Ni yo mismo sabía si creía o no sus palabras. Por eso, tal vez, las hice mías, las interioricé para no tener que debatirme entre creerlas o rechazarlas. Me complace pensar que fue algo semejante a lo que hizo un profeta bíblico cuando se comió el libro sagrado: vencer la duda con la digestión, la reticencia con la incorporación. Fue entonces cuando empecé a decir yo también que mi cuerpo era frágil, que me quedaban pocos años de vida, que había sido operado varias veces del corazón, que cuando mi madre estaba embarazada de mí había recibido una patada en el estómago que me había causado una malformación coronaria, que había sido mi hermano, de cuatro años entonces, quien, sin querer, la había golpeado, que las crisis me sobrevenían como mareos tras los que perdía la conciencia, que quería con locura a mi hermano, que nunca había sentido dolor, que cada operación había sido más larga que la anterior y que, sabedor de que mi vida pendía siempre de un hilo, quería disfrutarla, vivirla plenamente y ser feliz. Parecía un discurso demasiado elaborado como para que lo hubiera inventado un niño de mi edad, de once o doce años por entonces. Lo cierto es que allí estaba: nunca lo había visto en el colegio por las mañanas, quizá solo venía a las clases de tenis de mesa por las tardes. Más que jugar, hablábamos, o él hablaba y yo lo escuchaba, siempre el mismo discurso, obsesivas variaciones sobre la fragilidad de su vida, sobre su traumática infancia plagada de hospitales y convalecencias. Es verdad que parecía frágil, al menos más frágil que yo. La raqueta, que apenas pesaba, se le caía con frecuencia de las manos. Perdía el equilibrio cuando algún golpe lo descolocaba. Las gafas se le resbalaban una y otra vez, a cada jugada, y con el índice de la mano libre les daba nerviosos golpecitos para subírselas. Aunque todos éramos allí principiantes, no lograba mantenerse en juego más de dos intercambios seguidos: al tercero lanzaba invariablemente la pelota a unos metros de la mesa, como si no fuera capaz de calcular la fuerza o el efecto precisos para situarla en el interior del pequeño cuadrilátero. ¿Por qué serán siempre verdes estas mesas?, me dijo un día en medio de un partido. ¿Y por qué serán siempre blancas las pelotas?, le respondí yo. Parecíamos dos extraterrestres en las instalaciones deportivas del colegio, dos seres destinados a una transfusión de palabras, de vidas inventadas o recreadas o acaso vividas, a un intercambio de golpes torpes, desenfocados por los gruesos cristales de nuestras gafas sabihondas. Después de un par de días no volvió a aparecer. Yo me mantuve en la escuela de tenis de mesa durante algunos años. Incluso llegué a competir, sin grandes triunfos, en algún campeonato. Alguien me dijo, mucho tiempo después, que aquel chico había muerto. No pude creerlo: yo seguía con vida.
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Y de alguna forma, una parte de ti se había perdido irremediablemente con el frágil y leve amigo. Un fuerte abrazo desde un raro y delicioso otoño estival en Tenerife.
ResponderBorrarSí, amigo Iván, como en una transfusión: pérdida y ganancia simultáneas. Disfruta de ese otoño insular. Aquí en Madrid se nos regala una porosa prolongación del verano: suave sol que invita a los paseos. Un abrazo.
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