lunes, 20 de septiembre de 2010

LA FOTOGRAFÍA

Para Teresa Arozena

1

No he podido ir a ver la exposición de fotografías. Me cuesta romper el aislamiento que me he impuesto (la excesiva vida social me estaba dispersando, me exponía a tentaciones que ahora quiero evitar, no me dejaba concentrarme). Además, la galería está lejos de donde vivo. En la exposición participa una amiga con una fotografía suya. Según me ha dicho, se trata de un trabajo reciente en el que, a partir de una experiencia concreta, ha alcanzado un resultado que la satisface y que, en cierto modo, la ha liberado. Lo que ha hecho es someter a una serie de objetos personales, con los que lleva conviviendo bastante tiempo, a una especie de extracción o de purificación. Los ha ido colocando, a razón de uno por día, en una mesita junto a la ventana de su estudio, una mesa blanca que yo vi hace tiempo, muy sencilla, pintada por ella misma, en la que normalmente suele tener un jarrón con flores. Durante una semana esta mesa ha sido el escenario de ese extraño experimento: por ella han ido pasando los objetos que ahora están reunidos en la fotografía que mi amiga ha enviado para la exposición. Al levantarse, cada mañana, escogía un objeto, lo sacaba de donde estuviera, lo colocaba sobre la mesa, lo dejaba allí hasta por la noche, lo contemplaba durante todo el día, no como una posesa ni como una contemplativa, sino de un modo distraído, de vez en cuando, en los ratos perdidos entre una actividad y otra, o al ir a colgar la ropa a la terraza, o mientras tomaba un café o hablaba por teléfono con alguien. La idea del experimento era dejar que los objetos le hablaran (o que no le hablaran en absoluto) fuera de su contexto habitual, que dijeran, si querían, lo que eran por sí solos, sobre aquel fondo aséptico de la mesa blanca y contra la luz cambiante durante un día entero que entraba por la ventana. Así me lo contó. Por su tono y por la pasión con que me hablaba, supuse que el experimento había sido importante para ella y que el resultado la había transformado de algún modo. Me da lástima no haber podido ir a ver la exposición. La fotografía que reúne esos objetos, ya todos juntos sobre la mesa, tomada al final de la semana del experimento, quería, según mi amiga, ser la prueba visible de una transformación: sin dejar de ser lo que cada uno es, cada objeto es ahora distinto de sí mismo, ha dejado de estar sometido a lo que lo rodeaba y se proyecta en una nueva dimensión rodeado de otros objetos que también han sido descontextualizados, liberados. Intento imaginarme esa fotografía, pero no lo consigo.

2

Algún tiempo después de escribir las líneas precedentes, me encontré con un amigo que también lo es de la fotógrafa. Me dijo que nuestra amiga, una vez clausurada la exposición, que había sido visitada por bastante público pero apenas había encontrado eco en la crítica especializada, se había mudado a un nuevo estudio, en otra zona de la isla. Su fotografía era una de las pocas que se habían vendido. Me reveló un dato que yo no conocía: los objetos que aparecían en la fotografía eran y al mismo tiempo no eran propiedad de mi amiga. Se trataba de objetos que había dejado en su casa una persona con la que había convivido en pareja durante un tiempo. Al decidir romper la relación y marcharse precipitadamente, esa persona había olvidado llevarse un libro, una camiseta, un cuaderno, un desodorante, un reloj, una cadena y un bañador. Posiblemente se trataba de objetos de tan poco valor que ni siquiera se molestó en volver a buscarlos, así que allí permanecieron durante meses. Al parecer, nuestra amiga no los tocó nunca, no los movió del lugar donde se habían quedado, por lo que se habían ido convirtiendo en emblemas de una desaparición, en signos de un hueco, de una ausencia que irradiaba cada vez con más fuerza a través de ellos. Lo único que a nuestra amiga se le ocurrió, tras varios meses de depresión y de parálisis, fue ese ritual que hemos descrito y cuyo objetivo era desplazar los objetos, taparles en cierto modo la boca o dejar que hablaran con una voz distinta y, finalmente, trasladarlos a la nueva dimensión de la fotografía para que quedaran encerrados allí para siempre. Unos días después de que mi amigo me contara todos estos detalles, quise contactar con la fotógrafa, preguntarle cómo le iba en su nuevo estudio, pero al parecer también había cambiado de número de teléfono.

3

He conseguido hace poco su nuevo número. La he encontrado tranquila, mucho más animada que las últimas veces que hablé con ella. Me dijo que está trabajando en nuevas fotografías: de orillas, de acantilados, de rocas. Su estudio no está lejos de la costa y baja hasta ella casi todos los días. Se baña, recorre los charcos, contempla los cangrejos, respira el aire y la sal. Una vida sencilla. Le dije que también yo llevaba una vida similar, solo que sin mar ni charcos ni cangrejos ni sal. Poco antes de despedirnos, me contó que aquella fotografía que nunca pude ver fue, en efecto, una de las pocas que se vendieron en la exposición. La compró, me dijo, la persona a la que habían pertenecido los objetos que en ella aparecen.

2 comentarios:

  1. Hola Rafa,
    muchas gracias por dedicarme este relato tan interesante, me ha hecho mucha ilusión seguir la pista de esos objetos y su extraño recorrido circular.
    un beso,
    Teresa

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  2. Hola, Teresa. Pensé en ti al escribir este relato, así que tuyo es. No había reparado en el recorrido circular de esos objetos, que, como todo lo que acaba formando parte de nuestras vidas, se aleja y regresa periódicamente, cobra y pierde sentido, en un proceso que parece no tener fin... Un abrazo, y espero verte pronto. Rafa.

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