Cuando Israel salía en peregrinación, [los sacerdotes] enrollaban para ellos la tienda que velaba al Santo de los Santos y les mostraban los querubines abrazados el uno al otro, y les decían: "Ved, vuestro amor de cara a Dios es como el amor del macho y de la hembra".
(Tratado Yoma' del Talmud babilónico)
No hará falta insistir en que todo comienza con una exposición intensa, más que intensa, ¿cómo decirlo?, arrolladora o brutal, a una presencia sin nombre. El paisaje es la luz sin horizontes, una luz prolongada como en un atardecer inacabable, en un instante sin término en el que la presencia se ofrece sin que seamos conscientes de que estamos allí, de que nosotros mismos somos la presencia y de que no nos distinguimos de esa luz que no emana de ningún lugar que no sean nuestros propios cuerpos inexistentes. Llamo exposición a ese instante en que estamos plenamente implicados, sin saberlo, en una realidad que nos supera y a la que ni en ese momento, por supuesto, ni después, ni nunca, podremos darle un nombre. La vigilancia, precisa, con que irán brotando luego las palabras pasará de puntillas, incauta e inexperta, junto al paisaje borrado, junto a las huellas del mundo del comienzo. Sin embargo, habrá nacido allí un deseo, un deseo que no existía entonces sino que brota de entonces, como una necesidad de recordar las exactas posiciones de los cuerpos, la quietud de las manos, la ansiedad de los ojos, la inadvertida caricia de los vientres casi unidos: arcángeles que se habrán olvidado de sí mismos y no se acordarán sino de un roce de labios, de una vaga sonrisa reflejada en los párpados. A ese deseo que allí habrá de surgir lo llamaré, quizá, impaciencia. Lo llamaré desventura o salvación. Porque, a pesar de haber nacido de la separación de los cuerpos, no busca ningún cuerpo en la oscuridad de los días, no se deshace en llantos para consolarse a sí mismo, sino que prosigue solo, como un desventurado, como quien se ha salvado sin saberlo, el camino de su desgracia. Le faltará tan solo escuchar los huesos imbricarse, percutir unos contra otros, pulverizarse hasta mezclar sus polvos respectivos cuando ya no haya medulas portadoras de sentido. Y yacer en la luz que todo lo emancipa porque todo lo borra. Y volver, acaso, una vez, una única vez, hasta el borde perdido del paisaje, hasta las lindes de todo, para vernos allí, desde muy lejos, arcángeles unidos en el olvido de amor.
"La luz que todo lo emancipa porque todo lo borra". Siempre aportando pistas, Rafa. Aunque yo sigo con la obsesión de que nada se borra, aunque se difumine o incluso se pierda en nuestra memoria.
ResponderBorrarUn abrazo
Gracias, Nico. No sé muy bien qué quise decir con esa frase. Ahora la releo y me cuesta entenderla: si todo queda emancipado, ¿cómo es que se borra? ¿Queda emancipado de su visibilidad, de su presencia, de su existencia o de qué? Un abrazo.
ResponderBorrarRafa, puede que la liberación esté en el borrado, como creen los budistas. Algo que a nosotros, enfermos de 'apego' (la mayor fuente de infelicidad, por más que nos duela asumirlo), nos sume en la pena y la zozobra. Pero acaso la vida sea un disquete grabado con datos de un disco duro que trasciende el espacio y el tiempo. Se borra el disquete, se pierde, se desintegra... pero el disco duro permanece.
ResponderBorrarLa cuestión entonces, querido Nico, sería descubrir dónde está alojado ese disco duro, quién lo formateó inicialmente, si su capacidad de perduración es infinita y si hay otros discos duros con informaciones distintas con los que pueda interactuar. Supongo que llevamos siglos intentando responder a estas preguntas y que no va a ser fácil que las respondamos, al menos próximamente. Un gran abrazo.
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