viernes, 10 de septiembre de 2010

HIPNOSIS

Nunca hasta hoy había sido hipnotizado, aunque es cierto que con frecuencia me había quedado contemplando abstraído a otros seres que, voluntaria o involuntariamente, habían captado mi atención. Sin embargo, diría que esos momentos de abstraída contemplación no habían implicado nunca el desvanecimiento de capas enteras de la conciencia ni, mucho menos, el abandono del cuerpo a su propia inercia. Estos dos efectos de lo que, tal vez sin demasiado rigor científico, doy en llamar hipnosis, o de algo en todo caso cercano a lo que vulgarmente se llama trance, los he sentido hoy por primera vez. Es posible que hasta ahora haya estado llevando una vida común, sin sobresaltos ni extravagancias, que no ha sido otra cosa sino una sucesión anodina de movimientos cotidianos efectuados con la misma dejadez y el mismo derrotismo con que se dejan mover las marionetas por parte de quienes tiran de sus hilos. Así que el hecho de que hoy, de pronto, sin que lo haya buscado o esperado en absoluto, haya sentido por primera vez en mi vida otra dimensión del tiempo, una especie de agujero negro (o de patada de luz) abierto en mi conciencia, me ha hecho decidirme a cambiar de vida, a abandonar todos los hábitos, las manías, las amistades, las mascotas, las obsesiones y los entretenimientos que hasta ahora me habían acompañado. No sé si el resultado de esta decisión será una vida nueva o un puro desastre que me arroje de nuevo a la vulgaridad, pero en cualquier caso no voy a dar marcha atrás. Lo paradójico es que todo se lo deba a una mosca. Ha sido ella la que me ha hipnotizado hoy. Quién lo iba a decir. Claro que no lo ha hecho a propósito, pero, como suele decirse, tanto ella como yo estábamos en el lugar apropiado en el momento justo (¿o se dice al revés?). En cuanto a mí, estaba terminando mi almuerzo en el restaurante al que voy todos los días menos los domingos, día de descanso del restaurante en que me veo obligado a comer en otro. La mosca, en cambio, me parece que todavía no había comido. (Luego diré por qué.) Casi nunca pido helado de postre, pues me han dicho que la fruta es más sana, pero a veces soy caprichoso y hoy me acababa de comer un corneto de vainilla y chocolate. La tapa de cartón y el envoltorio estaban en el plato, que la camarera no había retirado todavía. Me esmeraba en escuchar la conversación que en la mesa de al lado mantenían dos señores en torno a una isla que dentro de un tiempo provocará supuestamente un gigantesco tsunami al partirse por la mitad. Entonces vi la mosca. Se había posado en la tapita de cartón del corneto y estaba ya chupando con su trompa los restos de helado de vainilla y chocolate que allí había. Era una mosca común, con sus seis patas finísimas, las alas delicadas, casi transparentes, los enormes ojos, el abdomen coqueto y, sobre todo, la trompa que revelaba un hambre compulsiva. La verdad es que no dejaba de tragar. A veces introducía la trompa en el helado y se quedaba unos segundos succionándolo con deleite (con algo más de deleite, creo, la parte de vainilla que la de chocolate). Al principio no pensé que aquella mosca fuera a hipnotizarme, pero poco a poco me fui dando cuenta de que entre ella y yo se estaba trazando no sé qué desconocida pasarela, no como si ella respondiera a mi mirada con la suya, sino como si su concentración en el helado, su frágil presencia en medio del trajín y el vocerío, sus extraños pasos torpes sobre la tapita de cartón, como si resbalara por aquella superficie o como si se le pegaran las puntas de las patas porque parte del helado se hubiera ya secado, estuvieran ocurriendo no exactamente fuera de mí ni tampoco, claro, dentro de mí, sino en algún espacio intermedio. No quiero que piensen que estoy loco. Me gustaría encontrar las palabras adecuadas para decir lo que sentí: o bien yo estaba en cierto modo ya un poco fuera de mí, desposeído en parte de mí mismo, o bien aquella mosca no estaba simplemente zampándose un helado en algún lugar cualquiera del mundo exterior a mí. He vuelto a liarme, me temo. En cualquier caso, lo cierto es que centímetro a centímetro debí de ir inclinándome hacia adelante, pues de pronto me encontré con la cara bastante cerca de la mosca y con el cuerpo un poco ladeado. Los señores de la mesa de al lado me miraban perplejos. La camarera no se atrevía a retirar el plato. La mosca seguía allí a lo suyo. Sentí que despertaba de un sueño profundo en el que había soñado la misma realidad que había estado percibiendo. Seguía sabiendo quién era y seguía sin saber para qué estaba en el mundo, pero dos cosas habían cambiado gracias a aquella mosca (a la que luego espanté, pues ya me incomodaba): no estaba dispuesto a seguir siendo quien era y tampoco lo estaba a seguir sin saber para qué estaba en el mundo.

2 comentarios:

  1. Las moscas no han carecido de cierta gloria filosófica y poética. En la narrativa, aparte del cuento magistral de Katherine Mansfield, tendre este tuyo como referente a partir de ahora. Un saludo.

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  2. No conozco, amigo Eduardo, el cuento de Katherine Mansfield, pero, como has tenido la generosidad de situar mi apunte en su compañía, lo buscaré para leerlo y para saber algo más sobre las moscas, esas (a veces impertinentes) hipnotizadoras.

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