sábado, 27 de julio de 2013

EL CAMINO DEL VALLE


Aquel era un cementerio que no invitaba a entrar, ante el que uno prefería detenerse y pasear su vista  Cementerio de Bellavista lo llaman─ en círculo alrededor de las montañas, un cementerio al que los familiares de los muertos acudían solo unos minutos para depositar tímidamente unas flores, unas flores compradas al florero apostado al pie de la carretera de acceso, ni siquiera en la puerta del cementerio sino a unos cuantos cientos de metros de él, como si no fuera lícito o conveniente permanecer mucho tiempo junto a las tumbas ─tumbas que no eran más que nichos arracimados en filas horizontales y verticales a lo largo de muros blancos, inhóspitos. Mientras caminaba, por primera vez en mi vida, por aquella carretera, veía bajar a los coches que acababan de subir, esta vez ya sin los escuálidos ramos de flores depositados, imaginaba, como una exhalación en los floreros pasmados frente a las lápidas. Del aparcamiento del cementerio salían a toda prisa los coches de los visitantes que habían cumplido con las flores y, quizá, con el rezo de una breve e insípida oración. No tengo a nadie aquí, me dije. Nunca tendré a nadie aquí. No volveré a pasar tal vez nunca más por aquí, frente a este cementerio que ha otorgado a sus muertos la mejor de las vistas, eterna pero inútil, sobre el valle, el mar y las montañas. La carretera bordeaba el cementerio, de muros elevados como para que ningún muerto escapase, muros de los que asomaban unas gárgolas destinadas quizá a conducir supuraciones póstumas, sudores de cadáveres, hieles de dudosa resurrección. Continuaba la carretera por la parte posterior del cementerio y se internaba por entre los recovecos de los montes, por lo que a partir de ahí recibía el nombre de camino del valle. Un cadáver de lagartija bizcochado, cuya cabeza se desprendió cuando intenté moverlo con un pie; otro de rana aplastado contra el asfalto; otro, en la cuneta, de un perro peludo que desprendía un fuerte olor a putrefacción; un último cadáver, más adelante, de una rata, en medio de la carretera, cuya sangre reciente era libada por un enjambre de moscas insaciables: esa fue la compañía que salió a recibirme al principio del camino del valle. La muerte se expone aquí sin tapujos, sale al paso como un aviso para el caminante, la muerte seca o la muerte candente, la muerte que aplasta o la muerte que acuna, la muerte que achicharra o la muerte que desangra. Camino por entre recovecos plagados de muerte. Muerte  que avanza a la vista de muertes precedentes, muerte que aprende de otras muertes el estricto resultado de la muerte: una lámina, un bizcocho, un revoltijo, una pelambrera oculta entre las zarzas. Y los nichos, ya dejados atrás, como un torpe subterfugio, el más patente testimonio de nuestra incapacidad de concebir la muerte como lo que es: como una inmovilidad, una absoluta disponibilidad final, una confusión o comunión con lo que nos rodea, la sequedad definitiva. Viajeros, ustedes que algún día tomarán este perdido camino del valle: sepan que proseguí, que no me detuve al borde del camino porque aún no había llegado mi hora. El sol de un sábado del mes de julio en aquel valle del norte de la isla no era mi enemigo y calentaba sin excesos mi mejilla, mi sien, mi oreja y mi brazo derechos. Era casi mediodía. Caminaba hacia el norte. Racimos de uvas agraces resplandecían en las laderas cubiertas de viñedos. Daban ganas de probar esa amargura, ese sinsabor de lo que aún no está resuelto, de lo que, por su propia inmadurez, tiene acaso la virtud de curar la amargura, el sinsabor de lo demasiado maduro. Casas desperdigadas, ocultas entre las arboledas, perdidas en los confines de las montañas, solitarias. Un caballo que miró, un perro que ladró, un gato que dormitaba, burros que comían en un improvisado alpendre: esa fue la compañía que salió a despedirme al final del camino del valle. Ustedes están vivos, no saben que por aquí ronda la muerte, que bajo este sol engañoso se esconde una zarpa inexorable. Ustedes, perros, lagartos, golondrinas, burros, cernícalos, palomas, gatos, caballos, muchachos que pintaban la azotea de una de las casas como si fueran a tirarse sin querer desde ella, ustedes no imaginan cuánto cuesta sobrevivir, hasta qué punto el sol nos ilumina, libera nuestras vidas y nos salva en la medida en que solo vivamos el presente, este instante de aquí junto al abismo de todos los cadáveres. En una de esas casas soñó anoche quizá un campesino el mismo sueño que yo, un sueño en el que todo volvía a ser como era antes o incluso mejor. El camino del valle continúa internándose entre los recovecos de los montes, traza un semicírculo para que podamos darle la espalda al sol y nos devuelve al principio, al lugar en el que el florero, al pie de la carretera, vende unas flores mustias que muy poco les importan a los muertos.

                                                                                                                     (Tegueste)
         

sábado, 6 de julio de 2013

REGRESO A LA CIUDAD QUE ME VIO NACER


Parecíamos habernos desentendido de todo esto y resulta que ahora, de nuevo, circulan las palabras. Punto en boca. ¿Qué es lo que quieres decir? ¿Acabas de empezar y ya te estás conteniendo? También circulan de nuevo los cuerpos, cuerpos como alfanjes engrasados en la madrugada, cuerpos como panoplias desencajadas cuyos miembros, solidarios, tiran los unos de los otros y todos al mismo tiempo de la nada que llevan a cuestas. Un sueño tuve anoche. Alcancé a escuchar que decía frente a una puerta siempre esas puertas en atroces sucesiones de pasillos anónimos, ¡hasta cuándo estas absurdas obsesiones, mequetrefe! que no se preocuparan, que era yo quien se encargaba de recoger las copas en donde ustedes, los invitados, habían degustado las natillas de leche de camella. Espinas de alfonsinos preparados a la espalda y devorados como por gatos hambrientos desde hacía varios días colgaban de las paredes señalando el camino hacia la habitación definitiva. Creo que estábamos en el museo militar y que el lugar en el que iba a cumplirse nuestra condena era el salón de actos. La puerta de entrada, cuyo umbral flanqueaban dos obuses, hervía de invitados a una charla en la que participarían dos eminentes escritores capitalinos. Uno de ellos hablaría de los personajes de sus novelas, todos ellos excluidos de la sociedad por uno u otro motivo: “los excluidos”, como los definió luego el autor. Gente que frecuentaba cafetines sórdidos y casas de lenocinio y que al filo de la madrugada aparecía por los alrededores del mercado en busca de un último whisky aguado con el que apagar las penas finales. Mientras todo esto se desarrollaba en la voz cavernosa, certera, mordaz del creador de “los excluidos”, unas gruesas gotas de agua espesa como saliva me caían sobre los brazos procedentes del aparato de aire acondicionado que, situado justo encima de mí, al final del salón, no era capaz de refrescar el ambiente si no era mediante ese goteo salivoso minuciosamente vertido sobre el oyente concreto que estuviera sentado bajo él, en aquel caso yo. Era algo así como la venganza de Nelson, la saliva refrigerada de Nelson que maldecía desde ultratumba y por toda la eternidad a los pobladores de la ciudad que se atrevió a arrancarle uno de sus brazos, era acaso la supuración gelatinosa del muñón del brazo derecho del almirante Nelson lo que estaba cayendo sobre mí. ¿Y yo qué se supone que debía hacer entonces: lamerme las gotas para aplacar la ira del insigne marino o arremeter contra el capitán general, allí presente para recibir no sé qué título honorífico, por no haber echado mano de la última partida presupuestaria enviada por el ministerio de defensa con el fin de arreglar aquel maldito aparato de aire acondicionado? La catadura moral, no voy a quedarme sin decirlo, de muchos de nuestros militares y escritores es más que dudosa. Se escudan en la tradición para justificar cualquier cosa. Y son capaces de vender toda una sarta de mediocridades bajo la excusa de que continúan y dialogan con la línea principal de la literatura insular. ¡Farsantes! En el museo militar se dijo también lo escuché en un corrillo de arquitectos que se reunió al final del acto frente a una gigantesca maqueta de la ciudad, puerto y plaza de glorioso pasado que era una pena que se hubieran perdido todas las fortalezas, que apenas quedaran, y ni siquiera completos, uno o dos de los castillos que siglos atrás proliferaban en la costa y constituían uno de nuestros orgullos principales y nada menos que la fuente y el origen de nuestra identidad inalterada. Como se leía en un panel explicativo, las “derrotas infringidas” (sic) a numerosos corsarios y almirantes extranjeros por parte de nuestras tropas apostadas en esas fortalezas habían conseguido defender la ciudad y mantenerla fiel a la corona española. ¡Manda cojones! Aquí la devastación se convierte en relumbre. La carnicería se denomina defensa. Las matanzas se transforman en orgullo insular. A los cañones se los llama tigres. Las banderas ensangrentadas ondean al viento en una mañana luminosa en la que el rojo de la sangre se confunde con el resplandor de la canícula. ¡Embaucadores! Camino como a ciegas por las calles de la ciudad que me vio nacer. No veo nada, es solo ella la que vio, la que ve y la que verá, de ella son los ojos que en cada esquina se abren para ver y decir qué es lo que hay que ver en lo visible y qué es lo que no debe verse en lo invisible o al contrario. Voy caminando y lo único que me libera de esa mirada impuesta es el olor, el olor de lo que lleva muerto muchos años y resurge para no sé qué, ¿para qué puede resurgir lo que lleva años muerto y enterrado? Cuerpos como enredaderas en un balcón con la fresquita, cuerpos que en una azotea, fuera de cualquier mirada pero expuestos al olfato de quien todo lo huele, se desnudan, se trenzan, se desatan, convulsos, vuelven a anudarse y difunden sobre la ciudad un perfume de piel sedienta, de mucosa voraz. El “joven muerto” de un poema en el que se lo menciona quizá demasiado a la ligera regresa a través de los patios interiores, de los patinillos, de las azoteas montadas unas sobre otras, de los cables y las antenas que desgarran la noche como un dolor que no deja nunca de manar. Regresa quizá como un fantasma de carne no sé si perfumada o viscosa con el que hablo después de dormir unos minutos en una casa que no me pertenece. Me sale al paso en la escalera y hablamos sobre su padre muerto, me pregunta por qué yo sigo viviendo, qué pacto he firmado para sobrevivir a tantos de los míos. Yo le respondo señalándole una mancha que acaba de aflorar en mi lengua y a la que he dado en llamar “punto en boca”. Esa mancha me salva. Esa mancha, que mancha todo lo que digo, que mancha el aire que respiro y la comida que como y las palabras que formo con la saliva sobrante, es mi amuleto de la suerte. Con los amigos, en callejones sudorosos, junto a nidos de cucarachas, en las noches de bochorno de esta ciudad que no se dejó vencer, comparto a veces un gin-tónic mientras, en la mesa de al lado, unos gitanos rumanos beben unas litronas gigantescas que los hacen vociferar como si estuvieran en medio de la estepa. Mientras no nos quiten las ramblas ni la estatua del caudillo rodeada de una fuente en la que derramar al final de la noche los residuos corporales producto del gin-tónic, mientras no nos retiren la plaza de toros que nos recuerda al pasar la distancia que media entre quienes pasamos ahora y quienes hace veinte años pasaron junto a ella, mientras ningún alcalde menudo ni malpuesto nos birle el revoltijo de árboles al que todo el mundo llama parque y que nos permite escondernos para inhalar los miasmas prohibidos de esta noche voraz de aniversario y regreso: mientras nada de eso nos sea retirado, nosotros seguiremos viniendo a contarnos las marranadas con que nos regala la vida, los juicios sumariales que nos imponen a diario instancias sobrehumanas y los acertijos en que nos hemos convertido para nosotros mismos. Seremos, lo sabemos, contumaces. Seremos implacables. Luego, una vez cumplido el ritual de degeneración, nos marcharemos. Eres, ciudad, nuestro vomitadero, eres el lavadero para nuestros culos siempre sucios, eres la morgue en donde nuestros cadáveres son acicalados para que estén presentables de cara a su próxima función, eres el sumidero de nuestros sueños, el campo, poblado de espantapájaros, de nuestra juventud, eres el prostíbulo de nuestra madurez, el pozo negro de nuestros negros destinos, el estercolero de todas nuestras miserias. Nos necesitas y te necesitamos. No hay entre nosotros ni una pizca de amor. Tampoco una pizca de odio. Un día, dentro de muchos años, volveremos aquí como marineros llegados de puertos lejanos, nadie nos reconocerá, visitaremos las capillas desacralizadas de los que habían sido nuestros cultos, cantaremos canciones cuyas letras estuvimos a punto de olvidar y nos internaremos por un callejón en el que unos desconocidos nos apuñalarán o nos golpearán con bates de béisbol. En ese mismo instante, al tiempo que la eternidad, comenzará quizás el amor.       

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