jueves, 13 de enero de 2011

EL CORO DEL ESTUPOR

Desde mi exiguo, ¿cómo llamarlo?, tablero o pupitre, es decir, desde el lugar al que estoy sentado para consultar internet —y revisar de paso una traducción que debo enviar hoy mismo a quien me la encargó—, escucho las conversaciones simultáneas o sucesivas que se mantienen en las cabinas telefónicas del locutorio, además de las negociaciones o charlas del dueño del establecimiento con diversos clientes, proveedores, comerciales, policías y amigos que van desfilando por el local sin detenerse en él mucho tiempo. Llega un momento en que tengo que taparme los oídos con los dedos anulares de ambas manos —los más gruesos de que disponemos a excepción de los pulgares— para poder concentrarme en lo que estoy intentando releer. Una madre española que ha entrado con dos niños —creo que gemelos— de unos cinco o seis años de edad y un anciano al que trata como a un padre parlotea al teléfono con algún familiar mientras sus hijos se encaraman a las sillas con tal griterío, compulsión y descaro que el dueño del local tiene que reconvenir —en vano— al abuelo de los críos hasta que la madre, que a la vez que parloteaba con su interlocutor en la cabina les gritaba a los niños que dejaran ya de molestar, termina su conversación, le pasa el teléfono al abuelo, arrastra a duras penas hasta la puerta a sus hijos, le pide a su padre que no se entretenga, grita cada vez más a medida que se vuelven cada vez más estridentes los berridos de los niños y, finalmente, una vez que el abuelo termina de hablar, paga y sale por fin con su prole a la calle. El espectáculo me hace pensar que nos encaminamos hacia un mundo de completa desidia, de deterioro profundo de los vínculos humanos, de falta absoluta de modales, de continua brusquedad en el trato, de aspavientos, griterío, aspereza, estridencia. Un joven caribeño hablaba por teléfono —creo que con una novia reciente— y toda su conversación consistía en fragmentos de exclamaciones, retazos de excusas, peticiones deshilvanadas, en medio de una evidente incapacidad de escuchar. Otro personaje de este entremés de locuaces tardó menos de dos minutos en amenazar a no sé quién con pasar por su casa a buscarlo o buscarla para hacerle saber lo que vale un peine. Mientras tanto, en el ordenador contiguo al mío un joven oriental jugaba al póquer o a algún otro juego de cartas: de vez en cuando chascaba los dientes o suspiraba, al mismo tiempo que el programa emitía sonidos, musiquillas o tonos indicadores, supongo, de determinados lances del juego. Este, pensé, es el coro del estupor, la gran fanfarria del sinsentido, el aderezo sonoro del silencio que somos. Y, después de pensarlo, volví a incorporarme a él con mi teclear compulsivo, con mis pulsaciones perdidas, como quien se zambulle en un naufragio.

2 comentarios:

  1. Pues es cierto: yo siento esta clase de agresiones constantemente, me refiero a aquellas que atentan contra la discreción, el silencio, la modestia,cierta compostura. Gran parte de la sociedad y de las gentes entre las que nos movemos carecen en absoluto de los códigos mínimos de buen comportamiento cívico, por no hablar del mal gusto constante en algunas actitudes, vocabulario, etc. Se podría escribir un ensayo o un trtado entero sobre este asunto: quizá lo haga José Antonio Marina, o quizá ya lo haya hecho. ¡Abrazos!

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  2. Sí, del todo de acuerdo, amigo Iván. Gracias por este comentario y por los otros, tan generosos, que has dejado en otras entradas del blog. Un fuerte abrazo.

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