miércoles, 4 de agosto de 2010

LOS DESBOCADOS

¿Cómo llamarlo, engañoso esplendor, abanico de espumas, teatrillo de sombras, sórdido engranaje de malentendidos, arrabalesca algarabía, brillante podredumbre, adictiva turbulencia de voces o abismo al que una noche me asomé hasta estar a punto de no volver de él? Tres son los personajes, yo uno de ellos. Los otros dos quedaron frágilmente inmortalizados en una foto que les tomé en los lavabos de un bar —los tres allí dentro como sardinas en lata, la botella de cerveza en equilibrio sobre el muslo de uno de ellos, que la señala con el índice, mientras el otro junta su cabeza con la suya, payasesco, inestable, alborotador, y así aparece en su lado de la foto en contraste con la hierática elegancia del primero. Este, llamémoslo el guía, puesto que lo fue de toda la fanfarria nocturno-diurno-vespertina, conserva en todo momento el equilibrio, y así la cerveza no se le derrama, y el desvarío que va desarrollando mantiene un ritmo intenso de danza ritual en la que todo concuerda. El otro, llamémoslo el perdido, no acaba de entender nada, se le caen los vasos, lo derrama todo —incluso lo que con más voracidad consume— con manotazos incontrolados, se mueve dando tumbos por aquí y por allá, torpe bailarín desbocado que acabará, como no podía ser menos, abandonando la escena de un modo violento a manos de cuatro fornidos policías. Hasta entonces, habrán pasado muchas cosas. En un coche aparcado frente al muelle, junto al club náutico, a plena luz del día, mientras parejas de jubilados se dirigen a la playa y alguna chica presumida se ha repeinado las trenzas para hacer futin por la avenida marítima, nosotros tres y el dueño del coche, un recién conocido que enseguida hará mutis por el foro, pasamos diez minutos en un frenesí de palabras hipertrofiadas mientras un estuche, golosamente espolvoreado, pasa de mano en mano en un travieso y alocado vaivén. Más tarde, el guía demuestra el tesón de sus bíceps retando a pulsos a tres o cuatro parroquianos del bar (afuera era ya plena mañana; un entrenador de tenis del club náutico, casi anciano ya, entró a tomarse un cortado con su raqueta enfundada al hombro; una señora desayunó junto a nosotros, dando muestras de una bendita paciencia). El guía gana todos los pulsos. El bar se va despoblando. Nos vamos a un barrio de perdición, en la parte alta de la ciudad, en busca de nuevos estímulos para vencer el tiempo, para vestir de noche la mañana, de vigor la fatiga y de plenitud el inmenso vacío. Dioses de un instante o, al menos, autoproclamados héroes, nos adentramos en los infiernos de bloques de viviendas pútridas, descampados cochambrosos, travestis alucinados y ventanas tiznadas bajo un sol incapaz de irradiar menos luz ante tanta miseria. El guía y el perdido salen del coche y al cabo de quince minutos regresan sonrientes como si acabaran de conseguir ambrosía de los dioses. Nos vamos a otro bar, en otro barrio no menos sórdido, pero sí tal vez menos vigilado. Allí hay vía libre para las idas y venidas al lavabo, que se suceden regularmente durante horas ante la fingida indiferencia del dueño del bar y del resto de los clientes, en su mayoría señores de mediana edad que toman tranquilamente sus cafés. El perdido se pierde por la barra, parlotea con todo el mundo sobre todo tipo de asuntos. El guía y yo lo vigilamos, intentamos advertirle, controlarlo. La danza se despliega cada vez más en ritmos diferentes. Se nos indica que sería preferible que abandonáramos el bar. En la puerta, un gitano que finge no serlo está vendiendo una radio para coche y una moderna lámpara de baño. A punto está el guía de comprar la primera, por pura ostentación. En el siguiente bar sí que le compra unas gafas de sol a un vendedor ambulante africano, por tres euros. Luego tiene lugar la escena de la captura policial, en la que el perdido, en el apogeo de su estupidez y de su descoordinación, se niega a identificarse, es cacheado, inmovilizado y humillado en el suelo, introducido en uno de los coches patrulla y conducido a dependencias policiales, mientras el guía y yo protestamos en vano, somos obligados a identificarnos y a escuchar los arrogantes sermones de los agentes (que mienten al decir que han empleado, como indica la ley, la mínima fuerza indispensable) y finalmente permanecemos los dos solos apostados a la barra del bar tomando la última cerveza.

2 comentarios:

  1. Otra tumba más?Cuántas puede cavarse un hombre?

    Orestes Doreste

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  2. Solo una, amigo Orestes, solo una por vida. Pero no sabemos con cuántos palazos, ni con cuántas palabras desbocadas...

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