jueves, 25 de noviembre de 2010

EL NUEVO REGALO

En aquella playa, ¿recuerdas?, que fue para nosotros algo así como la playa del fin del mundo, o incluso del fin de los tiempos, pues ¿acaso estábamos allí en un lugar o en un tiempo concretos?, aparecieron estas caracolas que hoy he querido inmortalizar para ti. En aquella playa, ¿o lo has olvidado ya?, las arenas ardían enredadas con tus pies que se enredaban a los míos que se enredaban a las olas persuasivas a su vez enredadas las unas con las otras. La misma forma en espiral de estos milagros que el mar nos regaló tenía en aquella playa el tiempo, que giraba alrededor de sí mismo e invitaba a los cuerpos a dejarse caer girando el uno sobre el otro por la ligera pendiente de la arena mojada hasta llegar al mar. Es posible que no recuerdes ya el paseo que di hasta el final de la playa, mientras tú contemplabas en los charcos, bajo la potente lupa del sol, los peces atrevidos o incautos que hasta allí habían llegado. Fue durante aquel paseo cuando encontré estas caracolas. Algo de aquel día, sin embargo, debe de haber permanecido en ti, pues durante los meses posteriores hablabas alguna vez del arrullo de la brisa, de las locas acometidas de las olas, del roque en equilibrio en lo alto del acantilado, de tantas otras cosas que vimos o sentimos y que solo porque éramos dos y porque todo lo compartíamos pudimos ver o sentir. Hablar de ellas después era volver a vivirlas, no con la nostalgia de haberlas perdido, sino con la alegría de saber que en cualquier momento podríamos recuperarlas. De las caracolas, de esas tres joyas delicadas cuyo único valor era el haberlas encontrado yo para ti y el haberlas aceptado tú como regalo mío, no hubo nunca necesidad de hablar, pues las teníamos siempre a la vista sobre algún estante en medio de libros o de discos, o en la mesa bajo el ventanal que daba a la terraza, o en la cómoda que había junto a nuestra cama. A la vista significaba entonces que su presencia silenciosa (pues aunque digan que se oye en ellas el mar si se las acerca al oído no es el mar lo que se oye, sino un viento que parece venir más bien del corazón) era para nosotros, que apenas nos fijábamos en ella, como la de esos lares de las casas antiguas que protegían a quienes las habitaban. ¿Crees tal vez que nos equivocamos? ¿Que no debí recogerlas aquel día o que no debiste aceptarlas de mis manos? ¿Que debimos haberlas devuelto al mar que nos las entregó? ¿Que sin ellas, sin su aliento escondido como al final de un laberinto, hubiera perdurado nuestro amor? Quién sabe. Lo que ahora sabemos o desconocemos no es lo mismo que sabíamos o desconocíamos entonces. Lo que entonces hicimos no coincide con lo que querríamos hacer ahora. Y todo adquiere con el paso del tiempo un sentido imprevisto. Cuando desmantelamos nuestra casa, después de la separación (pero ¿nos separamos o fue más bien un abandono de uno por el otro?), no sé por qué, yo conservé esas caracolas. En realidad eran tuyas, pero entendí que me las devolvías en silencio como para negar en cierto modo aquella tarde en que las encontré para ti. O quizá no quisiste llevártelas para dejarme algo tuyo que también era mío, algo que simbolizase aquel momento en que no había nada que no compartiéramos, nada que se interpusiera entre nosotros. Las he conservado durante todos estos años. Si alguna vez me atrevía a escuchar en su interior me parecía estar oyendo tus latidos, o la voz con que hablabas durante el sueño, un rumor parecido al de las olas, es cierto, pero más cálido y al mismo tiempo más lejano. Y un día ya no quise verlas ni escucharlas más. Las dispuse sobre una mesa, en torno a un jarrón que compré mucho después de que nos separáramos (un jarrón que podría contener tanto una flor como unas cenizas, pero que no contiene nada), y las fotografié. Ahí están, te las entrego de nuevo, pero esta vez no están mojadas porque acaban de ser sacadas del agua, ni desprenden el aroma salino del mar, ni guardan en su seno murmullos de ninguna clase. Son mi nuevo regalo para estos nuevos tiempos en los que todo no es ya sino una sombra de la vida.

(A partir de una fotografía de Otho Lloyd)

4 comentarios:

  1. A mi me ha recordado a una semana que pasé en la palma de sta cruz, con mi novio de entonces, al que aún echo de menos de cuando en cuando.

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  2. Debe de ser un lugar idílico La Palma de Santa Cruz, el nombre al menos es precioso... Gracias y un cordial saludo.

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  3. Ese momento mágico en la playa no ha desaparecido: siempre estuvo y estará ahí eternamente, indeleble, antes y después de que tú lo visitaras con tu conciencia... Lo trágico es que su recuerdo se nos haga cada vez más borroso, se vaya disolviendo progresivamente en nuestra frágil memoria de insignificantes seres mortales. Pero mi esperanza es que en algún remoto lugar del espacio-tiempo están (estuvieron y estarán), preservados en todo su esplendor, esos escasos instantes de felicidad suprema que iluminaron nuestras vidas. Y que de alguna manera que no puedo siquiera imaginar podamos revisitarlos...

    Gracias por tu post, Rafa.

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  4. Lo que no existe no podrá nunca desaparecer, tal vez por eso es mejor que las cosas no existan: para que no acaben nunca desapareciendo... Gracias por tu intenso y hermoso comentario, amigo Nicolás.

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