miércoles, 11 de mayo de 2016

CITA A CIEGAS


No es posible decir sino siempre lo mismo. Bajar por las mismas calles hasta llegar al mismo, contaminado borde. Al cada vez más contaminado borde. Calles ahora vacías –qué bien puede sonar este adjetivo, a veces– a las tres de la tarde. La hora intempestiva en la que todo el mundo está almorzando. Calles de la ciudad comercial, de la pequeña city de la capital de provincias. Calles cada vez más vacías desde que fueron peatonalizadas hace unos cuantos años para que los negocios no se vinieran abajo. Provistas de bancos de madera lustrosa para que, entre una y otra compra, los ciudadanos se tomen apaciblemente un helado. Bajar hasta aquí, dar un paseíto a las tres de la tarde, con la comida en la boca y el esmog en los ojos, parece un ejercicio favorable a la digestión, bueno para la circulación de la sangre. Salvo que, por enésima vez, haya sido usted, amigo, objeto de un error o de una broma. Error o broma que comienza cuando, del modo más ingenuo, entra usted en contacto –a través de una red social– con otro ser de su misma especie con el que se ha citado para pasar un rato agradable. Algo ligero, sin compromiso, una cita a ciegas que va a tener lugar en el apartamento de esa persona, sito en el número 18, puerta 2-B, de una conocida calle de la city. Por el camino, y a través de la misma red social, el sujeto le pregunta a usted algunos detalles referentes a sus preferencias lúdicas, tamaños de mano y pie, constitución y otras particularidades varias que usted, henchido en su vanidad por el inusitado encuentro que está a punto de darse, responde con relativa sinceridad. Lengüetadas, ocho pulgadas, fornido, ataduras, le va usted respondiendo a medida que baja por las calles de siempre hasta el borde de siempre, cada vez más contaminado –¿el borde?, ¿usted?–. Las respuestas van llegando ágiles hasta que en un abrir y cerrar de ojos se encuentra junto al número 22, junto al número 20, luego se suceden dos comercios cerrados, una esquina, el número 14. Retrocede. Vuelve a repasar los números: 14, dos comercios cerrados sin número ni portales de viviendas, luego el portal con el número 20, el número 22. Vaya, qué raro. “Oye, no encuentro el número 18 de la calle en cuestión”, informa usted a través de la red social. Enseguida le llega la respuesta: “Ok. Es que hay que entrar por dentro”. El hermético mensaje le hace llegar hasta la esquina, bordear uno de los comercios cerrados, situarse frente a un portal de la bocacalle con la esperanza, casi la seguridad, de que ese sea el número 18. Pero no: es el número 1 de una bocacalle sin nombre (cosa nada infrecuente en esta capital de provincias). Es decir, deduce, que los números 16 y 18, aunque no figuren con sus respectivas placas en las entradas, corresponden a los dos comercios cerrados que se encuentran entre los números 14 y 20. Parece no haber vuelta de hoja. Resulta entonces evidente que la indicación de la puerta 2-B no puede ser sino un error o una broma, pues en el número 18 no hay ningún edificio de viviendas sino un comercio de electrodomésticos cerrado en razón del descanso del mediodía que aún permanece vigente, puede que sin sentido, en nuestros horarios comerciales. Pero el enigmático “por dentro” de la respuesta recibida no deja de hacerle pensar: podría tratarse de uno de esos portales de doble numeración, es decir, que el número que figura como el 20 sea al mismo tiempo también el 18, aunque no figure por fuera la placa correspondiente a tal número y que por eso haya que entrar “por dentro”. Se acerca usted al portero automático del 20 y busca la puerta 2-B. Como es frecuente en estos edificios de la city, las dos primeras plantas aparecen enteramente dedicadas a oficinas comerciales para las que no figura ningún número de puerta, sino simplemente el nombre de la empresa y el botón en el que debe pulsarse. A partir de la tercera planta, sin embargo, sí que se leen nombres de particulares, no demasiado abundantes, entre numerosos cartelitos de empresas. Quién sabe si uno de esos nombres no podría ser el del sujeto al que busca, si es que tal sujeto existe, en el caso improbable de que se hubiera equivocado al indicarle piso y puerta. No se atreve a tocar en ninguna de las viviendas. Mira a través del cristal de la puerta y lo que ve es el típico zaguán en penumbra con un pasillo largo y un par de peldaños que llevan al ascensor, situado a la derecha. Se vuelve hacia la calle. Una de esas calles en las que antiguamente podía ocurrir de todo, populosas calles del puerto de su infancia, con oficinas a las que acompañaba a su madre para la resolución de algún trámite, oficinas en las que ante un mostrador de caoba un anciano repasa unas facturas, unos bultos –quizá de camino hacia la aduana– se asoman apilados entre los estantes, un incómodo sofá sufre sus juegos de niño solitario. Tiene el móvil en la mano y, cuando quiere mandar un nuevo mensaje a su interlocutor, algo así como un último aviso en medio del naufragio, se da cuenta de que la conversación ya no existe, no puede usted acceder a los mensajes porque ha sido bloqueado –algo que puede hacerse en esa red social, y quizá por eso tiene tanto éxito hoy en día: al bloquear desaparecen todos los mensajes, las fotos intercambiadas, cualquier rastro de aquellos a quienes se ha bloqueado–. Busca una vez más los mensajes intercambiados, por si se hubiera equivocado, pero no: ya no están ahí, es como si esa conversación no hubiera tenido lugar, todo sacado del levísimo espacio en que flotaba con el simple objetivo de obtener un cuerpo a cuerpo, un vis a vis, una cita sin compromiso. Ni siquiera maldice usted al sujeto, de qué serviría: para maldecir a alguien hay que conocer su nombre o tener en la mente por lo menos su rostro. Tampoco mira hacia las ventanas de los edificios que le rodean, en la calle vacía: aunque, lo sabe, desde una de ellas podría estar mirándolo ese cobarde. Vuelve sobre sus pasos y regresa a su casa. Pero antes de llegar, entra en una cafetería: toda la ciudad parece estar reunida allí para aprovechar el módico menú. En el bullicio, que no deja de ser el bullicio de siempre, se desvanece todo asomo de rabia. Se suma usted allí al dislate, olvida todo esto, lo escribe.    


jueves, 14 de abril de 2016

MIRADOR DE ZAPATA

El otro día fui a dar un paseo por el bosque. Un paseo en coche –si puede decirse así– por la carretera que cruza ese bosque. Es curioso: hacía muchos años que no había conducido por esa carretera que, sin embargo, no está demasiado lejos de la casa de mis padres, adonde voy con frecuencia. Me doy cuenta de que he evitado sistemáticamente el desvío que conduce a ese bosque, aunque lo he visto muchas veces de lejos, cada vez que he pasado por la carretera principal, y me he acordado de algunas de las cosas que, años atrás, me ocurrieron allí –me he acordado incluso de que, según pienso a veces, otras muchas cayeron en el olvido, no quizá de un modo irrecuperable, pero sí dejando un hueco que sólo podría cubrirse, he llegado a creer, tal vez sin razón, yendo a aquellos lugares, recorriéndolos de nuevo minuciosamente. No sé por qué decidí el otro día tomar el desvío que conduce a ese bosque. Mientras conducía, me sorprendían los colores, las franjas de colores transparentes que atravesaban los cristales del coche a medida que me adentraba carretera arriba (se trata de un bosque, añadiré, que es lo que aquí llamamos un monte, es decir, una montaña no muy alta cubierta de laurisilva: por eso el paseo era una especie de ascenso). La sucesión de los colores translúcidos, como notas visuales en el pentagrama de cristal, hacía que el bosque se volviera casi intangible y que, a pesar de la claridad que reinaba aquel día, un sábado de mediados de abril, yo me sintiera incorporado a cierta irrealidad, al incorpóreo temblor de todo lo que es frágil: las ramas proyectaban su dudosa luz sobre las lunas, una luz que en realidad se colaba entre las ramas pero que estas parecían ayudar a filtrarse, una luz, más bien, que parecía generarse en el propio cristal impalpable que me separaba del mundo, ¿o acaso se producía en las propias retinas, o en el interior de los párpados, o en el centro de los ojos, o, si no, en qué lugar encerrado en el interior del cerebro, esa luz en astillas, esa música en colores? Durante todo el camino iba pensando en un lugar que recordaba más o menos bien, pese a haberlo visitado en una sola ocasión: un mirador, bastante amplio, construido en una curva, con vistas a buena parte del valle y delimitado por unas gruesas barandas de piedra sobre las que, muchos años atrás, yo me había sentado junto a alguien durante cerca de una hora para llegar a la conclusión de que nuestra relación no tenía sentido. Conclusión a la que, por cierto, no tardamos demasiado en llegar, pero que parecíamos retardar mientras nos recreábamos en el paisaje: y es que aquellos instantes nos invitaban, de algún modo, a seguir engañándonos durante un tiempo, mientras estuviéramos allí, fingiendo que nuestras sonrisas eran auténticas, que algún deseo quedaba aún en el fondo de los cuerpos y que lo que había nacido como hechizo no estaba a punto de terminar convertido en hastío. Recordaba la posición del cuerpo con el que conversaba, su postura frente al paisaje, y creía recordar casi el propio paisaje –un cielo descomunal entre los pinos– que servía de fondo a aquel patético diálogo. Recordaba aquel cuerpo ancho, vigoroso, de poca estatura pero bien proporcionado. Y me acordaba también perfectamente del rostro, muy bello, un rostro de ojos rasgados, de nariz pequeña y recta, de pelo muy negro corto, lacio, un rostro unido al cuerpo por un cuello no muy largo al que daban siempre ganas de tener sujeto entre las manos. No sé por qué nos habíamos detenido precisamente allí, ni siquiera lo que hacíamos en aquel bosque, aunque creo recordar que aquel día, posiblemente un domingo, habíamos desistido de ir a la playa por un cambio brusco del tiempo. Identifiqué enseguida el mirador en cuanto entré en la curva: estaba igual a como lo recordaba, sólo que en aquella ocasión no había nadie aparte de nosotros dos, ni recuerdo que parara nadie allí en el tiempo que estuvimos, mientras que ahora había un ciclista, un joven de unos veinte años que se había detenido allí a reparar fuerzas. Me bajé del coche: parecía un sonámbulo, entrecerraba los ojos más por la fuerte claridad que porque creyera poder así reconocer nada de otro tiempo. Me acerqué a la baranda de piedra, rugosa. Los pinos se balanceaban como seguramente lo habían hecho allí siempre que una brisa los mecía. Lo que yo buscaba con los ojos no estaba ante los ojos. O, más bien, los ojos no servían para buscar lo que buscaba. Debía entrenar otros sentidos, aprender a escuchar ciertos sonidos, volver a descubrir tactos olvidados, perfumes, contraluces. Veinticinco años atrás, casi como en otra vida, todo había sido muy distinto: se podía entonces conversar sobre una relación que se termina, se podía estar una hora hablando con palabras banales de los temas más ligeros sin que hubiera ninguna necesidad de apresurarse, pues no íbamos entonces hacia ninguna parte, no precisábamos de autorizaciones ni admitíamos premuras, no nos sentíamos varados en un extremo de la vida desde el que, como ocurre tanto ahora, se ven las cosas cubiertas de una capa de impostura o, si no, de un resquemor de desencanto. Las palabras exactas no lograba recordarlas, no recordaba ni siquiera cuáles habían sido las últimas, las palabras definitivas de aquella relación, pero qué importaba ahora eso si el mirador, la vida, seguían estando ahí veinticinco años después, no intactos, aunque parecieran no haber cambiado mucho, sino disponibles, es decir, un mirador en el que un ciclista podía detenerse a descansar, al que un señor de cuarenta y cinco años podía llegar con su coche para contemplar por no mucho tiempo uno de los paisajes de su juventud. Lo curioso es que el pasado, aquella juventud ociosa, vaporosa y perdida, tuviera más consistencia, más brillo o, cómo decirlo, más realidad que aquel presente del que nada podría decirse porque carecía de todo interés. Un ciclista que se detiene a descansar en un mirador solitario y que apenas se fija en el señor de mediana edad que se baja del coche y contempla el paisaje, ¿qué interés puede tener esto? Y, sin embargo, bajo esta escena sin consistencia, anodina, hay toda una trama, otras vidas trenzadas bajo esas vidas que coinciden por azar unos instantes en el bosque. Un subsuelo minucioso y casi del todo olvidado. Capas de claridades que el tiempo ha ido apagando. Sonrisas desenfadadas que ocultaban adioses. Pensé, creo, que de alguna manera el mirador era un memorial de miradas, un lugar al que podía ir siempre que quisiera verme, vernos del otro lado de la vida. Un lugar que existía para eso y que probablemente no fallaría nunca.     

sábado, 26 de marzo de 2016

LOS PALILLOS

A usted –a usted, que quiere cambiar de vida− se le caen al suelo todos los palillos contenidos en una cajita de plástico provista de un agujero en la parte superior –un agujero de diámetro un poco mayor al de un palillo, diseñado para poder extraer a través de él, con sólo invertir la cajita mediante un giro de muñeca, un palillo cada vez−, una de esas cajitas de plástico transparentes formadas por dos concavidades simétricas que encajan la una en la otra sin que haya necesidad de cierre alguno; usted –usted, que desea cambiar de vida y se desespera últimamente porque no lo consigue− se queda perplejo al ver cómo se le desparraman por el suelo de la cocina de la casa de sus padres todos los palillos −¿cuántos?, ¿acaso unos cien?– que contiene la cajita, cuyas dos partes simétricas, desencajadas tras la caída, vienen casualmente a situarse cada una a un lado distinto del conjunto desordenado −¿azaroso?− que forman los palillos desparramados por el suelo; a usted –y a usted esto le resulta meridianamente claro− le parece que se hace necesario recoger enseguida los palillos, que se le han caído –aunque esto apenas carezca de importancia− cuando iba a retirar de uno de los armarios de la cocina el paquete de los sobres de sacarina –con la intención, lo que también carece apenas de importancia− de endulzar un café con leche que acababa de prepararse; a usted –a usted, cuyos deseos de cambiar de vida se topan una y otra vez con hábitos malsanos instalados en su vida de manera aparentemente cerril e inexorable− no le parece oportuno que los palillos esparcidos por el suelo de la cocina de la casa de sus padres permanezcan en ese lugar ni siquiera los cinco minutos que tardaría en endulzar su café con leche, esperar un poco a que se enfriara y tomárselo de un par de sorbos; a usted –a usted, que sigue perplejo por lo sucedido– le parece que sería obsceno, improcedente, estúpido o patético –aunque usted no se dice ninguna de estas palabras sino una especie de combinación inexistente y, por tanto, inefable de todas ellas− dejar que los palillos permanezcan desparramados por el suelo sin que usted mueva un dedo para recogerlos, y esto a pesar de que hacerlo de forma inmediata no es algo que, según cualquier planteamiento lógico, fuera a dotar de mayor sentido a la realidad en la que usted se encuentra desde hace tiempo hundido o ni siquiera pudiera conseguir –ese acto de recoger los palillos inmediatamente que usted considera imprescindible− que usted vaya a sentirse mejor en este mundo algo que, lo tiene usted más que comprobado, no hay nada en este mundo que pueda conseguir; usted –usted, que sabe o intuye todas estas cosas se agacha entonces, se pone de cuclillas y contempla por unos segundos el pequeño estropicio cometido por el desliz involuntario de uno de sus dedos, esa ínfima hecatombe frente a la que usted, sin embargo, tiene que resolverse a actuar como si se encontrara ante un momento peliagudo de su vida; usted –usted, que acababa de pensar unos minutos antes que su vida era como un círculo sin salida posible, sin ninguna abertura por la que escapar, un círculo vicioso, en el más amplio y más literal sentido de la palabra− piensa por un instante que, de pronto, no ha sido sólo un palillo el que se ha escapado de la cajita que lo encerraba –de esa cajita, insistamos, provista de un agujerito especialmente pensado para extraer por él uno a uno los palillos−, sino que han sido todos a la vez los que han abandonado la posición vertical, rígida, idéntica y apretada en que se encontraban dentro de la cajita y se han liberado, por decirlo así, para adoptar cada uno una posición singular, imprevisible, independiente de la de los demás, una posición horizontal y libérrima en su atrevida dispersión por el suelo; a usted –a usted, que no tiene ni idea de cómo puede hacer para cambiar de vida–, le urge planificar ahora el acto de recogida de los palillos desparramados, por lo que lo primero que hace, y hace bien, es recuperar una de las dos partes de la cajita, no la que está dotada del agujerito de diámetro un poco mayor al de un palillo, sino la otra, la parte inferior, colocarla sobre la mesa de la cocina y comprobar que no se ha roto con la caída; a usted –a usted, que ahora mismo está concentrado en esta actividad anodina sin saber que quizá se encuentra ante un momento decisivo para su vida– se le plantea entonces la inquietante cuestión de cómo recoger los palillos, es decir, de decidir entre agarrar varios a la vez, todos los que le quepan entre los dedos, o hacerlo de uno en uno; a usted –a usted, que es la primera vez que se encuentra ante esta disyuntiva– le parece, por supuesto, que sería mucho más rápido, más eficaz y económico, recogerlos de cuatro o cinco veces, como a paladas –o a manotazos, más bien–, pero se le ocurre, de pronto, que lo que procede, sin que sepa muy bien por qué, es recogerlos de uno en uno, como si los recogiera con pinzas –pinzas formadas por los dedos índice y pulgar de su mano derecha; a usted –a usted, que tiene ya el primer palillo atrapado en sus dedos y sabe que la vida no es en el fondo un círculo del que no se pueda escapar por ninguna abertura, aunque casi siempre pueda parecérnoslo− se le plantea ahora la segunda y determinante cuestión, que no es otra que la de cómo devolver los palillos a su cajita de plástico; a usted –a usted, tan perspicaz en todo lo que no atañe a su propia vida− se le ocurre que lo mejor sería ir disponiéndolos en la parte inferior de la cajita que ya tiene colocada sobre la mesa para, una vez que estén todos reunidos allí, cerrar la cajita con la parte superior, provista, como cualquier lector atento tendría ya que saber, de un agujerito diseñado para extraerlos uno a uno; a usted, sin embargo –a usted, que empieza a pensar que la única manera de cambiar de vida es entregarse a la locura−, le viene entonces la idea de que el proceso debe hacerse a la inversa: cerrar primero la cajita, contemplarla un instante en su esplendor vacío, en esa imprevista posibilidad de permanecer desalojada por un tiempo breve y a la vez infinito, y empezar luego a introducir uno a uno, por el agujerito pensado para extraerlos uno a uno, los palillos; usted –usted, que empieza a darse cuenta de que ha perdido completamente el juicio y, sin embargo, se siente extrañamente feliz y complacido− se dispone, por tanto, a introducir uno a uno los palillos por el agujerito diseñado para extraerlos uno a uno hasta que, en algún momento, sin que usted sepa cuándo ni tan siquiera le importe, la caja estará llena y usted regresará a su vida de siempre después de haber cambiado su vida.  

lunes, 21 de marzo de 2016

LA LLUVIA (O EN LA PENSIÓN)

Lo veía todo borroso.

Orinaba espeso.

En algún lugar por encima de la habitación alguien martilleaba sin parar.

Me veía verme detrás de la ventana, como si el reflejo que de mí se proyectaba por fuera no fuese el reflejo de mí, sino el de alguien que estuviera viéndome verme.

La columna plantada en medio de la habitación: un monolito, un punzón, una estaca a punto de clavarse en lo que quedaba del cuerpo.

Dejé las gafas sobre la mesa y supe que la miopía --su manquedad de visión-- me acompañaría siempre.

No saldré de este cuarto hasta que no deje de llover.

Orinaba algo parecido a una flema que ardía.

Ido, estaba ido. Me había ido de mí mismo. Ido a dónde.

Por la noche apagaba la luz y cruzaba como un ciego una habitación que no terminaba nunca.

Alongaba las manos y tanteaba la columna para saber si de momento no chocaría con ninguna pared.

Me estaba reponiendo. Sentía acalambrados los dedos de los pies. Bebía agua cada quince minutos.

La ventana del cuarto daba a un patio de vecinos. Evitaba asomarme a esa ventana.

Al tercer día, por el motivo que fuera, aún no habían hecho la habitación. Las sábanas, las toallas, el lavabo, las mesas de noche, la bañera, el wáter, el suelo y el bidé seguían conservando los restos depositados en ellos por los cuerpos.

Cae ahora una lluvia que desquicia, una de esas lluvias que conducen a la locura o al suicidio. Yo espero aquí a que amaine.

Tumbado de costado en la cama.

Verlo todo borroso es el camino para verlo todo por fuera del dolor.

No estoy aquí porque lo haya elegido. No estoy aquí porque sepa el porqué. Estoy aquí porque no lo he elegido y porque no sé el porqué.

La lluvia se ha vuelto ahora más amable, quizá porque ya no cae con tanta compulsión. Cae como si estuviera a punto de dejar de caer. 

La lluvia cae detrás de las paredes.

Llegan clientes nuevos. Se oye el timbre. Ruido de maletas por los pasillos. Conversaciones en el vestíbulo. Puertas que se abren.

Todo pasa de largo.

Bebo un agua que casi cuesta tragar. 

La lluvia cae ahora dentro del armario. 

Esta noche, cuando la pensión esté en silencio, apagaré la luz, cruzaré la habitación a ciegas y me esconderé en el armario. 

Allí me acurrucaré al calor de la lluvia.

Estas pensiones que hace unos años eran sórdidas son ahora más cómodas y limpias. Menos propicias a las correrías por los pasillos.

El cubo de la basura rebosa de desperdicios: trozos de papel higiénico, bolsas de pan, cáscaras de mandarinas. Nadie lo vacía. 

Ya no llueve. La lluvia está escondida dentro del armario.

Hay un silencio denso en los pasillos. Aquí, en la habitación, lo único que se oye es el borboteo de la calefacción y mi voz mientras grabo estas líneas.

La lluvia se ha dormido. Yo sigo despierto.

Lo que orino no sé ya cómo se llama.

Creo que tampoco sé ya caminar en la oscuridad y que si lo intentara acabaría tropezando con la dichosa columna.

Tengo en mi cabeza los mapas de algunas pensiones donde he estado, pero de esta, en la que estuve hace muchos años, no guardo memoria.

La lluvia se despierta. Orino a ciegas. Me recuesto y uno en mi mente los dos repiqueteos.

Desvanecerse así, como el sonido de lo que se dice al oído de uno mismo.

Ahora lo que se oye es extraño, no ya la lluvia en su continuidad, en su insistencia, sino en su enfermedad, en su síncope. Una lluvia casi sin vida.

Me he dormido dentro del armario y sueño que me he dormido dentro del armario.




lunes, 29 de febrero de 2016

EL EXTRARRADIO DE LOS HUESOS TRISTES


No irás nunca, me dijo, al extrarradio de los huesos tristes. Ese lugar en donde el sol amanece a duras penas, en donde los perros andan sueltos con correas prestadas, en donde en los jardines comunitarios las colillas permanecen ardiendo varios minutos después de haber sido tiradas. Allí donde los pasillos de las urbanizaciones están decorados con marinas de colores chillones y donde en las salas, al atardecer, grandes cuadros enmarcados con marcos grasientos revelan la imposible conjunción de verdad e impostura. No irás nunca, me dijo, a un lugar que está señalado con los huesos de los padres muertos antes de tiempo, de todos aquellos que abandonaron a quienes querían porque la vida era más imperiosa que el mismísimo amor. Ese lugar en donde los huesos de los hijos yacen en la inclemencia de tumbas abiertas en medio de los caminos; ese lugar donde las madres fuman y afirman haber olvidado hace mucho tiempo el rostro de sus hijos disuelto en la niebla de las madrugadas alcohólicas. Digo que no irás nunca allí, nunca a ese lugar de perdición y de ausencia, a ese extrarradio de los huesos tristes. Para llegar allí tendrías que atravesar casi de borde a borde la isla entera, introducirte por laberintos de plataneras y adosados, hollar los terraplenes donde aparcan por la noche los clientes de las casas de citas y aparcar junto a jardineras abonadas con desperdicios. Los jóvenes buscan allí entre la basura los anillos de latón de compromisos inciertos. Se los ve por la tarde, en camisetas de asillas, revolviendo entre los restos oxidados de electrodomésticos, tubos de escape y tejados de uralita. Para qué vas a ir allí, ¿para asistir a las bodas de la podredumbre con la gracia, a la gran ceremonia de apertura del club de los devastados, al extraordinario palique del nota con el nota, a la petanca junto a los bancos del no parque, al farfulleo del bar en el que se reúnen los domingos los farloperos que la noche anterior se despacharon a gusto con ucranianas recién llegadas por veinte euros la hora? La jarana que arman se escucha en todo el extrarradio. ¿Para qué vas a ir allí?, repitió. Restos de lo que nació como resto, desperdicio de lo que surgió ya perdido desde el principio, disolución de lo que nunca tuvo solución: así es todo allí, nunca lo olvides. Sólo los que allí viven no ven la descomposición, por lo que la única manera de luchar contra ella sería en el fondo haber nacido allí. Pero nacer allí no es algo que se elija y nunca lo conseguirías yendo allí. Hace falta ser uno de ellos, uno de esos padres que se descoyuntaron en medio del amor, una de esas madres que aullaron en la noche la vergüenza de tanto malparir, para estar por encima, como en una nube, o como en una alfombra voladora de hachís y de ácido, por encima, te digo, de la descomposición de todo. Entonces lo verías: mirarías hacia abajo y verías los complejos residenciales pintados de verde, las jardineras que alguna vez estuvieron plantadas con rosales, los no parques poblados de no columpios en los que juegan no niños transformados en parques poblados de columpios llenos de niños. Lo que se oye allí por las noches, continuó, nunca podrás imaginarlo. Te serán ahorrados los ruidos de los huesos que lloran. Te serán evitados el crujir de los amaneceres sangrientos, la pulpa de las paralíticas tardes, el estertor de las noches cancerosas. Ni por un instante podrías imaginar lo que viajar allí supondría para ti, recalcó. Aquello, el extrarradio de los huesos tristes, no es como uno de esos lugares a los que puedes ir sin consecuencia alguna. Tendrías que estar dispuesto a convertirte en algo distinto de lo que eres si quieres visitarlo. En algo parecido a la carroña. En algo similar a la peste. A la peste que serías para ti mismo y para los demás. 

viernes, 26 de febrero de 2016

LO AGAZAPADO

El edificio (si puede llamarse así) es idéntico al de hace unos treinta años y la psique que por sus pasillos transita es la misma de entonces, quizá un poco envejecida. (¿Envejece la psique? No digo el alma, ni el espíritu, ni el corazón, ni la mente: digo la psique.) El edificio es idéntico y no lo es, quiero decir que lo idéntico al otro es la sensación que desprende, los efluvios de abandono, de desamparo y de descuido con que la psique se empapa al atravesar el portal, el vestíbulo, los pasillos de las distintas plantas (¿cuántas plantas?: el número es siempre indefinido). Lo que diferencia a uno del otro, a aquel de hace treinta años de este de ahora, es su posición en el mapa (imaginario) de la ciudad (imaginaria), lo naciente de aquel y lo tardío de este, y algo vago que podría denominarse la extensión o el volumen de las proporciones entre la psique y el espacio, es decir (por probar otras palabras), el modo en que la psique se desenvuelve en el interior del edificio: en un caso, treinta años atrás, con resolución, con intenso deseo, con, diría, casi la lujuria de las primeras veces (que es, sin embargo, una lujuria siempre delicada y como aterida, tímida); y, en el otro, con el temor a lo lúgubre, con la tensión de saber que lo agazapado en la sombra se acerca implacable por mucho que se intente evitarlo. Esta cosa indefinida a que he llamado lo agazapado se manifiesta entonces (ahora) en forma de un personaje con capucha que esgrime una navaja y se la pone a la psique en el estómago. El personaje balbuce unas palabras que la psique no entiende, aprieta levemente la navaja en la boca del estómago (de la psique, téngase en cuenta) y parece implorar ansioso que se le entregue o confiese algo. Hay un momento confuso, un lapsus en la psique (o en el recuerdo que la psique tiene de sí misma), y a continuación el personaje encapuchado retira su navaja y sale corriendo en una dirección que puede ser tanto la de cualquiera de las otras plantas del edificio como la de la propia calle. La psique desconoce hacia dónde se dirige quien (llegó a pensar, es más, a sentir casi físicamente, si acaso puede hacerlo así una psique) estuvo a punto de clavarle la navaja en el estómago, y por este motivo se dirige al piso que ha estado ocupando durante el viaje a la ciudad desconocida (imaginaria, anónima) que da pie a este relato. Ese piso, cabe decirlo ahora, es un piso prestado, es el piso de alguien a quien la psique no recuerda, alguien próximo, un piso amplio y cómodo donde la psique lleva días instalada, un piso que la psique imagina (ahora) provisto de un dormitorio con una cama enorme cubierta por suaves edredones blanquísimos y grandes cristaleras tapizadas con las luces parpadeantes de una ciudad que no duerme nunca. Cuando la psique llega sudando al piso (su apuro es máximo, su corazón late acelerado), descubre que: 1) o bien se ha equivocado de piso, lo que perfectamente es posible, pues (piensa; ahora o entonces) no es descabellado que en su loca carrera se haya equivocado de planta (todas las plantas son iguales y, recordemos, su número es indefinido); 2) o bien el piso ha sido misteriosamente vaciado (¿por quién sino por la propia psique?, podría preguntarse) en el corto espacio de tiempo que ha transcurrido desde que salió de él hasta que, en una de las plantas, se encontró con el personaje encapuchado de la fría navaja. Lo cierto es que el piso resplandece impoluto, en toda su amplitud, y la psique, tras recorrerlo desesperada, vuelve a sentir temor, vuelve a sentirse amenazada por lo que antes llamamos lo agazapado y resuelve abandonar el piso, que ahora, por no tener, no tiene ni siquiera puertas, baja corriendo las escaleras (se escuchan sus jadeos, los jadeos de la psique asustada) y sale a la calle. En la primera parada de taxis que encuentra toma uno y le pide al taxista que la lleve a la discoteca entonces de moda (que la psique, no se sabe cómo, conoce perfectamente, es más, se trata al parecer de un recorrido que ha hecho ya otras veces en taxi). Sin embargo, el taxista parece haber elegido otro trayecto porque atraviesan avenidas junto a un río, puentes curvos de hormigón sobre otras avenidas y hasta vías de circunvalación que los llevan por una periferia cada vez más solitaria y hosca. En medio de esa carrera incierta aparece en el taxi un amigo de la psique que, no se sabe cómo ni por qué, ha decidido acompañarla en el asiento de atrás. La psique no se sorprende en absoluto (en estas ocasiones la psique no se sorprende nunca de nada y está dispuesta a aceptarlo todo como válido, normal, lógico y coherente). De pronto, el taxista se vuelve hacia la pareja de amigos y empieza a conversar con ellos sin atender a la conducción, pasan los minutos y el taxista sigue vuelto hacia los clientes sin que este hecho aparentemente insólito produzca accidente alguno. La psique, en su manía de explicarlo todo desde su particular punto de vista refractario al asombro, da en pensar que el taxista dispone de un espejo situado en la parte trasera del taxi que le permite conducir del modo más seguro vuelto hacia atrás (para facilitar así la charla y la cercanía con sus pasajeros, añade la psique sin ningún reparo). En algún momento llegan a las puertas de la discoteca de moda. En la entrada hay varios jóvenes repartiendo flayers. A uno de ellos la psique lo reconoce enseguida. No se trata de nadie que encaje en ese contexto en cuestión, pero esto a la psique le trae absolutamente al pairo. Lo saluda vehemente y poco después se encuentran ya en el interior de la discoteca, en un rincón apartado, al parecer junto a los servicios. El repartidor de flayers abraza apasionadamente a la psique, intenta besarla, la acaricia con ternura y le regala un colgante que parece de plata. La psique llora. (¿Puede llorar la psique?) Llora porque sabe que no puede ser verdad que eso le esté ocurriendo a ella en ese instante. Llora porque no puede aceptar las caricias, los besos, los abrazos que está recibiendo de alguien cuyo amor es para ella un amor prohibido. Llora porque en ese momento su felicidad desbordante no tiene otro lenguaje que el de las lágrimas. Llora de desesperación, de rabia, de amor y de tristeza. En este momento acaba el sueño y la psique regresa al estado de vigilia.

ENTRADA DESTACADA

UNA INCURSIÓN INVERNAL EN LA CASA DE CAMPO

Me encantó estar allí, era como estar escondido para que nadie me viera, pero sin que nadie me estuviera buscando, o al menos eso creía. ...

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