lunes, 15 de noviembre de 2010

ESCARAMUZA

La habitación está en silencio. Te has acostado a la hora habitual. El día ha acabado, como siempre. Las imágenes pasan por tu mente con una rapidez que tu inmovilidad parece desmentir. ¿Es ahora cuando el día empieza realmente a vivir, ahora cuando corres sin trabas entre los setos, cuando bajas unas escaleras y subes por otras después de haber sido solo una sombra fugaz que el sol del mediodía no pudo perseguir? No hay gran diferencia, te dices (te dices sin palabras), pues todo lo que ocurrió durante el día sigue ocurriendo ahora mismo en tu mente de niño. Nada separa lo que ha dejado de existir de lo que sigue existiendo en las imágenes vivas que preceden al sueño. Mañana continuarás, desde que te levantes, los juegos en el césped, la captura de escarabajos, la persecución de lagartijas, los chapuzones en compañía de tu hermana y de los amigos de todos los veranos. La noche es solo una pausa entre una claridad y otra. Un descanso, la recuperación de la energía para el día siguiente. Sin embargo, las imágenes no te dejan dormir.

Al final te has dormido. Deben de ser las tres o las cuatro de la mañana cuando te despiertas. Una luz muy tenue entra por la rendija del balcón, seguramente la luz de la farola del paseo. La escalera está oscura. Tus padres deben de estar profundamente dormidos en su habitación del piso de abajo. Crees incluso escuchar cómo respiran. También tu hermana duerme, en la cama de al lado. Sientes unas ganas intensas de orinar. En alguna rara ocasión te ha ocurrido lo mismo: te has despertado a media noche con ganas de orinar y, cuando estabas llegando al final de la escalera que desemboca en la puerta misma del baño, has oído la voz de tu madre que te llamaba, desde la cama, preguntándote qué te ocurría, si te sentías mal, si no podías dormir. Ahora no quieres despertarla. Sabes que son los crujidos de la escalera los que la despiertan, pues su sueño es ligero, y sabes también que no hay forma de evitarlos aunque bajes despacio y con el máximo cuidado. Así que se te ocurre algo.

La idea es orinar sin tener que ir al baño. Como las ganas te apremian, no te lo piensas: lo harás en una de las gavetas vacías del armario. Así mismo, como suena. Te levantas muy lentamente, para que tu hermana no se despierte, y te acercas a la puerta de madera del armario, la abres, empiezas luego a abrir la gaveta con sumo cuidado, y allí tienes ya el lugar en el que podrás orinar sin temor a que se despierte tu madre. Orinas. Durante medio minuto sientes el alivio, esa sensación de liberación, como si te estuvieran desinflando desde dentro. La gaveta es grande y el orín se reparte por toda su superficie, formando una fina capa, una especie de charquito que brilla a la tenue luz que entra desde fuera. Como luego cierras la gaveta, y a continuación la puerta del armario, como además esa parte del armario apenas se utiliza, y como, por si fuera poco, en el colegio te han enseñado que el agua se evapora al contacto con el aire, confías en que, tal vez al día siguiente, habrán desaparecido ya las huellas de tu escaramuza nocturna. Vuelves a la cama, te acuestas, y enseguida te quedas dormido.

Y, claro, al día siguiente tu madre lo descubre todo.

2 comentarios:

  1. Aunque sea el leve aleteo de una mosca, las madres oímos todos durante la noche. Delicioso relato.

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  2. Más delicioso aún es tu comentario. Gracias y un cordial saludo.

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