sábado, 7 de mayo de 2011
ESCENA NOCTURNA EN UNA PLAZA DE AGÜIMES
Dos hombres beben cerveza en una pequeña plaza junto a la carretera general. Son vecinos, puerta con puerta, pero apenas se han tratado hasta entonces. De vez en cuando pasa un coche que interrumpe el relativo silencio y deja una estela de sonido que tarda unos segundos en desaparecer. Es una noche sin viento, algo poco frecuente en ese pueblo ventoso, en ese pueblo al que un viento constante desquicia como si cientos de culebras hubieran sido soltadas para inocular su veneno en la sangre de todo aquel que no se ponga a resguardo. Los dos hombres conversan sobre sus vidas. Uno de ellos tiene mayor necesidad de hablar que el otro. Expone hechos, inculpa, se lamenta, esboza excusas, describe, se confiesa, inquiere. El otro escucha y de vez en cuando contesta, pregunta poco y esconde casi todo lo que tenga que ver con su propia intimidad. De vez en cuando el conductor de alguno de los coches que pasa mira hacia la plaza, toca la bocina al reconocer al hombre locuaz y este lo saluda levantando la mano sin demasiado entusiasmo. Están solos en la plaza. Incluso el camarero que les sirvió los botellines de cerveza parece haberse esfumado. El pueblo es como un laberinto de callejuelas por las que a esas horas de la noche cualquiera que pase parece sospechoso de algo. Uno de los hombres fuma. No hace demasiado frío y los dos están en mangas de camisa. El hombre locuaz es natural del pueblo y el silencioso lleva viviendo en él solo unos años. A pesar de que sus casas limitan la una con la otra, no saben demasiado el uno del otro. Los muros, gruesos como se construían en ese tipo de casas terreras hace casi un siglo, no dejan que se filtren apenas ruidos desde el otro lado. Los dos hombres saben que las vidas que llevan no se parecen. Uno celebra fiestas con frecuencia, acoge a numerosos huéspedes sin que quede muy claro si se trata de amigos o de amigos de amigos, recibe visitas a altas horas de la madrugada que abandonan su casa a los cinco minutos como si hubieran conseguido lo que habían ido a buscar. El otro lleva una vida recogida, relativamente ordenada, entre libros y discos a los que dedica sus tardes y sus fines de semana; alguna vez, es cierto, recibe una visita que se queda a dormir por lo general solo una noche, sin que este tipo de hechos altere la monotonía en que ha encauzado su vida. Sin embargo, a lo largo de la conversación que ambos mantienen parece entreverse que cada uno de ellos desearía llevar la vida del otro. Cuando, alguna rara vez, han coincidido en sus respectivas azoteas, desde las que pueden contemplarse mutuamente, se han sorprendido porque, al contrario de lo que creían, la azotea del que lleva una vida disipada es un pequeño nido de calma perfectamente ordenado, mientras que la de su vecino introvertido y solitario es un penoso caos incontrolable al que va a parar buena parte de sus frustraciones, de sus miedos.
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Culmina el texto con las espadas en alto, literalmente, con el motivo de las azoteas, una familiar (para mí, canaria también) transformación o pariente muy cercana del motivo del "desván" o la "buhardilla" y todas sus implicaciones en relación con esa parte alta, por geografía, del ser humano... alta... y, paradójicamente, al mismo tiempo sumergida en unas profundidades tan turbias como el relente de la mañana o la neblina más tupida.
ResponderBorrarDos azoteas gemelas, espejos antagónicos...
Y maravillosa la imagen del viento horadando tabiques y tímpanos en Agüimes (doy fe de lo certera que es...;-))
M.
Gracias, estimado anónimo, por tu generoso comentario. Me alegra que el texto te haya gustado. Hay algo turbio y algo cristalino en los recuerdos que vinieron a confluir mientras lo escribía. Un saludo.
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