lunes, 16 de agosto de 2010

GALLINAS DE EL REVENTÓN

Después de recorrer las huertas aledañas a la casa, en la tarde ilimitada de nubes bajas, espesas, amenazadoras, subíamos a visitar a la vecina que criaba gallinas. Con un poco de miedo entrábamos en un amplio sótano o garaje. Allí la vista, el oído y el olfato se aliaban en una impresión única, instantánea pero perdurable: en ella un universo cerrado de animales vivos adensaba el aire con su olor penetrante y con su insistente cacareo. Las gallinas estaban encerradas en jaulas de alambre, no recuerdo si individuales o colectivas, amontonadas en filas verticales a un lado y a otro de los varios pasillos. El olor no era rancio, ni hediondo, pero tampoco agradable. El estruendo que armaban todos aquellos animales juntos --gallinas sin machos, puestas allí para poner sus huevos, supongo, una vez fecundadas-- era como un concierto sin principio ni fin, sin partitura ni orquesta, sin director ni público, a condición de exceptuar a los ocasionales visitantes que, como nosotros entonces, entrábamos acompañados por la dueña por mera curiosidad infantil.

La casa que a continuación nos acogía --poco podíamos disfrutar en las huertas, pues no nos estaba permitido en ellas jugar con los árboles frutales o con las verduras intocables que cubrían los sembrados--, la casa de nuestros tíos en El Reventón, era un cubo de cemento de dos plantas dividido por dentro en habitaciones. Aparte del salón, que daba a las huertas, recuerdo un cuarto apacible, interior, en el que alguna vez me acosté a dormir la siesta. Lejos de las conversaciones, de las preguntas a veces hoscas, hurgantes, de mi tío o de mi tía, con la puerta cerrada, miraba antes de adormecerme las paredes descascarilladas por la humedad, desprovistas de adornos, el armario sin prendas, aquel espacio destinado a invitados que nunca existieron, que mis ariscos tíos, sin hijos, habían acondicionado sobriamente por si alguna noche improbable se quedaba con ellos a dormir alguna de sus sobrinas o alguno de los hijos de sus sobrinas. Y por muy inhóspita que fuera aquella habitación, acunado por el tintineo de las cucharillas de café contra las tazas, por las voces lejanas de mi madre que mantenía la conversación con mis tíos como una funambulista que se mantiene en el aire, yo acababa por dormirme, mientras acaso mi hermana jugaba en la terraza trasera junto al bernegal.

Aquella terraza era el espacio mágico de la casa. Y el ídolo en torno al cual se desplegaban los ritos, los juegos, las risotadas y las escondidas, era el viejo bernegal que destilaba el agua, gota a gota, como si a ello hubiera estado destinado desde el principio de los tiempos. Desde su joroba invertida cubierta de musgo caían, minuto tras minuto, en un ritmo lentísimo que era, sin embargo, la mejor garantía de infalibilidad, las gotas de agua destilada sobre un gran plato hondo siempre a medio llenar. Al otro lado de la terraza, y en contraste con el agua purísima del bernegal, se extendían varios estanques con plantas acuáticas. Allí nos quedábamos mirando sin comprender del todo las larvas de mosquitos, los renacuajos o las finas raíces de las plantas que flotaban.

Pasaron los años. Mis tíos murieron, sin dejar descendencia. Sus propiedades, incluida aquella casa, pasaron a un largo proceso de testamentaría en litigio que aún hoy no se ha resuelto. Hace tiempo que las huertas se desmantelaron, compradas por una multinacional que necesitaba aquellos terrenos para ampliar su fábrica de insípidas bebidas gaseosas. La casa, cerrada durante todos estos años, se ha ido, al parecer, dejando invadir por las malas hierbas, el polvo, la humedad. ¿Seguirá existiendo aquel bernegal? No estaba destinado, como creía yo entonces, a destilar agua para siempre. ¿Y los mosquitos que nacieron de aquellas larvas casi transparentes? ¿Y las ranas en que se transformaron los renacuajos que latían entre nuestros dedos? Tal vez, de todo aquello, queden solo las gallinas, encerradas aún en sus jaulas de alambre, las hijas de las hijas de las hijas de las que dejaron para siempre su olor en nosotros.

2 comentarios:

  1. ¿PODRÍA RECOMENDARME OTRAS MEMORIAS DE LA INFANCIA?
    SÓLO ME VIENEN AHORA A LA CABEZA ALGUNOS CAPÍTULOS DEL ANTES QUE ANOCHEZCA DE R.ARENAS Y DE LA LINTERNA MÁGICA DE I.BERGMAN Y LAS DE DE UN ESCRITOR MAGREBÍ DE APELLIDO KILLITO O KILITO.
    GRACIAS POR LAS SUYAS.

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  2. Estos últimos apuntes que voy incorporando no quieren ser, desde luego, unas memorias de la infancia. Este género implica, creo, la continuidad narrativa y la progresión cronológica, y en cambio mis apuntes son fragmentarios y no se ordenan en ninguna sucesión temporal. En cuanto a memorias, son extraordinarias las de Goethe, "Poesía y verdad". Y también las "Memorias de ultratumba" de Chateaubriand. No conozco las de Abdelfatah Kilito, aunque he leído algún libro suyo. Gracias por su comentario.

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