miércoles, 11 de agosto de 2010

LA BARBERÍA

No llegaba a estar justamente en la esquina, pero desde allí se podían ver las otras tres esquinas que completaban la intersección de las dos calles. Imagino que sería sobre todo en los breves instantes de espera —desde que el barbero joven me indicaba que podía sentarme hasta que comenzaba su trabajo en mi pelo— cuando yo volvía la cabeza hacia la puerta y me extasiaba contemplando aquel cruce traspasado de luz, de una luz que ahora recuerdo blanca quizá porque de blanco estaban pintadas las maderas que enmarcaban las cristaleras a un lado y a otro de la puerta; una luz que no era tal vez entonces tan absoluta, inmóvil, inmaculada y vibrante como ahora la recuerdo, pero cuya impresión quedaba en mí marcada como a fuego en lo interior de la mente a lo largo de todo el proceso del corte de pelo, durante el cual solía cerrar los ojos —y era entonces cuando esa luz parecía no solo filtrarse a través de los párpados, bocanada de luz que invadía el pequeño recinto en que el barbero joven y el barbero viejo se movían, casi flotando, por entre los sillones recostables, sino instalarse además más allá de los párpados, por detrás de ellos, en lo interior del ojo, o entre el ojo y la mente, en un lugar al que la memoria ha podido seguir yendo a beber en todos estos años, un lugar que nació para ser la morada de esa luz de las tardes en que yo iba, de niño, a cortarme el pelo en aquella barbería.

Pero no era solo la luz. Aquellas esquinas irradiaban vida. Los coches venían lanzados por los tres carriles de sentido único desde el centro de la ciudad en dirección a la costa, al puerto o a las playas. Su ruido se mezclaba al de las voces de quienes se paraban un rato a saludar en la puerta de la barbería: vecinos del barrio, empleados de los otros negocios de esa misma calle. Entonces el barbero joven invitaba a aquella voz al incesante parloteo del lugar, y el transeúnte entraba un momento o se quedaba en el umbral de la puerta unido a una conversación sobre política, entresijos de la vida del barrio, gente de otro tiempo o desaparecida, fútbol o cualquier otro tema imaginable. Mi condición de niño, unida a mi timidez, era la excusa para quedarme siempre callado, y con los ojos cerrados lo escuchaba todo con curiosidad, con extrañeza: lo que comprendía, que era poco, y lo que no comprendía, que era todo lo demás. No sé si porque en cierto modo aquellas voces, pese al griterío que formaban, me parecían ya entonces lejanas, o porque las escuchaba como desde un sueño de autista, o bien porque han estado desde siempre unidas en el fondo a esa luz tan poderosa, pero lo cierto es que de alguna manera esas voces siguen rondando mi cabeza como si nunca hubieran dejado de emitirse.

La barbería ya no existe. Quién hubiera dicho que el negocio vecino, una bodega andaluza seguramente mucho más antigua y que debe de ser hoy en día la única de la ciudad, con sus inmensos toneles amontonados unos sobre otros en una penumbra que la antipatía de los dueños no hacía demasiado acogedora, iba a sobrevivir a aquella barbería siempre llena de vida. No sé si el barbero viejo, que era el jefe, habrá muerto, o si la edad lo habrá forzado a jubilarse. Ya entonces me parecía bastante mayor, adusto y apagado. El barbero joven, en cambio, era jovial, incansable, rápido y acaso más eficaz en su trabajo. (Siempre era él quien me cortaba el pelo, tal vez por alguna inicial indicación de mi madre que se convirtió en una costumbre que el barbero viejo aceptaba con resignación.) Hace poco pasé frente al local. Se había convertido ya en otro negocio, no recuerdo ahora de qué tipo porque apenas me fijé en él. Sin duda habrán desmantelado la larga repisa en la que descansaban las colonias, las lociones, las tijeras, las navajas, todos aquellos productos e instrumentos ya entonces pasados de moda; habrán retirado el gran espejo por el que yo veía parte de la calle sobreiluminada y también una enorme fotografía de un acantilado colgada en la pared; habrán, inevitablemente, arrancado de cuajo los sillones recostables. Había al fondo dos puertas: una daba, creo, a los lavabos. La otra fue siempre un misterio: era, creo, lo único que allí le opuso resistencia al imperio de la luz.

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