado. Yo me sentaba a veces a hablar contigo: en un banco del parque, en la terraza de un café, en el sofá de tu casa. El niño o el adolescente que yo era absorbía tus palabras que hablaban de mundos extraviados, continentes más allá del océano, personajes perdidos en el laberinto de la ciudad o del tiempo. Denunciabas injusticias, proponías recambios para tanta estupidez, tanta maldad como veías circular a tu alrededor. Creías en un mundo mejor, mucho mejor que aquel en el que vivías. Míranos ahora. No puedes, ya lo sé. Pero míranos, inténtalo al menos: aquí seguimos, casi nada ha cambiado, la mano del poderoso sigue oprimiendo la nuca del débil. Estamos llenos de barro y de inmundicia porque no somos sino barro e inmundicia. Todos somos Adán, Eva o Caín arrastrando el barro de su cuerpo más allá de las puertas del paraíso, dejándose tentar por la serpiente de la envidia, de la avaricia y del odio o levantando la mano para matar a su propio hermano. Es una suerte que vivieras pobre porque, si no, ya estaríamos despedazándonos por poseer tus riquezas. La ceniza en que te has convertido no puede ya escuchar, por suerte, las palpitaciones que en nuestro corazón despiertan la codicia o la ira. La ceniza que hemos depositado en la tumba junto a los huesos de tus padres y de tu hijo no se removerá cuando aquí, sobre la tierra, no sean la solidaridad ni la inocencia las que guíen nuestros pasos. Pero tú, que no tenías pelos en la lengua, nos hubieras preguntado para qué, para qué tanta codicia, tanto afán, tanta rapiña, si polvo somos y en polvo nos convertiremos. Un polvo que a veces se enamora, es cierto, hubieras añadido recordado a Quevedo. Un puro polvo somos que a veces se estremece en un relámpago de amor. Eso es lo único importante, nos hubieras dicho: el amor que sintamos de verdad hacia alguien. Voy a detenerme aquí. No sé si lo he logrado. Intentaba recordarte, pero tal vez los recuerdos no pueden compartirse. Cada uno de nosotros tiene su propio tesoro de recuerdos de ti. Ojalá que a cada uno lo ilumine ese tesoro siempre en la dirección que tú hubieras deseado: la del amor, la de la justicia y la del desprendimiento. Así seguirás vivo en nuestro corazón. Hasta siempre, tío. Hasta siempre, Diego.
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