domingo, 25 de diciembre de 2011

GUAYEDRA

Ahora regresa como una despedida, pero entonces lo vivimos como una espera en el corazón de nuestro permanente encuentro. Creo que nunca volví a la playa de Guayedra. Era una despedida porque volvíamos de un viaje, abandonábamos la isla, y lo hacíamos por el extremo contrario al de la casa en la que habíamos vivido. La parte de Agaete, el pequeño puerto al que unas horas más tarde veríamos llegar un barco enorme y atracar en las aguas protegidas por la escollera, al pie de los acantilados, junto al dedo divino acaso ya entonces mutilado (¿el dedo de un dios telúrico que se dirige hacia el cielo o el dedo de un dios marino que abandona las aguas?), la parte de Agaete, el borde occidental, la cola del dragón como una muralla dentada en los extremos de la isla: desde allí estábamos a punto de despedirnos de todo lo vivido y, sin embargo, en la playa de Guayedra los juegos eran como las marcas de una presencia primordial. Recuerdo que dejamos la ropa entre unas rocas, la ropa que traíamos para la travesía entre las islas. Nos desnudamos como para alimentarnos de sol. No había nadie más en la playa. Debía de ser un día cualquiera entre semana, sin duda en el otoño o en el invierno, uno de esos días perfectos para bajar a un lugar como Guayedra y disfrutar de una playa casi amasada allí mismo para nosotros dos. El tiempo no era entonces, como el que vendría después, el del dolor y la culpa: eran los días de la bendición, de la innombrable risotada de las olas, de los pies que se pisaban sobre la arena buscando ahuyentar las sombras de cualquier tiempo pasado que nunca fue mejor. La parte de Agaete y de Guayedra hasta la que llegamos para aplacar la espera, para pisar un poco más la isla del amor: bancales misteriosos los que bordeaban la exigua carretera que descendía a la costa, ninguna premonición de lo que ocurriría luego, en otra isla, bajados otros barrancos, gritadas, una vez más, las palabras que el viento hurtaría a las bocas, las que nunca podría yo escribir aquí o en parte alguna a riesgo de no sobrevivir a ellas. Y aquella playa, la playa de Guayedra, era todas las playas, cada una de las playas en las que habíamos retozado o en las que nos habíamos sentado a pie de orilla o a las que tan solo nos habíamos acercado con el coche para verlas de lejos como una promisión. Pero también era otra: era un lugar extraño en el que, después de desnudarnos, nos lanzamos al agua sin muchas precauciones, como si nos faltara el tiempo o como si el tiempo aquel que se nos otorgaba necesitara ser medido de otra forma, aspirado, bebido, casi succionado con total ansiedad. Esa gran bribona, la memoria, pretende ahora sustraerme lo que allí te conté, lo que tú me dijiste, creo que estaría incluso dispuesta a confundir nuestros rostros por los de otros dos amantes, el tuyo sobre todo, tu rostro que era entonces la más delicada de las formas, los ojos enmarcados por enormes pestañas, la boca destilada entre el frescor de la sal, el pelo chorreante, la frente soleada, las orejas que no dejaban nunca de tiritar bajo mis manos. La gran bribona: aquí está mi respuesta a sus aviesas maniobras, a toda su mistificación contra Guayedra, a los jardines colgantes con que intenta sustituir lo que no eran más que lentos cardones encendidos. Lo que vieron allí los ojos lavados de los días perdidos no será aquí manipulado por la memoria pútrida. Cuánto silencio se volcó luego sobre aquellas pocas palabras. Años de silencio, pues ya no somos tan jóvenes, si es que alguna vez lo fuimos. Éramos niños y ancianos a la vez, nacidos a cada instante y a cada instante moribundos, peces voladores que salen un momento del agua y sonríen para volver a caer en la gran risotada de las olas. Todo lo que nos dijimos quedó allí y no estoy dispuesto a que sea tergiversado por el tiempo si no fuimos capaces de guardarlo en nosotros. La carretera bajaba hasta Guayedra: nunca habíamos oído el nombre del lugar. No siempre quienes se aventuran tienen razones para la aventura. Nosotros, simplemente, esperábamos a que llegara un barco. De quién habrá sido la idea: ni idea. Hasta el coche iba a abandonar aquella isla, iba a entrar en las fauces del barco que se retrasaba. No dejaríamos ninguna huella tras nosotros. Las de los pies enlazados en la orilla pronto desaparecerían. Los ecos de las voces se infiltrarían en el interior de la brisa marina. Los guiños de tus ojos resonarían en mi corazón. Ninguna huella quedaría allí, en aquella isla, para que no fuera luego confundida con otras. Nos lo llevaríamos todo con nosotros y nosotros mismos nos encargaríamos de destruirlo todo.   

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