lunes, 30 de mayo de 2011

LAS ATARJEAS

– Las atarjeas –dijo, señalando hacia lo alto y entrecerrando los ojos, como si de ese modo quisiera aislar el sonido del agua del resto de rumores que nos rodeaban. Habíamos llegado al final del camino. A partir de allí la montaña se convertía en una fortaleza inaccesible, al menos para unos meros caminantes, como nosotros, sin posibilidades de escalarla. Su voz había sonado cristalina, tal vez porque llevábamos un rato sin hablar, mudos por el cansancio o por el ensimismamiento de quienes visitan por primera vez un paraje de ensueño.

– Cuando era niño había muchas más que ahora. A veces caminaba sin miedo, como un equilibrista, a lo largo de una de ellas. Miraba bajo mis pies el agua que corría a una velocidad que entonces me parecía de vértigo. Me agachaba a tocarla, hundía mis manos en lo que sentía como una gran piel transparente y viva. Llegaba a beberla, incluso.

– Los caminos se cruzan como las atarjeas. También nuestras vidas trazan curvas, se entremezclan o se desvían para conducir a lugares remotos, aislados, de los que no sabemos si habremos de volver. Aquí termina el camino y un poco más adelante están las atarjeas que se adentran en el interior de la isla. Pero no estamos en condiciones de seguirlas.

– Imaginaba, cuando era pequeño, que mi cuerpo podría deslizarse flotando en el agua hasta desembocar en un lugar imprevisto. Creía que era para eso para lo que se habían construido las atarjeas, para que un niño como yo viajara a una velocidad de vértigo contemplando las palmeras, las lomas, los cardones, los cernícalos, las tabaibas, el mar.

– ¿No nos habremos perdido? La isla es pequeña salvo cuando uno se pierde en ella. Los caminos se borran como los recuerdos. La noche llega pronto y cubre sin piedad, como la bóveda de una cueva infinita, los cuerpos ateridos, exhaustos. Hay que pisar entonces con cuidado, atender al más mínimo rumor, a las indicaciones de los grillos, al peso de las piedras que pueden desprenderse.

– O hay que saber entonces dejarse guiar por la verdad del aire. Pisar como si se flotara, oler como si se escuchara, hablar como si se desde siempre se hubiera enmudecido –mi voz me sonó extraña, como si no fuera la mía. Creo que, en efecto, nos habíamos perdido, pues eran tantas las bifurcaciones que habíamos tomado que cualquier retirada estaba condenada al fracaso. Las atarjeas resonaban como si fueran cargadas de agua, pero lo cierto es que estábamos en la mitad del verano. ¿Tanta agua llevaban, que no se evaporaba? Decidimos sentarnos a la sombra de una higuera. Se veían algunas casas a lo lejos, pero parecía imposible llegar hasta ellas. Aunque sabíamos que pronto atardecería, se sentía la luz, bajo las ramas, como una cascada que no va a cesar nunca.

viernes, 27 de mayo de 2011

LA CONTRACITA

El afán de sobreponerse al descalabro que desde hacía tiempo parecía amenazarlo le hizo detenerse a la puerta del bar en el que se había citado con su antigua pareja para tratar ciertos asuntos pendientes. Como le había entrado, no sabía cómo ni cuándo, agua a su reloj, a resultas de lo cual se le había parado, no estaba seguro de si había llegado tarde o temprano a la cita. Miró a través de la cristalera hacia el interior del bar y confirmó su presentimiento de que aún no habría llegado nadie. Del techo, por encima de la barra, colgaba un circuito eléctrico como el de una telesilla en miniatura, solo que, en vez de esquiadores ávidos de nieve, se paseaba por él una vaquita de plástico que, no sé si sonriente o compungida, no se cansaba nunca de completar una y otra vez aquel trayecto circular, vicioso. Los días se habían ido desvaneciendo, quiero decir que quedaban muy lejos ya los embelesos iniciales, los cortejos silenciosos de tanto anochecer, los dulces aturdimientos que, al despertar cada mañana, los envolvían como para que sus miembros no se desenredaran nunca. Se habían ido convirtiendo, sus días, en carcasas vacías, en mondas pisoteadas, en sombras agrietadas por las que aún, turbia e inservible, se filtraba la luz que un día los bañó. La vaquita seguía girando imperturbable cuando se dio cuenta de que el camarero, un jipi de casi sesenta años, de mirada acuciante, le hacía una seña con la mano. No, no, pensó, no quiero entrar todavía. Esperaré un poco, daré un paseo por la manzana, me asomaré a la avenida para respirar un poco de humo. Sonrió con la boca pequeña. Esbozó un ademán que no se supo si era un principio de excusa o un amago de reverencia. Era algo así como decir para qué al mismo tiempo que lo que tú digas. Lo cierto es que se despejó a sí mismo el camino, me refiero a que miró hacia otro lado, aunque sin olvidar a la vaquita que reía o lloraba en las alturas, y adelantó unos pasos hasta el comienzo de la calle. No estaba ya demasiado seguro de que los asuntos varios que quería tratar con su expareja no constituyeran un catálogo de imbecilidades y antiguallas capaces tan solo de provocar somnolencia en uno y otro interlocutor. Bien, se dijo, veamos qué hay por aquí. Se encontraba frente a un teatro que parecía una fortaleza medieval, solo que, en vez de por muros de piedra, estaba protegida por murallas de cristal en lo alto de las cuales, a modo de almenas, señoreaban unos focos que acribillaban sin piedad al más precavido viandante. Una lluvia anoréxica empezó a postularse. Su recorrido, que no era de por sí demasiado nítido, siguió desdibujándose hasta que, después de cruzar un par de calles e incluso la propia avenida perfumada por el aliento de los taxis, las motocicletas, los turismos y los autobuses municipales, dio con sus huesos, que ya tiritaban, en un pequeño jardín en el que no había nada excepto un árbol, un banco y una pelota. Cónchales, se dijo, de quién será esa pelota. No se preguntó en ningún momento por el dueño o los dueños del árbol y del banco, que posiblemente no eran tampoco públicos sino propiedad de alguna empresa contratada al efecto por el edil de turno (a cambio de comisiones o prebendas), sino que, ingenuo como era, pensó solo en el pobre niño que se habría olvidado, requerido por una madre tiránica o por un padre desatento, de su juguete preferido. Esperaré aquí a que vuelva, se dijo. Vigilaré la pelota hasta que su dueño la eche en falta, tal vez ya en casa, instalado frente al televisor o jugando en su cuarto al póquer virtual, para que cuando llegue al parque de nuevo con su padre o con su madre recupere, en virtud de mi custodia, su pelota. Y así lo hizo, me temo. Esperemos con él, qué otra cosa podemos hacer, veamos cómo se sienta comedido en el banco que un edil mandó instalar a la empresa de su primo junto al árbol que otro edil encargó —“ponle un punto tropical al arbolito”, le dijo— a la empresa del hijo de su amante. Sigámoslo en sus pensamientos, que lo llevan, ahora, hasta el bar en el que debería estar esperando a su expareja para escuchar excusas desproporcionadas, argumentos falaces, falsos propósitos de enmienda, faroles, filosofías baratas, apremios, soluciones, diagnósticos, bravatas, pretensiones. Allí, en el bar, mientras espera mentalmente a quien nunca habrá de llegar —aunque ya haya llegado—, su pensamiento se transforma en una mirada curiosa que va del jipi alevoso a la vaca forzada a rumiar el infinito. Así, así, ¿no te da vergüenza, abusador?, ¿no ves que la vaquita quisiera descender, oler de nuevo un prado suizo, animal, abusador? Todo esto piensa sin querer mientras permanece erguido en el banco carísimo junto a la pseudojacaranda o el pseudoflamboyán, con la pelota entre sus brazos, como si la acunara, ¿y no la acuna de verdad mientras espera a que su dueño llegue?, ¿no lo espera realmente aun presintiendo que tal vez nunca llegará?

lunes, 23 de mayo de 2011

POEMA DE LOS CUERPOS EN VERANO

En una noche así, noche de junio, los cuerpos se abandonan
al aire del verano, y la mirada los sigue
desde lejos, sinuosa como ellos,
retenida en el cuenco de los ojos
como un agua que nunca, aunque quisiera,
pudiera desbordarse.
Cruzan, en una noche así, los cuerpos
en torno a la mirada que intenta capturarlos,
deambulan sin saberse deseados,
se detienen en grupos junto a un banco
o pasan, desafiantes, solitarios,
mientras alguien les lanza una red invisible
y los caza un instante para luego soltarlos,
pero no porque sienta piedad de su belleza,
sino porque la red es frágil además de invisible
y enseguida se rompe bajo el peso de un cuerpo.
Las capturas fugaces, las ganancias y pérdidas
que en una noche así no dejan nunca
de sucederse dan a la mirada
un poder que no es más que una miseria,
y ese aroma volátil que es un cuerpo que pasa
cava un poco más hondo el agujero abierto
al principio del tiempo
por aquel primer cuerpo que perdimos
en el preciso instante en que creímos ganarlo.
Las ropas del verano, camisetas sin mangas,
bermudas y sandalias,
pantalones de lino, e incluso, a veces,
unos torsos desnudos con la playera al hombro
consiguen detenernos al borde de la acera,
o nos obligan
a acelerar el paso
o a desviar nuestro rumbo por calles de otros barrios.
Por un tiempo
vamos en pos del cuerpo que irradia desde lejos
su gracia o su tersura, su escultórica
silueta o, simplemente, la danza de sus pasos.
Dejamos que se aleje en su mundo no nuestro,
que regrese al lugar del que salió esa noche,
es decir, a todo
lo que no es nuestra mirada,
y acaso alguna vez nos atrevemos
a imaginar su vida allí, su cuarto, su familia, su cama, sus deseos,
y entonces somos ya algo más que mirada,
somos como demiurgos que creamos homúnculos
y no nos atrevemos a soplar en su frente
para que cobren vida porque estamos seguros
de que caerían convertidos
en polvo a nuestros pies.
Preferimos, entonces, no imaginar ya nada,
limitarnos al goce de su paso incorpóreo,
como si fueran simples
figuras que desfilan
por algún escenario al que se nos hubiera
prohibido acceder,
meras sombras que afloran en medio de la noche,
a las que no podríamos hablarles
porque no pueden escucharnos,
sombras de un inframundo que se hubiera instalado
por poco tiempo aquí, en nuestro mundo,
semidioses que portan la alegría
y también la desgracia, la presencia y la ausencia
en el instante de su aparición.

sábado, 21 de mayo de 2011

CIFRAS, OLVIDOS

A veces me olvido de cómo me llamo. Suele ocurrirme cuando presiento que estoy a punto de tener que informar de mi nombre a uno de los desconocidos con los que me cruzo en la calle. Hoy han sido doscientos treinta y cuatro. Contados, como siempre, desde que dejo atrás, a primera hora de la mañana, la puerta del edificio donde vivo hasta que vuelvo a entrar, al mediodía, por ella. Los vecinos con los que pueda encontrarme en las escaleras, en el ascensor o en el vestíbulo —hoy no ha sido ninguno— no cuentan, claro está, por la sencilla razón de que se trata de rostros ya más o menos familiares cuyos nombres no siempre conozco pero que, desde luego, no suponen nunca la absoluta novedad, la radical sorpresa que un encuentro callejero con un desconocido implica casi siempre. Es en el preciso momento, como decía, en el que siento que podría establecerse un contacto con alguien en la calle, cuando se tambalea la seguridad de saber quién soy, cuando, incluso, sufro una especie de mareo que me obliga a frustrar el posible acercamiento, mío o suyo, deteniéndome en el portal de una casa o apoyándome en una de esas rejas que ostentan los escaparates de numerosos comercios. El desconocido pasa a mi lado defraudado por mi cambio de postura, porque de pronto le he dado la espalda después de esbozar una sonrisa que, aunque a distancia, anunciaba quizás una conversación, un intercambio. Lo que no sabe es que me estoy debatiendo en ese mismo momento entre ofrecerle mi rostro sin nombre o fingir un despiste momentáneo, una ausencia que oculte otra ausencia más grave: la desaparición del nombre en mi memoria. Puede, en ese mismo instante, como ocurrió el otro día, pasar a mi lado un gato en dirección a la avenida, quedarse unos segundos dudando si cruzar o no, un gato corpulento y al mismo tiempo elástico, elegante, y de pronto lanzarse como si fuera un suicida al otro lado. Es un gato sin nombre, callejero, que va huyendo de no se sabe qué sombra o que simplemente prosigue una ruta iniciada mucho antes, en cualquier caso un gato que, como todos los gatos, no sabe que tendría, para evitar ser atropellado, que mirar a derecha y a izquierda antes de lanzarse a cruzar la avenida. No ha perdido su nombre, pues no lo tuvo nunca, ni ha olvidado mirar a un lado y a otro, pues le basta confiarse a la agilidad de sus patas y tal vez, aunque menos, al rabillo del ojo. A mí, en cambio, me tiemblan las piernas, la mirada se me nubla, me pierdo en una soledad mayor que la habitual cuando, de pronto, me doy cuenta de que acabo de olvidarme de mi propio nombre. No me hago entonces muchas preguntas, ¿de qué serviría?, pero pienso que si incluso ese último asidero de la identidad lo acaba abandonando a uno es porque uno se encuentra al borde mismo de una tragedia similar a la que habría ocurrido si el gato hubiera sido atropellado. No creo que nosotros, por la simple razón de disponer de un nombre que casi siempre nos acompaña, tengamos más valor que un gato o que cualquier otro animal de este planeta. Es curioso, de todos modos, que lo que casi nunca olvido es el número de personas con las que me cruzo a diario. Suele oscilar entre las doscientas y las trescientas, aunque es rarísimo que coincida el mismo número. El presentimiento de un intercambio, de una conversación suele darse en una o dos ocasiones cada día. También ha habido algún día en que no ha acabado dándose. Y casi nunca ha ocurrido tres veces. No podría explicar qué es lo que desencadena el presentimiento, pero sí diré que suelo empezar a notarlo desde el mismo instante en que veo a la persona, aunque esta se encuentre todavía muy lejos. No es preciso que haya un cruce de miradas, ni siquiera un gesto que pueda interpretarse como una invitación o una sonrisa. Digamos que se establece una especie de corriente invisible que, en mi caso, suele provocar, como ya he dicho, que me olvide de cómo me llamo y me vea, por ello, imposibilitado para iniciar ningún tipo de contacto. Alguna rara vez en que el presentimiento ha tenido lugar en el preciso momento en que llegaba al portal de mi edificio y me disponía a abrir la puerta con la llave ha ocurrido algo extraño: ya dentro, en el vestíbulo, he recordado cómo me llamo y, a través de los cristales, no siempre impolutos, he visto al desconocido volverse hacia mí como si también él supiera mi nombre.

viernes, 20 de mayo de 2011

PUERTA DEL SOL

Escribía el poeta canario Pedro García Cabrera: "Un día habrá una isla / que no sea silencio amordazado". Esa isla (o ese archipiélago soñado), se me ocurre, es ahora mismo la Puerta del Sol, en Madrid. Y tantos otros lugares del resto de España. Islas como espacios abiertos, como focos y foros de convivencia, mestizaje, libertad, intercambio. Como el sol de una isla cuando incide en las presencias, las revela y las muestra en plenitud, así las voces de quienes, por fin, se han retirado la mordaza de la boca revelan lo que llevaba acallado, silenciado, dormido hacía demasiado tiempo. Ese día, parece, ya ha llegado. La isla es cada uno. El silencio se transforma en palabras. Las palabras reclaman un cambio de la vida. El poema escrito en otro tiempo, contra otras mordazas, sigue hablando de hoy. La vida, que siempre está en otra parte, busca decirse en bocas nuevas, en un tiempo de islas no amordazadas, en un tiempo nuevo de vida casi acabada de nacer.

jueves, 19 de mayo de 2011

EN AUTOBÚS POR TRES CANTOS

Para Fernando Valls

Mientras el autobús recorría las zonas industriales de aquella población del extrarradio, yo me removía en mi asiento de la parte trasera intentando descubrir el título o el autor del libro que mi compañero de viaje, sentado justo delante de mí, estaba leyendo. Se trataba de un joven de unos veinte años que ostentaba en el lado izquierdo del cuello un tatuaje con forma de ideograma chino. Constreñidas por unas colinas más bien resecas, las grandes empresas se alineaban como si ya con la propia arquitectura de sus sedes estuvieran compitiendo. Pasarelas descendentes junto a paredes de cristal segmentadas cuadrangularmente, entramados de metal abrazados por enredaderas y suspendidos sobre un aparcamiento destinado a los empleados, aleros casi ingrávidos, pequeñas plazas acaso rotatorias en las que los trabajadores podían descansar o fumar en una de sus pausas, suntuosas cristaleras ahumadas semejantes a la piel de un animal dormido que no era otra cosa que la sede de la principal empresa petrolera del país. Logré leer algunas frases del libro que el joven sentado delante de mí iba leyendo abstraído, despreocupado de un paisaje que a mí me fascinaba. El autor, fuera quien fuese, hablaba del éxtasis de los místicos como un goce, una experiencia de plenitud, una comunión y un estado de gracia. Afirmaba, en otro lugar —mi lectura era incómoda, pues, a poco que me inclinara en exceso hacia delante, el lector, por el rabillo del ojo, detectaría mi curiosa intromisión lectora—, algo así como (no recuerdo ahora mismo las palabras exactas) que la cópula era para los budistas tántricos el sustentáculo del trance. En la misma página, un poco más arriba, aparecía el nombre de Lacan y, unas líneas después, el de San Juan de la Cruz. Con estas premisas, no sé por qué, empecé a vincular lo que veía a través de los cristales del autobús con las palabras y expresiones sueltas que, entre bache y bache, podía sustraer del libro del lector. Era extraño que todo aquello estuviera sucediendo al mismo tiempo: no solo que un joven de unos veinte años, en aquella ciudad de la tecnología y de la industria, estuviera leyendo unas lecciones sobre la experiencia mística, sino, además, que aquel autobús, en el que no había, aparte del lector y de mí, más de tres o cuatro pasajeros, todos ellos sentados en la parte delantera, siguiera una ruta que, según me indicó el conductor al preguntarle al principio por mi destino, era circular y estrictamente simétrica a la de otro autobús que salía del mismo punto y hacía el mismo recorrido pero en sentido contrario; y, asimismo, que las inquietantes sedes de empresas que se iban sucediendo dictaran algo así como un rumor de fondo del que las palabras, aquellos sustentáculos de experiencias ya casi inaccesibles hoy en día, se iban destacando gracias a los baches que el autobús superaba con respingos más o menos bruscos. No había ninguna explicación para todo aquello, especialmente para el hecho de que yo estuviera en aquel autobús a aquella hora. En determinado momento, escuché la voz del conductor y pensé que me estaba avisando de la proximidad de mi destino. Me acerqué hasta él y me dijo que no, que estaba indicándole su destino a otro pasajero, que el mío tardaría un poco todavía. El otro pasajero era el lector, que, con el libro guardado en su mochila, sin que finalmente pudiera enterarme de quién era el autor, se bajó como si tal cosa en aquella parada dejando en el autobús un vacío que podía resumirse de este modo: me quedé solo en la parte de atrás del autobús; dejé de tener ante mí un ideograma chino cuyo significado me intrigaba; el libro del que había podido espigar irradiaciones que, en cierto modo, combatían mi desgana lectora, había desaparecido; habíamos llegado a una zona de la ciudad en la que ya no atravesábamos polígonos industriales sino edificios convencionales de viviendas de clase media. Así que, cuando comprendí que todo se desmoronaba, tomé una decisión: casi de un modo furtivo, para que el conductor no se hiciera extrañas preguntas que nadie iba a contestarle, me bajé en la parada siguiente. Luego deambulé durante toda la tarde.

martes, 10 de mayo de 2011

OTRO NOMBRE DE LA VIDA

Para Mario Martín Gijón

Alojada en la indeterminación del lugar que ocupo ahora mismo en el centro de la sala (pero ni esta tiene un centro ni yo ocupo un lugar, por muy indeterminado que pudiera ser, ni siquiera diría que existe dicha sala o un tiempo que nadie pueda llamar ahora), la angustia es un goteo sordo que daría igual denominar desesperación si no fuera porque al leer esta palabra se piensa enseguida en mechones de pelos arrancados, en golpes de la propia cabeza contra la pared, en frustrados intentos de suicidio. La angustia es una palabra más discreta, quizás demasiado eufónica, para un sentimiento que está más cerca del silencio que del grito, de la reclusión que de la errancia, de la mirada perdida que de las automutilaciones. Y aun así, no es la palabra justa. Giro en medio de la sala tres cuartos de circunferencia en un movimiento que despliega ante mí sucesivos momentos de la misma luz desgastada. Tal vez la clave esté en la luz, en su pobreza, en la desgana con que llega esta tarde hasta el lugar que ahora ocupo (sin que haya, repito, lugar ni ahora ningunos, ni ocupación ni tarde), pálida, desnutrida, anémica. Estoy quieto, o me dispongo a estarlo, frente al balcón cuya puerta he abierto con la vaga impresión de que la tarde espera un gesto, un chasquido cualquiera, un paso, una breve salida a contemplar el cielo. Pienso que no debería estar aquí. Me he quedado y lo pago con este goteo de negaciones indeterminadas. No sé qué quiero, no sé qué hacer, no sé hacia dónde mirar, no sé qué decir, no sé a quién llamar, no sé si sentarme o si quedarme de pie, no sé si salir al balcón o a la calle, no sé si sí o si no, si esto o si lo otro, si una y otra vez o si nunca jamás. Así que me detengo. Me quedo escuchando los nauseabundos chirridos de unos pájaros que parecen escupidos por otros mayores en su fuga del mundo. Luego, casi silencio. Aquí estoy, en la callada indeterminación de un lugar cualquiera abatido por una luz que cava cada vez más adentro en mis entrañas una oscuridad a la que aún no he podido darle nombre. No hay, como dijo alguien, ya para nosotros aventuras. La mirada no puede escapar de sí misma. Y todo seguirá así mientras yo no me mueva de este lugar no elegido como escenario de un dolor que no es sino otro nombre de la vida.

sábado, 7 de mayo de 2011

ESCENA NOCTURNA EN UNA PLAZA DE AGÜIMES

Dos hombres beben cerveza en una pequeña plaza junto a la carretera general. Son vecinos, puerta con puerta, pero apenas se han tratado hasta entonces. De vez en cuando pasa un coche que interrumpe el relativo silencio y deja una estela de sonido que tarda unos segundos en desaparecer. Es una noche sin viento, algo poco frecuente en ese pueblo ventoso, en ese pueblo al que un viento constante desquicia como si cientos de culebras hubieran sido soltadas para inocular su veneno en la sangre de todo aquel que no se ponga a resguardo. Los dos hombres conversan sobre sus vidas. Uno de ellos tiene mayor necesidad de hablar que el otro. Expone hechos, inculpa, se lamenta, esboza excusas, describe, se confiesa, inquiere. El otro escucha y de vez en cuando contesta, pregunta poco y esconde casi todo lo que tenga que ver con su propia intimidad. De vez en cuando el conductor de alguno de los coches que pasa mira hacia la plaza, toca la bocina al reconocer al hombre locuaz y este lo saluda levantando la mano sin demasiado entusiasmo. Están solos en la plaza. Incluso el camarero que les sirvió los botellines de cerveza parece haberse esfumado. El pueblo es como un laberinto de callejuelas por las que a esas horas de la noche cualquiera que pase parece sospechoso de algo. Uno de los hombres fuma. No hace demasiado frío y los dos están en mangas de camisa. El hombre locuaz es natural del pueblo y el silencioso lleva viviendo en él solo unos años. A pesar de que sus casas limitan la una con la otra, no saben demasiado el uno del otro. Los muros, gruesos como se construían en ese tipo de casas terreras hace casi un siglo, no dejan que se filtren apenas ruidos desde el otro lado. Los dos hombres saben que las vidas que llevan no se parecen. Uno celebra fiestas con frecuencia, acoge a numerosos huéspedes sin que quede muy claro si se trata de amigos o de amigos de amigos, recibe visitas a altas horas de la madrugada que abandonan su casa a los cinco minutos como si hubieran conseguido lo que habían ido a buscar. El otro lleva una vida recogida, relativamente ordenada, entre libros y discos a los que dedica sus tardes y sus fines de semana; alguna vez, es cierto, recibe una visita que se queda a dormir por lo general solo una noche, sin que este tipo de hechos altere la monotonía en que ha encauzado su vida. Sin embargo, a lo largo de la conversación que ambos mantienen parece entreverse que cada uno de ellos desearía llevar la vida del otro. Cuando, alguna rara vez, han coincidido en sus respectivas azoteas, desde las que pueden contemplarse mutuamente, se han sorprendido porque, al contrario de lo que creían, la azotea del que lleva una vida disipada es un pequeño nido de calma perfectamente ordenado, mientras que la de su vecino introvertido y solitario es un penoso caos incontrolable al que va a parar buena parte de sus frustraciones, de sus miedos.

ENTRADA DESTACADA

UNA INCURSIÓN INVERNAL EN LA CASA DE CAMPO

Me encantó estar allí, era como estar escondido para que nadie me viera, pero sin que nadie me estuviera buscando, o al menos eso creía. ...

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