miércoles, 31 de enero de 2024

EL PIONERO

En aquella época las llamadas internacionales eran tan caras que sólo podía hablar con mis padres una vez en semana. Así que fueron los años en los que, para bien o para mal, más separado estuve de ellos. Necesitaría un mapa para poder localizar algunos sitios determinantes en la vida que llevaba por entonces. Pero tendría que ser un mapa de aquella época, pues todo ha cambiado, han pasado muchos años, décadas incluso, y los mapas de ahora, imagino, no recogerán muchos de los lugares que me gustaría ubicar. Peluquerías, gimnasios, parques, discotecas, lagos, cafeterías, viviendas particulares. Sí, sé que los lagos no habrán cambiado de lugar; la mayoría de los parques, imagino, tampoco. Pero fueron tantas las transformaciones que la ciudad experimentó por aquellos años, y las posteriores, que un mapa actual apenas me ayudaría a encontrar los lugares que fueron determinantes para mí. Yo formaba parte de una de esas transformaciones, quizá invisibles o por lo menos poco relevantes para casi todo el mundo menos para los que la protagonizamos. Estoy hablando de la llegada de visitantes occidentales a un país que hasta poco tiempo antes había permanecido más o menos herméticamente aislado. Llegué a imaginar con frecuencia que mi llegada a la ciudad había sido la de uno de esos primeros pioneros: personas no sólo de otro país, sino de otra órbita, no únicamente hablantes de otra lengua, sino portadores de una mentalidad por completo distinta. Yo llegué en el coche de unos parientes lejanos que sin duda no habían visitado todavía aquellas ciudades recién incorporadas a su país, y ellos atravesaron las calles solitarias con alguna precaución, como si desde alguna ventana fueran a tirarles piedras a su vehículo occidental, como si nada más adentrarse en la periferia de la ciudad se supiera que habían llegado los primeros visitantes occidentales, y poco después, debido a tan acendrada precaución, mis parientes me dejaron en la dirección que me habían dado las personas que iban a contratarme, que era la dirección de una taberna. Yo entré allí con dos grandes maletas en las que llevaba libros y ropa, ropa y libros, mucha ropa de invierno y unos quince libros de autores y géneros variados que en los meses siguientes me servirían para permanecer en contacto con el mundo que había dejado atrás y, en ocasiones, para ampliar los horizontes de mi mundo hasta acceder a territorios inexplorados por mí. Pero no voy a entretenerme ahora contando las lecturas en las que anduve sumergido en las largas tardes invernales, pues eso no tiene ahora la más mínima importancia. Allí, en aquella taberna, que dudo que haya vuelto a visitar nunca después, me esperaba el ayudante del que iba a ser mi jefe. Creo que mi primer contacto con aquel nuevo país, con aquel nuevo mundo que estaba casi como antes de que hubiera comenzado a ser parte del nuestro, fue una cerveza bien fría, servida en un vaso de unos treinta centilitros, con la espuma rebajada, acompañada de una salchicha con mostaza y chucrut, en un ambiente de mesas apretadas en las que gente de mi edad o algo mayor que yo hablaba en voz muy baja, sin fijarse en el individuo extranjero que acababa de llegar con dos maletas que el ayudante de mi futuro jefe se encargó de colocar junto a la barra. Este local estaba situado en una callejuela muy estrecha por la que el coche de mis parientes había podido entrar no sin alguna dificultad. Y cuando me despedí de ellos se disolvió el último vínculo que me unía con el mundo del que provenía, no solamente porque, a pesar de ser parientes lejanos, eran los únicos que tenía en aquel lejano país, sino porque uno de ellos hablaba, aunque imperfectamente, mi mismo idioma, mientras que yo no hablaba casi ni una palabra del suyo. Por suerte, el ayudante de mi futuro jefe y no sé si también algunas de las personas que lo acompañaban, que no eran muchas y a las que ya no recuerdo en absoluto, también hablaban mi propio idioma y, pese a su carácter poco comunicativo, pude explicarles las vicisitudes del viaje, mis primeras impresiones en el país, mis intenciones para los próximos meses y quizá algo sobre las lecturas que había traído conmigo. Yo supe de entrada que no iba a darse ninguna amistad importante con ninguna de aquellas personas, ni siquiera con el ayudante del que iba a ser mi jefe, quien, pese a comportarse con completa corrección, no era la persona más indicada para ponerme en contacto con gente que pudiera estar dispuesta a establecer amistad con un extranjero que no hablaba su idioma. Se limitó a invitarme a aquella cerveza, o quizá fui yo quien los invitó a él y a las personas que lo acompañaban –fue algo que repetiría con frecuencia: invitaba compulsivamente porque era así como me habían educado, mientras que era muy raro que recibiera invitaciones de vuelta–, y luego fuimos hasta su coche, que tenía aparcado no muy lejos de allí, abrigados con chaquetones contra el frío extremo, y yo con la bufanda, que sería mi sempiterno complemento, enrollada en torno al cuello. Me condujo hasta la que sería a partir de entonces mi vivienda, una pequeña habitación en una residencia universitaria construida en una de las colinas que rodeaban la ciudad. Me ayudó a subir las maletas hasta el segundo piso y a llevarlas hasta la habitación cuyo número no recuerdo ahora aunque podría encontrarlo fácilmente en la correspondencia que recibí durante aquellos años. Recuerdo que cuando se marcharon coloqué las maletas junto al armario, salí al balcón y vi unos árboles que empezaban a florecer. Luego supe que eran manzanos, muchos manzanos repartidos por la colina. Desde aquel día lo considero el árbol más hermoso del mundo cuando florece. Frente a la oscuridad de un mediodía de invierno, el cielo gris plomizo sin el más mínimo rastro de luz solar, las flores de aquellos manzanos fueron mis primeras compañeras, las verdaderas anfitrionas de aquel extranjero que era yo en un lugar solitario, un mundo extraño que tardaría en conocer, una ciudad que fue siempre como una ficción para mí, una nueva vida en la que acabaría siendo otro, otro dispuesto a llegar al centro o misterio del que había sido hasta entonces. Sólo que a ese misterio sólo podía llegarse mediante la aniquilación de casi todo lo anterior.

 

 

lunes, 29 de enero de 2024

DIEZ RAFAEL-JOSÉ DÍAZ QUE NADIE DEBERÍA TENER COMO MASCOTAS

A la cucaracha Rafael-José Díaz su dueño, el poeta Mario Pérez Bautista, creía tenerla bien localizada. Solía salir de su escondrijo entre las nueve y las diez de la noche. Daba unas cuantas vueltas por el piso de la cocina. Le encantaba subir por el cristal del horno hasta que alcanzaba la vitrocerámica. Allí se recreaba un rato en los restos de aceite acumulados del día anterior. Era juguetona, silenciosa y escurridiza. Pasaba por detrás de todos los electrodomésticos colocados sobre el poyo, la máquina de café, la batidora, el hervidor de agua y la freidora, hasta que llegaba al fregadero y se bañaba las patas en el agua que brillaba sobre el metal. Se hubiera dicho que era una experta en desquiciar y en tomarle el pelo a cualquiera, pues, a pesar de recrear todas las noches el mismo recorrido, el poeta Mario Pérez Bautista nunca pudo saber dónde estaba exactamente ni qué iba a hacer a continuación. La cucaracha Rafael-José Díaz era un puñetero diablo.

En cuanto al músico Carlos Nigro, tenía desde hacía unos cuanto años un loro al que había bautizado Rafael-José Díaz. Le daba muy poco de comer, de hecho lo dejaba días hambriento hasta que el loro gritaba “¡Nigro, nigrum, noir, nero, negro, schwarz, chernyy, nigra”. Era un loro políglota que por saber sabía hasta esperanto. Un día los vecinos de Nigro avisaron a la Protectora de Animales, que acudió con un trabajador social, un veterinario y un agente de policía. Nigro, al abrirles, les dijo: “¿Para qué se supone que han venido ustedes?”. Ningún miembro de la comitiva le respondió. Levantaron acta de la situación, se llevaron por unos días al loro a la perrera –recibía este nombre, pero había allí todo tipo de mascotas– e indicaron a Nigro que debía firmar una declaración responsable por la que se obligaba a alimentar adecuadamente al loro Rafael-José Díaz si quería que le fuera devuelto en el plazo previsto por la ley. Nigro lo hizo, pues, aunque no le tenía demasiado aprecio al loro, lo necesitaba para su vida profesional. El gran secreto de su admiradísimo arte consistía en haber incorporado grabaciones de los sonidos emitidos por el loro Rafael-José Díaz a sus composiciones musicales. Nigro también había transcrito melodías, acordes, clústeres, disonancias y todo tipo de extraños timbres que aquel bendito loro tenía la capacidad de producir. Un día, mientras le estaba dando de comer, el loro Rafael-José Díaz le arrancó medio dedo meñique a Nigro, quien tiró al suelo la jaula y la pisoteó hasta que el loro acabó agonizando aplastado entre los hierros. A partir de aquel momento, la carrera musical de Carlos Nigro declinó.

Un día, mientras trasegaba en su estudio, la pintora Marta Ledesma Pardo se encontró una pitón aparentemente muerta. Alguien debía haberla soltado allí mientras la artista no estaba y la serpiente, probablemente, había desfallecido por falta de alimento. Marta Ledesma Pardo llamó a un veterinario de urgencia, quien inyectó al reptil un suero alimenticio que lo reconstituyó poco a poco. Su dictamen fue claro: si quiere conservar este animal, le dijo, debe comprar inmediatamente un terrario y tendrá que alimentarlo con pequeños mamíferos vivos varias veces al día. Marta Ledesma Pardo, que se sentía sola desde hacía mucho tiempo y llevaba años sin pintar, decidió conservar la pitón, a la que llamó Rafael-José Díaz. Su estado de ánimo cambió rápidamente. Volvió sentir ganas de crear. Observaba a la serpiente y se decía que no era tan sibilina como parecía. La serpiente la observaba con una mirada casi humana, como si quisiera hipnotizarla. Un día Marta Ledesma Pardo se sintió tan cómoda con aquel animal, tan confiada en su presencia, que decidió abrir el terrario. Pasaron varias semanas y nadie supo nada de la pintora, hasta que un día su galerista, que sabía que había vuelto a pintar, la visitó de improviso. No encontró ni rastro de la artista, pero en medio del salón había una serpiente enorme, gruesa, aparentemente muy bien alimentada.

Los novelistas Ulises Ortiz Prats y Eloy Rodríguez Mesa constituían una de las parejas con más glamur del medio literario nacional. Nadie sabía si escribían sus libros juntos, pero entre los dos llevaban ya publicadas unas veinte novelas de gran éxito. Sus temas solían abarcar el neogótico, el neoecothriller, el neorruralismo, la neocienciaficción y el neocostumbrismo. Vivían en una casa diseñada por un arquitecto de moda, primo hermano de Eloy Rodríguez Mesa y situada en la parte noble de la ciudad. Desde hacía unos cuatro años eran dueños del dóberman Rafael-José Díaz. Lo mostraban con orgullo a sus numerosas visitas, a quienes, a pesar de anunciarlo siempre con el consabido “no muerde”, no les desagradaba que llevara siempre puesto un bozal. Se decía que hacía unos dos años el dóberman Rafael-José Díaz le había mordido una pierna a la poeta Ainhara Torres Martínez, de visita junto con una amiga también poeta, y que de resultas de aquella mordida la pierna se le infectó, se le gangrenó y hubo que cortársela. La denuncia que interpuso contra los dueños del perro prosperó y estos tuvieron que indemnizarla con casi un millón de euros. Desde entonces, se habían visto obligados a llevar una vida más austera y, aunque habían logrado, con mucho sacrificio, conservar su casa, ya nada había vuelto a ser como antes. A partir de aquella desgracia, al dóberman Rafael-José Díaz lo exhibían siempre con bozal. Se lo quitaban cuando las visitas se iban. Se contaba que el perro dormía con ellos en la cama, pero al parecer, de momento, no los había atacado.  

Al poeta Leandro Gómez Montes de Oca le regalaron unos amigos una enorme pecera. Como su poesía era oscura, tenebrosa, lúgubre, decidió que no compraría peces de colores sino todo lo contrario: animales cacofónicos, ejemplares repelentes, especies malditas. Así, su acuario lucía bagres, anguilas, morenas, payaras, lucios, peces globo, peces sapo y… una piraña, la piraña Rafael-José Díaz. Este pez era para él la estrella del acuario. El poeta Leandro Gómez Montes de Oca, como queda dicho, practicaba una poesía tan siniestra, tan tétrica, que quienes lo leían o se volvían locos o practicaban la automutilación o terminaban suicidándose. El poeta pasaba buena parte de la tarde, todos los días, contemplando las evoluciones de la piraña Rafael-José Díaz, recreándose en cómo este terrible animal no dejaba títere con cabeza en la pecera: atacaba a los otros peces, les cercenaba aletas, les arrancaba ojos, les mordía las colas, los hería como por placer y muchas veces se los comía de un par de bocados. Cuando, llegada la noche, el acuario se sumía en la penumbra del salón, el poeta Leandro Gómez Montes de Oca se trasladaba a su despacho, abría una libreta y escribía un poema. Nadie conocía su secreto. Nadie sabía que toda la poesía de Leandro Gómez Montes de Oca era una transposición de las prácticas caníbales de la piraña Rafael-José Díaz.

Si no hubiera sido por sus padres, la bailarina Atenea Blanco Cortés sería hoy en día funcionaria de prisiones o conductora de autobuses. Procedente de una familia humilde, sus padres, sin embargo, habían sido en su juventud miembros de una comparsa del carnaval. Sabían ejecutar todo tipo de pasos de salsa, merengue, samba o bachata. Desde pequeña, la bailarina Atenea Blanco Cortés se acostumbró a acompañar a sus padres tanto a los ensayos como a los concursos y desfiles de comparsas. Un día, sin embargo, cuando ya era estudiante universitaria, viajó con unos amigos a la India. Allí, en una calle de Calcuta, vio un espectáculo de cobras amaestradas. Su fascinación con ese animal fue tal que cuando volvió al hotel se puso a imitar delante de un espejo los sinuosos movimientos que tanto la habían impactado. Al día siguiente volvió a la misma calle y preguntó dónde podía comprar una de aquellas cobras amaestradas. No fue fácil que consiguiera una, pero su gran empeño y varios cientos de dólares hicieron el milagro. Atenea Blanco Cortés compró también una flauta y aprendió a tocar los sonidos que servían para que la cobra ejecutara su danza. Cuando volvió a España, bautizó a la cobra como Rafael-José Díaz y comenzó a celebrar espectáculos en los que aparecía las dos, la cobra y ella, ejecutando los mismos movimientos. Un día la cobra Rafael-José Díaz, sin que se supiera el motivo, se lanzó contra el público y mordió al comisario de arte Pascual Jiménez Gil, quien murió casi en el acto. A día de hoy se desconoce el paradero de la cobra Rafael-José Díaz, pero una leyenda urbana reza que suele presentarse, sibilina, en todo tipo de espectáculos de danza.   

El poeta circense Tomás Yanes tenía amaestrados dos cuervos, el cuervo Nevermore y el cuervo Rafael-José Díaz. Había fundado el Cuervo Parque, un recinto circular en el que el público se sentaba alrededor de un minúsculo escenario en el que había dos perchas. Por el módico precio de diez euros podía asistirse a un espectáculo que constaba de tres números: 1) Una pantomima en la que el poeta Tomás Yanes, sin demasiada gracia, todo sea dicho, ejecutaba una especie de conversación muda y absurda, a lo Beckett, con ambos cuervos, en la que al final los tres se hacían los muertos; este efecto final despertaba siempre los aplausos del público y lo disponía favorablemente para el siguiente número; 2) Una especie de competición sadomasoquista entre ambos cuervos que comenzaba con unos leves picoteos y acababa con los dos pájaros desplumados y prácticamente sin aliento sobre el escenario; este número les gustaba sobre todo a los niños; y 3) El último número tenía lugar tras una rápida recuperación de los cuervos a base de frutos secos, una pomada y algunos masajes prodigados por el poeta circense Tomás Yanes; a continuación los cuervos se posaban cada uno en su percha. Tomás Yanes aparecía disfrazado de damisela espectral, con un traje blanco bastante fantasmagórico y una corona de flores pálidas y mustias. Mientras el cuervo Rafael-José Díaz declamaba en un español afrancesado el famoso poema de Edgar Allan Poe (“Cierta noche aciaga, cuando, con la mente cansada…”), el cuervo Nevermore intervenía periódicamente para incluir el estribillo al final de cada estrofa: “Nevermore”. Cuando terminaba el poema, el poeta Tomás Yanes se desplomaba y los dos cuervos se le posaban sobre la cara: le arrancaban unos ojos de plástico que llevaba superpuestos a los suyos y se los mostraban con sus picos al público, que prorrumpía en un sonoro aplauso.

En un parque público de la ciudad vivía la rata Rafael-José Díaz, a quien cada noche iban a alimentar el poeta Gabriel Zamora Serra, el músico Valentín Bermúdez Manzano y el pintor Orlando Estévez Rico. Era un ritual que llevaban ejecutando mucho tiempo. Tras tanto alimento conseguido sin esfuerzo, la rata Rafael-José Díaz se había convertido en un animal sumiso y obediente. El poeta, el músico y el pintor le habían propuesto publicar una revista, escribir un libro juntos, coordinar un suplemente literario y montar un ciclo de lecturas poéticas. La rata Rafael-José Díaz había cedido en todo, pensando que mientras tuviera su alimento garantizado bien podía asumir aquellas absurdas responsabilidades. Salió la revista, se publicó el libro, apareció el suplemento literario y se celebró el ciclo de lecturas poéticas, pero la rata Rafael-José Díaz no vio que su nombre figurara por ninguna parte. El poeta Gabriel Zamora Serra, el músico Valentín Bermúdez Manzano y el pintor Orlando Estévez Rico dejaron de acudir al parque a llevarle alimento. Entonces la rata Rafael-José Díaz decidió que tenía que seguir rebuscando en la basura como antes de conocer a aquellos indeseables y maldijo la poesía, la música y la pintura, esas artes propias de farsantes e impostores.

Poco le duraron a Domingo Blázquez Izquierdo, el conocido cineasta, las mieles del éxito. Durante un mes había estado grabando en su casa de la playa a su gato siamés Rafael-José Díaz. El resultado, una película documental de unas dos horas de duración titulada Autobiografía de mi gato siamés, había ganado premios en Lisboa, Berlín, Doha, Durban y Miami. En el largometraje, cuyo único protagonista era el gato siamés Rafael-José Díaz, se lo veía caminando, comiendo, durmiendo, jugando, defecando, saltando, arañando y ronroneando. La crítica había descrito la película como “una prodigiosa aproximación a la vida íntima de un animal desde la insuperable empatía de una mirada radical y al mismo tiempo respetuosa”. Sin embargo, cuando Domingo Blázquez Izquierdo quiso rodar una segunda parte, el gato siamés Rafael-José Díaz mostró un rechazo absoluto. Se sentía manipulado, infravalorado, humillado. Su amo había conseguido el éxito, se había comprado un Porsche, se llevaba a la cama a mujeres a las que antes de la película ni siquiera se hubiera atrevido a dirigirles la palabra, había contratado a un célebre arquitecto de interiores para reformar por completo la casa de la playa, y, sin embargo, él, el protagonista exclusivo de la película, seguía durmiendo en la misma caseta cochambrosa, comiendo la misma comida basura y, encima, castrado como estaba, no podía conocer a ninguna gata que le amenizara los días. Así que un día, tras una intensa sesión de rodaje, el gato siamés Rafael-José Díaz se escapó. El cineasta Domingo Blázquez Izquierdo se compró otro gato para rodar la película. Pero el resultado fue todo un fracaso que le supuso graves pérdidas. Tuvo que vender el Porsche y la casa de la playa. Se convirtió en un muerto en vida.

El performer José Luis Abad llevaba un tiempo sintiendo que debía darle un giro a su carrera. Su especialidad era desarrollar lentos movimientos en el interior de una especie de urna con forma de ataúd. A veces salía de la urna y se mezclaba con el público, daba unas cuantas volteretas o rodaba por el suelo envuelto en una sábana. Lo cierto, sin embargo, es que cada vez iba menos gente a verlo. Se había vuelto un artista previsible. Un día leyó en un ensayo que Joseph Beuys, el artista alemán, había hecho una pieza encerrándose en una habitación con un lobo. Entonces se le ocurrió lo que consideró una gran idea: seguiría introduciéndose en la urna –debía ser fiel a su estilo–, pero con el añadido de algún animal. Tras mucho pensarlo, se le ocurrió que lo más excitante sería una tarántula. Es muy fácil comprarlas por internet. Por unos treinta euros más gastos de transporte recibió al cabo de una semana una imponente tarántula de color negro con pintas marrones en el cuerpo y en las patas. La llamó Rafael-José Díaz. Es sabido que las tarántulas no atacan salvo que se sientan amenazadas. Por eso José Luis Abad empezó en su casa a ensayar con ella sobre su cuerpo, sin asustarla en ningún momento, realizando movimientos muy tranquilos, casi a cámara lenta. Propuso su espectáculo a uno de los museos de la ciudad, y allí, rodeado de cuadros de Picasso, Dalí y Mondrian, José Luis Abad desarrolló su nueva performance. Dentro de la urna, la tarántula Rafael-José Díaz recorría su cuerpo, empezando por los pies, subiendo por las piernas, deteniéndose en el sexo –que solía estar erecto– y atravesando luego el torso hasta llegar a la cabeza, en la que exploraba las orejas, las fosas nasales, la boca semiabierta y los ojos semicerrados. La acción duraba en total una media hora. José Luis Abad la llevó a varios museos del país y recibió por ella cuantiosos emolumentos y críticas casi siempre benévolas. Sin embargo, un día la erección del miembro de José Luis Abad tuvo lugar demasiado rápido, la tarántula Rafael-José Díaz se sintió atacada, le clavó sus mandíbulas en los testículos y el público asistió a la lenta y dolorosa agonía del artista como si fuera parte del espectáculo.  

viernes, 26 de enero de 2024

CARLOS NIGRO

Conocí a Carlos Nigro un día del verano de 1994, no recuerdo exactamente dónde, pero eso apenas importa para lo que voy a contar. Por entonces Nigro no era quien ahora es, apenas si había estrenado dos o tres obras suyas en conciertos muy minoritarios, obras que se caracterizaban por trazar un paisaje sonoro poblado de disonancias contracturadas, caídas rítmicas que al oyente le resultaba difícil relacionar con lo escuchado hasta entonces, clústeres de ansiedad sobrevenida, como tics acústicos que el compositor incipiente que era Nigro por entonces no hubiera podido controlar, pausas aparentemente cargadas de misterio en medio de páginas de supuesta profundidad espiritual. Aquellas piezas deslavazadas –recuerdo haber escuchado dos de ellas antes de conocerlo en persona– parecían más bien fragmentos de obras mayores que no hubiera sido capaz de terminar antes que composiciones completas en sí mismas.

Su vida, lo supe desde aquella primera tarde, era un marasmo en el que cualquiera que lo tratara acababa por verse inmerso, sin que Nigro, en apariencia, pusiera el más mínimo empeño en ello. Era como si hubiera en él un imán que atrajera hacia un torbellino turbio, hacia un pozo enfangado del que, no hacía falta ser muy inteligente para saberlo, iba a ser difícil escapar.

Los amigos que me lo presentaron –a ellos sí que los recuerdo muy bien– estaban convencidos de que entre Nigro y yo iba a surgir una relación que no haría sino profundizarse con el tiempo. Yo, que por aquella época era más bien un personaje arisco y solitario, no confiaba demasiado en sus predicciones, pero puse toda la carne en el asador para que prosperara esa supuesta amistad especial que debía establecerse entre el compositor y yo. El tiempo confirmaría –lo veremos más adelante– que mis amigos se equivocaban, que también yo me equivoqué al apostar por una complicidad que no podría darse nunca.

Carlos Nigro. Quién, en sus cabales, no hubiera salido corriendo al escuchar un nombre así. Recuerdo su mano untuosa el día que nos presentaron, una mano que daba como si acabara de tornearla dentro del bolsillo y la arcilla aún no se hubiera secado, una mano blanda y al mismo tiempo rugosa, como si fuera más una zarpa que una mano. Acompañaba el movimiento con una sonrisa ladeada que venía desde detrás de su rostro, una sonrisa que se escondía, que al desplegarse se plegaba. Carlos Nigro. Era como si al estrechar su mano te estuviera dando la más cordial bienvenida a su sibilina endeblez.

La primera vez que quedamos, supongo que tras habernos intercambiado los teléfonos cuando los amigos comunes nos presentaron, Nigro me invitó a un barraquito. Recuerdo que fue en una cafetería situada en una plaza que por entonces adolecía de cierto abandono, de una suciedad que era característica de la ciudad donde vivíamos. (Hoy en día esa plaza, lo mismo que otras, se ha convertido en un lugar populoso, impoluto, tan gentrificado como el resto de nuestros espacios públicos.) Carlos Nigro iba vestido con una chaqueta que le quedaba algo larga y su aspecto, en general, era el de un persona descuidada, alguien que hubiera llevado varios días encerrado en su casa, pidiendo comida a domicilio, sin saber quién vivía en el piso de enfrente, una especie de Diógenes cuya basura –lo supe poco después– consistía sobre todo en las casetes que acumulaba y en los papeles donde había escrito ideas para composiciones que nunca desarrollaría.  

Nos sentamos al fondo de la cafetería, en una especie de reservado en el que había parejas que fumaban, algún escritor solitario inclinado sobre un cuaderno, quizá unos cuantos estudiantes jugando a las cartas. Nigro extrajo de un bolsillo interior de su chaqueta un papel arrugado y me lo puso delante, junto al barraquito. Me acordé de un pasaje de Fausto, ya no recuerdo cuál. En la penumbra del local no era fácil leer aquella hoja.

Habíamos quedado en que cada uno le mostraría al otro su trabajo creativo. Yo llevé una libreta en la que tenía anotados varios borradores de poemas, nada que considerara definitivo o logrado, simplemente apuntes recientes, textos sueltos que no podía considerar un conjunto, ni siquiera una serie. En aquella época era muy poco lo que de mis tanteos literarios había compartido. Dos o tres amigos –los mismos que me presentaron a Nigro– habían leído poemas sueltos míos a la vez que yo había leído textos suyos. Todos, por entonces, estábamos deseosos de compartir lo que escribíamos, pero o bien éramos tímidos o bien no nos fiábamos de lo que pudieran decirnos los demás.

El papel que Nigro me mostró era la partitura de la obertura orquestal de lo que él denominó “una cantata”. Me habló de Nono, de Xenakis, de Stockhausen y de Gubaidúlina. Yo conocía algunos de esos nombres, pero le confesé mi condición de absoluto profano en música contemporánea. No había escuchado sus obras. Mi cultura musical se había detenido en Stravinsky, Bartók y Schönberg. Nigro me estaba abriendo un mundo absolutamente desconocido. Cuando le mostré mis poemas –mis borradores de poemas–, me dijo: “Hagamos esta cantata juntos”.

Una semana después me invitó a compartir una botella de vino en su casa. Se trataba de un piso alargado, oscuro, en el que, como me temía, encontré desparramadas por los rincones algunas cajas de pizzas, pero sobre todo casetes, estuches de vinilos, partituras arrugadas y unos pocos libros polvorientos con aspecto de llevar mucho tiempo cerrados. Nos sentamos en la única habitación a la que llegaba un poco de luz, un saloncito estrecho en el que Nigro atesoraba una notable colección de cedés y había colocado una cadena de música con grandes altavoces. Me invitó a acomodarme en un sillón desfondado. Puso música.

La música que puso era de compositores contemporáneos. Iba alternando piezas, fragmentos, de unos y de otros, sin que dejara que ninguna llegara al final. Creo que escuchamos a más de quince compositores del siglo XX. Cuando se oía música vocal, Nigro la acompañaba siguiendo con su voz las modulaciones del solista o del coro. Recuerdo sobre todo que, mientras sonaba una pieza de Stockhausen para coro y música electrónica, Nigro empezó poco a poco a moverse como un derviche giróvago, con los ojos en blanco, y que en un momento determinado se lanzó al suelo y desde allí realizó movimientos de dirección orquestal mientras tarareaba a voz en grito las modulaciones electroacústicas del compositor alemán. Yo lo miraba con mi copa de vino en la mano y le sonreía.

Nos terminamos la botella acompañándola de unas aceitunas. Entonces Nigro se sentó a un piano algo destartalado que tenía en aquella misma salita y tocó de memoria la obertura instrumental de su cantata. Aquello no me seducía demasiado. Me sonaba a algo ya oído, a mucha música escuchada aquella tarde. Desde mi limitada perspectiva para valorar lo que estaba oyendo, pensé que Nigro había dado una serie de pinceladas a ciegas, queriendo sonar muy moderno, pero sin que en el fondo se supiera bien qué es lo quería decir. Claro está que no compartí con él mis pensamientos.

Entonces ocurrió algo inesperado. Yo había llevado los mismos poemas que le mostré en la cafetería, pero revisados y ordenados. Ahora podían formar, si bien algo forzadamente, un conjunto. Nigro me pidió que los fuera leyendo e improvisó al piano un acompañamiento musical para cada uno. Las notas se iban desgranando sin ninguna planificación, según brotaban de los dedos de Nigro. Ni siquiera parecía que estuviera teniendo en cuenta mis poemas a la hora de improvisar aquella música. Cuando terminó, le dije que aquello me recordaba más a un conjunto de lieder que a una cantata. Él me dijo que era casi lo mismo. Mencionó a Richard Strauss, a Janáček, a Stravinski, de nuevo a Stockhausen e incluso recordó, creo que sin asomo de burla, la Cantata del Mencey Loco de Los Sabandeños.

A mí me aliviaba pensar que de aquella improvisación no había quedado más rastro que nuestra escucha un tanto alcoholizada. Pero estaba equivocado. Sin que me diera cuenta, Nigro había grabado mi lectura de poemas acompañada de su música. Me dijo que en aquellos días transcribiría a una partitura cada secuencia y que luego orquestaría –para orquesta de cámara, saxofón y sintetizador– la composición. Para la voz, me dijo, había dos opciones: el recitado (“puedes hacerlo tú mismo si quieres”, aclaró) o la incorporación de un registro de tenor o barítono con su melodía correspondiente. Yo le dije que prefería la segunda opción.

Una semana después Carlos Nigro me pidió tres poemas más. Quería que la cantata estuviera formada por un total de once poemas, además de la obertura y la coda puramente sinfónicas. La obra duraría un total de ciento once minutos aproximadamente. Era evidente que había en él una obsesión por los números, especialmente por el once. Cuando volvimos a vernos –yo llevaba mis tres poemas nuevos, que se unieron a los ocho que ya tenía él–, me dijo que el once era el número de transición por excelencia. “Representa el desequilibro que busca la armonía, el caos que persigue la estabilidad”. Me dibujó en una hoja que encontró en una mesa una espiral formada por once volutas. La última voluta casi se salía del folio.

Cantata de los once umbrales: así tituló Carlos Nigro la obra que compuso en tres semanas. Me la tocó al piano mientras, con su voz ronca, mefistofélica, intentaba modular la tesitura de un barítono. Para ser sincero, yo no daba crédito. Además de que aquellos poemas me gustaban cada vez menos y, en el fondo, no les encontraba ni sentido ni unidad, la música que los acompañaba era una especie de collage de muchos estilos musicales: para un poema había elegido un minimalismo repetitivo a lo Steve Reich; para otro, un serialismo algo explosivo que recordaba a Pierre Boulez; se oía junto con otro poema una música que imitaba el expresionismo abstracto, como si estuviera remedando a Morton Feldman; para el penúltimo poema había elaborado una melodía jazzística en la que el saxofón dialogaba con el sintetizador con un resultado más bien dudoso; el último poema, antes de la coda, venía acompañado de cierta relectura misticista de la música folclórica canaria, en una especie de arrorró que combinaba evocaciones de Arvo Pärt y Los Sabandeños (lo que me hizo reafirmarme en lo que había pensado cuando, junto a Stockhausen y Stravinski, mencionó la Cantata del Mencey Loco). La coda, por último, que yo no conocía, era una especie de recapitulación wagneriana de todos los leitmotivs dispersos en la obra.

Aquello era del todo infumable. Sin embargo, Nigro ya había contactado con un tenor amigo suyo (“los poemas se entenderán mejor en esa tesitura”) y estaba en conversaciones con la Orquesta de Cámara de Güímar. Sólo le faltaba buscar a un saxofonista, pues, me dijo, él mismo podía encargarse de manejar el sintetizador durante el estreno.

Pasaron tres semanas sin que Carlos Nigro diera señales de vida. Confieso que sentí un alivio como nunca en mi vida. Pensé que alguno de los intérpretes le habría fallado. Pensé, incluso, que, tras haber reflexionado algo más sobre la obra, se habría arrepentido, se habría echado atrás y habría decidido dejarla reposar o, por qué no, destruirla. Estaba claro que aún no conocía bien a Carlos Nigro. Lo que había ocurrido, me dijo cuando me llamó al cabo de tres semanas, es que el saxofonista se había puesto enfermo y había tenido que buscar un remplazo.

La obra, me dijo, estaba lista para su estreno. “Ahora sí que van a brillar tus once umbrales”, añadió con su característica sonrisa. Le habían ofrecido estrenarla el 11 de noviembre de 1994 en el Auditorio de Arafo, un recinto moderno de reciente construcción, cercano a la sede de la Orquesta de Cámara de Güímar. Tanto el alcalde de Güímar como el de Arafo iban a asistir al estreno. Incluso, me dijo, es posible que acuda el presidente del Patronato Insular de Música, “aunque ese señor”, añadió, “no distingue un clarinete de un pito de murga”.

La mañana del estreno recibí una llamada de Carlos Nigro. Lo encontré muy alterado, como si no hubiera dormido la noche anterior o como si de pronto hubiera comprendido que todo aquello era un craso error. Me confesó que los nervios le estaban pasando factura, que el saxofonista de remplazo no había acabado de aprenderse la obra e incluso que alguno de los músicos de la Orquesta de Cámara de Güímar no estaba a la altura de las exigencias virtuosísticas de la composición. El último ensayo lo había decepcionado. Le pregunté si no era mejor cancelar el estreno y me dijo que no se podía, que las autoridades, incluido el presidente del Patronato Insular de Música, ya habían confirmado su asistencia y que, aunque el público no iba a ser muy numeroso, había que estrenar la obra “a como diera lugar”.

Los políticos locales adolecen con frecuencia de cierta megalomanía que los lleva a querer para sus municipios el aparcamiento con más plazas de la isla, el mayor puerto de la isla, el polígono industrial con más naves de la isla, la mayor rotonda de la isla o el mayor auditorio de la isla. Este último era el caso del pueblo de Arafo, que, a excepción de la sala sinfónica de la capital, disponía del auditorio con más capacidad no sólo de la isla, sino del archipiélago entero. Sin embargo, y pese a la tradición musical de ese municipio, las entradas para el estreno de la Cantata de los once umbrales no se habían, ni de lejos, agotado. Un músico desconocido, una orquesta de cámara, la presencia de un sintetizador, un tenor de escaso prestigio: nada de aquello podía estimular en exceso a los amantes de la música.

La sala, en efecto, estaba casi vacía. En primera fila, acompañados de sus esposas, sendos alcaldes, de partidos políticos rivales, confraternizaban animadamente. El presidente del Patronato Insular de Música, acompañado de dos de sus funcionarios, había llevado una libreta, como si su intención fuera tomar notas sobre el concierto. De resto, había cuatro gatos, convidados de piedra, vecinos con invitación, familiares de Carlos Nigro y mis padres. Mis padres: nunca le perdonaré a Nigro –ni me lo perdonaré a mí mismo– haberles hecho pasar por aquel trago.

En el escenario, junto a la orquesta, había un sintetizador. Era tal el número de clavijas, moduladores, interruptores y botones que daba hasta un poco de miedo contemplar aquel inmenso cacharro colocado junto a los elegantes contrabajos, junto a los vistosos timbales. Dos atriles, uno para el tenor y otro para el saxofonista, esperaban junto al podio del director. Yo estaba sentado en primera fila, pero en un extremo. No sé por qué decidí sentarme allí, pero desde entonces, cuando acudo a un concierto, elijo siempre los extremos por si tengo que salir corriendo de la sala.

Se le había repartido al público un programa de mano en el que figuraban el nombre del compositor, el del autor de los textos (¡siempre me arrepentiré de no haber firmado con un seudónimo!), el título de la obra, el nombre de la orquesta, el del saxofonista y el del tenor. Además, y en letra tan pequeña que costaba leerlos, se facilitaban los once poemas. Un breve texto explicativo obra del propio Nigro completaba el programa. Yo veía al presidente del Patronato Insular de Música y a sus funcionarios leyéndolo atentamente y tomando notas. Los alcaldes seguían su animada conversación, mientras sus esposas los miraban con caras de póker. El resto del público esperaba, en silencio, sin ni siquiera dignarse leer el programa de mano.

Los músicos de la orquesta tardaron en salir. Como es de rigor, se pusieron a afinar sus instrumentos. Luego apareció el director, un joven esbelto de pelo engominado y mejillas sonrosadas que saludó al público con varias reverencias. Lo acompañaban el tenor y el saxofonista, algo mayores que él, sobre todo el saxofonista, que tenía el aspecto de un viejo rockero. Ambos se sentaron frente a sus respectivos atriles. Paradójicamente, el último en aparecer fue Nigro, que también saludó con varias reverencias y se sentó ante el sintetizador como si se hubiera convertido en el capitán Ahab frente a un tenebroso Moby Dick.

Se hizo el silencio y comenzó la música. Al oír la obertura, me vinieron a la cabeza aquellos primeros compases que había escuchado en casa de Nigro después de tomarnos una botella de vino. Claro que una cosa era escucharlos al piano y otra en versión orquestal. Cada instrumento parecía ir por su lado, sin orden ni concierto. Las notas brotaban mortecinas o eufóricas de aquellas cuerdas, de aquellos metales, como cantos de sirena o sirenas de fábricas, no sé, es difícil describir a cabalidad aquel comienzo. Sólo recuerdo que un sudor muy frío empezó a deslizárseme por las sienes.

Entonces llegó el primer poema. Vi cómo se levantaba el saxofonista y empezaba a emitir unos sonidos penitenciales, cáusticos, allí de pie, con el pobre saxofón arriba y abajo, arriba y abajo, como si lo que de verdad pretendiera fuera estamparlo contra el suelo. Cuando le tocó el turno al tenor, me pareció que se levantaba con apuro, como si quisiera pasar desapercibido. Yo no sabía que Nigro le había pedido cantar las primeras notas en falsete, por lo que el público –incluidos los alcaldes– reaccionó con unas tímidas risas, lo que llevó al tenor a oscurecer su voz en las siguientes notas, que subían y bajaban, un re por aquí, luego un silencio, un la suelto, deslavazado, y luego un si raquítico, después un acorde de sol inacabable, hasta que llegó un momento en el que el saxofonista se puso a competir con el tenor, metió la mano en la campana, como para crear un efecto de sordina que combinara bien con el falsete al que había vuelto el tenor tras comprobar que el esfuerzo de las notas graves casi lo había dejado sin voz. No hará falta decir que la letra del poema no se entendía.

A todas estas, el sintetizador no había sonado todavía. Cuando lo hizo, al comienzo del segundo poema, me recordó más al principio de una tocata de Bach que al tan cacareado Stockhausen. Los músicos de la orquesta miraban a Nigro como si no comprendieran nada. Creo que estaba improvisando y que en aquel momento se estaba pasando la partitura por el forro. El director, dubitativo, ordenó un tutti que acalló por un momento al sintetizador, por lo que Nigro le lanzó una mirada viperina. Las trompetas se desgañitaban, los violines aullaban y los violonchelos plañían, por lo que, en el momento en que se levantaron a la vez el tenor y el saxofonista el director mandó rebajar a piano el sonido y el sintetizador volvió a escucharse en todo su estruendoso rugido. Aunque el tenor pareció abrir la boca para cantarlo y el saxofonista lo acompañó con unos apocados armónicos, no estoy seguro de que el segundo poema haya sonado en ningún momento.

La batalla entre la orquesta y el sintetizador tomó entonces un cariz preocupante. El tenor y el saxofonista se levantaban cuando les tocaba, pero no parecían poder competir con el pandemónium que estaba produciéndose en la sala. El presidente del Patronato Insular de Música seguía tomando notas como si le fuera la vida en ello. Entre sección y sección, empezaron a escucharse tímidos silbidos. En el noveno poema el tenor no se levantó ni cantó absolutamente nada, pero eso a Nigro no pareció importarle. En el décimo poema tampoco se levantó el saxofonista. En el undécimo poema el director tiró la toalla y la orquesta tocó sin indicaciones de ningún tipo. A mí me pareció que cada músico tocaba lo que le daba la gana. Cuando iba a empezar la coda, el director se bajó del podio y salió de la sala. Lo siguieron el tenor, dos violines, un violonchelo, un contrabajo, dos trompetas y una flauta. Aquello parecía la sinfonía Los adioses, de Haydn. El saxofonista no se atrevió a moverse. Nigro, en el sintetizador, lo dio todo, y en un momento determinado llegó a ponerse de pie, como si fuera a bailar o a taconear. Parecía estar delirando mientras tocaba.

Por supuesto, extendió la coda todo lo que pudo, repitiendo una y otra vez los motivos principales de la obra. A estas alturas se había ido ya parte del público. Cuando la obra terminó, los pocos aplausos que se oyeron convivieron con unos cuantos silbidos. Los alcaldes se pusieron de pie al unísono y gritaron “¡Bravo!”. No estoy seguro de si el presidente del Patronato Insular de Música aplaudió o silbó. Nigro había ocupado el centro del escenario, por delante del podio, y saludaba una y otra vez inclinándose ante el público. Lo mismo hacían el saxofonista y los pocos músicos que quedaban. Ni el director ni el tenor salieron a saludar.

En un momento determinado, vi que Nigro bajaba del escenario y se dirigía hacia mi asiento. Supe que venía a buscarme para que subiera a saludar como autor de los textos. Confieso que, tras un momento de momentánea parálisis, de pronto mi cuerpo reaccionó como el de un autómata, me levanté y abandoné la sala a toda prisa. Ni siquiera fui consciente de que mis padres se habían quedado allí.

Aquella fue la última vez que vi a Carlos Nigro, hasta hace unos días. Pocas semanas después del estreno recibí una carta suya en la que, ofendido por mi comportamiento en el auditorio, renunciaba a nuestra amistad y me anunciaba que había destruido la partitura de la Cantata de los once umbrales, por lo que no tendríamos a partir de entonces ni siquiera una relación profesional. Nunca le contesté.

Hace unos días, sin embargo, asistí a un concierto en nuestra Sala Sinfónica. Sabía que en el programa se anunciaba una obra de Carlos Nigro junto a otras de Luciano Berio, Salvatore Sciarrino y Galina Ustvólskaya. Se trataba de una pieza corta, por suerte, para arpa, marimba y timple. Sabía que Nigro se había casado hacía tiempo con una importante empresaria y que su obra llevaba años apareciendo en conciertos de todo el mundo, programada por destacadas orquestas y aclamada por críticos, directores e intérpretes.

La pieza en cuestión, titulada “Apuntes para un triple intercambio”, obligaba a que los intérpretes cambiaran sus instrumentos cada once segundos, es decir, que el arpista, cumplido ese tiempo, pasaba a tocar la marimba; el percusionista, el timple; y el timplista, el arpa. Y así sucesivamente durante los once minutos que duraba la pieza. Era a la vez música y danza, una verdadera performance musical. Aquello no tenía el más mínimo sentido, pero producía cierta hipnosis ver a los intérpretes pasando de un instrumento a otro y tocando como Dios les daba a entender unas notas que probablemente no estaban recogidas en partitura alguna. Después de tantos años, Carlos Nigro se mantenía fiel a su esencia. Cuando salió a saludar al escenario, un poco más grueso de como yo lo recordaba, más canoso, con su sonrisa socarrona y su mirada vidriosa, supe que seguía siendo lo que había sido siempre: un perfecto diletante.

martes, 23 de enero de 2024

UNA ARTISTA LOCAL

A una artista local le han publicado una monografía sobre su trabajo pictórico.

Su trabajo pictórico no vale gran cosa, pero la artista está bien conectada, conoce a quien hay que conocer, pertenece a una familia de rancio abolengo, lo que desde hace mucho tiempo le ha permitido ser contratada por las autoridades municipales para, entre otros despropósitos, pintar paredes de edificios, actividad que le gusta especialmente porque no sólo le permite darse a conocer a toda la ciudadanía sino que, en el momento en que los operarios están subidos a las grúas y colgados de los andamios, ella dirige, como si fuera una digna heredera de Herbert von Karajan, con mano firme y voz tronante, las más complejas operaciones de la puesta a punto del encargo.

Su trabajo pictórico no vale gran cosa, pero toda familia de la isla que se precie, cualquier casa burguesa de más de medio siglo de antigüedad debe poseer un cuadro suyo, y así la artista se ha hecho con sus buenos dineros, ha expuesto en los mejores museos de la isla y ha sido incluso candidata a medallas de oro de la ciudad, de la isla, de la provincia o de la comunidad autónoma.

Su trabajo pictórico no vale gran cosa, pero sobre él han escrito críticos, abogados, poetas, profesores universitarios, otros pintores y hasta un cirujano plástico. Se dice que entre las plataneras del sur de la isla la artista posee un estudio de considerables dimensiones que le permite crear obras de gran formato apropiadas para los salones señoriales de mansiones restauradas por arquitectos que en algunos casos son primos suyos, compañeros de estudios o amigos de toda la vida. El mundo de esta artista se compone de animales simbólicos que retozan en fuentes, barcos encantados que surcan mares tempestuosos, palmerales estilizados que evocan relatos orientales y pasmosas imágenes de montañas en las que parece esconderse una verdad no accesible a cualquiera.

Su trabajo pictórico, sin embargo, no vale gran cosa. Y no vale gran cosa porque la artista no ha querido ni ha buscado o no ha podidoir nunca más allá de lo decorativo. Se ha contentado con pintar escenas límpidas que puedan gustarles a quienes no entienden absolutamente nada sobre arte. Palmeras, muchas palmeras, y gatos, muchos gatos, cielos de nácar y construcciones misteriosas que querrían recordar a De Chirico: ¿a quién no va a encantarle eso? En los mentideros oficiosos se dice que esta artista es de las pocas de la isla que vive de su arte. Su gran ilusión, no obstante, sería exponer en el extranjero, y para ello ha movido Roma con Santiago, ha enviado propuestas, ha intentado establecer contactos, pero todo ha sido en vano. “Su arte está desfasado, es decir, obsoleto”, le contestaron una vez por email, con increíble grosería, desde un museo berlinés. “No creemos que sus obras encajen en la línea de nuestro espacio expositivo”, le contestó por carta una galerista peninsular de un modo bastante más elegante pero no por ello menos cruel.

Aunque su trabajo pictórico no vale gran cosa, sus obras se venden a precios cada vez más elevados, y figuran en casi todas las instituciones regionales. Presidencia del Gobierno tiene tres obras suyas. La Consejería de Agricultura, Ganadería y Pesca es poseedora de un díptico. Cuatro de los siete cabildos insulares atesoran, respectivamente, una obra cada uno. La Caja de Ahorros compró hace un tiempo un tríptico que ocupa siete metros de largo. La Confederación de Empresarios exhibe —o esconde— un mural suyo en el despacho del presidente. El Círculo de la Más Pura Amistad luce unos frescos que conservan, pese a todo el descuido, el brillo original. Y el Orfeón Chicharrero ensaya frente a un díptico con trampantojo que ocupa dos paredes enteras. 

A pesar de que su trabajo pictórico no vale gran cosa, es más que probable que, ahora que la monografía sobre esta artista acaba de publicarse, sea entrevistada pronto por el mejor periodista del archipiélago. Se citarán en el restaurante Los Limoneros, donde compartirán unas garbanzas compuestas, queso asado, un solomillo de res a la pimienta y unas costillas con papas. En la mesa de al lado estará almorzando también, probablemente, el presidente del Club Deportivo Tenerife con tres o cuatro jugadores, y más allá habrá otra mesa en la que varios empresarios de la construcción estarán intercambiando impresiones con viceconsejeros y directores generales de varias consejerías. La entrevista saldrá publicada a cuatro páginas en el periódico decano de la provincia, acompañada de primeros planos de la artista, del periodista, de las garbanzas y del solomillo.

Pese a que su trabajo pictórico no vale gran cosa, el principal museo regional anunciará para dentro de un año una gran retrospectiva de esta artista y sobre ella se disertará en mesas redondas, conferencias y cursos monográficos. Se organizarán visitas guiadas para estudiantes y turistas. El museo –de titularidad pública– comprará con el dinero de todos ustedes, lectores, cuatro o cinco piezas de gran formato, un tríptico de tamaño medio y una colección de dibujos formada por veinte piezas. El catálogo, de unas doscientas páginas, incluirá reproducciones de toda la obra expuesta y, además, de varios de los cuadernos de trabajo de la artista. En él escribirán cinco críticos locales que ponderarán en toda su magnitud la importancia de una exposición que le habrá supuesto a las arcas públicas, entre pitos y flautas, unos trescientos mil euros.

Ustedes, lectores, ciudadanos, amigos, chismosos o simplemente adictos a las redes, se quedarán de una pieza contemplando cómo pasa la vida, cómo se dilapida el dinero público, cómo, una vez gastado, da dolor. Sí, podrán lamentar todo lo que habrán sufrido sus bolsillos para que una artista cuyo trabajo pictórico no vale gran cosa disponga de un estudio de cuatrocientos metros cuadrados entre plataneras, además de otras varias propiedades inmobiliarias, pero les será imposible quejarse, protestar o denunciar el asunto porque todo está pensado para que ustedes, pobres diablos, no se enteren de nada, para que nadie conozca los presupuestos de nada, para que todo quede en casa y para que el gato que trepa por la palmera hasta llegar al cielo de nácar siga teniendo siete vidas, todas las vidas que hagan falta, y así por los siglos de los siglos.  

JOYCE MANSOUR EN EL CLUB DE LECTURA DE POESÍA 'LUIS FERIA'


 

viernes, 19 de enero de 2024

EL REAL ZOOLÓGICO DE LA LENGUA

 

 Tenía un perro negro y peludo al que llamaba Sintaxis.

Antón Pávlovich Chéjov, “El obispo”, 1902.

 

Y al loro, en realidad una lora, que era verde menta y recitaba poemas completos de Neruda y de Lorca, lo llamaba Oratoria. A una gata, muy mimosa, que por las tardes se recostaba en un puf y lo miraba como si fuera a lanzársele encima a la menor ocasión, la llamaba Morfología. Sin embargo, a la tortuga que le regalaron cuando era un niño y por la que no parecía pasar el tiempo –alguien le había dicho que viviría más que él, por lo que alguna vez había pensado en tirarla por la ventana– la llamaba Pragmática. No supo nunca cómo apareció junto a su puerta una iguana, quizá abandonada por algún ser reptiliano de los que vivían en la zona noble de la ciudad, pero lo cierto es que decidió ocuparse de ella y la llamó, sin dudarlo demasiado, Fonología. En el patio tenía una jaula enorme en la que convivían un periquito (Significante), un ruiseñor (Significado), un canario (Dialectólogo) y una cacatúa (Monema): cuando cantaban todos, aquello parecía, en vez de un concierto, un pandemónium, una auténtica babel. También tenía insectos, a los que guardaba en cajitas herméticas y alimentaba con otros insectos más pequeños que recogía en la calle: su escarabajo preferido era Sintagma; su cucaracha más inquieta, Neurolingüística; su grillo más melódico, Cacofonía; y su pulga mejor domesticada, Sinécdoque. En el baño, junto al lavabo, delante de la ducha y detrás del inodoro, había una caja de plástico transparente con una especie de rueda vertiginosa en la que vivía un hámster al que llamaba Conjunción. Sus vecinos se habían quejado varias veces por los ruidos que en una de las habitaciones que no utilizaba hacía un viejo oso domesticado que había heredado de un tío suyo de origen checo o polaco al que llamaba –al oso, no al tío– Yeísmo. En otra de esas habitaciones dadas de baja vivía solitaria una tarántula cuyo veneno había matado ya a unos cuantos habitantes del real zoológico y a la que había dado en llamar Hiponimia. En cuanto a la pitón, que debía alimentar a diario con conejos y lagartos, respondía al nombre de Epanadiplosis, mientras que a un pequeño lémur que había recibido de contrabando traído desde Madagascar lo llamaba Epéntesis. Por la casa, libremente, se desplazaba un erizo que había rescatado tras haber estado a punto de matarlo en un viaje por los Pirineos y al que llamaba Deíctico. En uno de los cuartos más oscuros, al fondo de la casa, guardaba en una jaula enorme un búho real –que estaba siempre triste y apenas comía, como si se quisiera morir– al que llamaba Metalenguaje. Tenía también un lagarto gigante de El Hierro, lo que hubiera bastado para condenarlo a cinco años de cárcel, pero por su amistad con el presidente del cabildo de aquella lejana isla se había hecho siempre la vista gorda al respecto; a este curioso animal, que no era tan grande como hubiera querido, lo llamaba Idiolecto. Recientemente había comprado un acuario en el que convivían varias especies de peces: a un gurami enano lo bautizó Metonimia; a un axolótl lo llamó Lunfardismo; un guppy respondía al nombre de Atributo; por último, el pez cebra más vistoso era Sinestesia.

Todo esto, en el fondo, era culpa de sus padres, lingüistas ambos, que, en un arranque de entusiasmo, y recordando a Nebrija y a Varrón, lo llamaron Gramático.

ENTRADA DESTACADA

NICOLÁS DORTA EN LOS 'DIÁLOGOS EN LA GRANJA'

 

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