Para Fernando Valls
Mientras el autobús recorría las zonas industriales de aquella población del extrarradio, yo me removía en mi asiento de la parte trasera intentando descubrir el título o el autor del libro que mi compañero de viaje, sentado justo delante de mí, estaba leyendo. Se trataba de un joven de unos veinte años que ostentaba en el lado izquierdo del cuello un tatuaje con forma de ideograma chino. Constreñidas por unas colinas más bien resecas, las grandes empresas se alineaban como si ya con la propia arquitectura de sus sedes estuvieran compitiendo. Pasarelas descendentes junto a paredes de cristal segmentadas cuadrangularmente, entramados de metal abrazados por enredaderas y suspendidos sobre un aparcamiento destinado a los empleados, aleros casi ingrávidos, pequeñas plazas acaso rotatorias en las que los trabajadores podían descansar o fumar en una de sus pausas, suntuosas cristaleras ahumadas semejantes a la piel de un animal dormido que no era otra cosa que la sede de la principal empresa petrolera del país. Logré leer algunas frases del libro que el joven sentado delante de mí iba leyendo abstraído, despreocupado de un paisaje que a mí me fascinaba. El autor, fuera quien fuese, hablaba del éxtasis de los místicos como un goce, una experiencia de plenitud, una comunión y un estado de gracia. Afirmaba, en otro lugar —mi lectura era incómoda, pues, a poco que me inclinara en exceso hacia delante, el lector, por el rabillo del ojo, detectaría mi curiosa intromisión lectora—, algo así como (no recuerdo ahora mismo las palabras exactas) que la cópula era para los budistas tántricos el sustentáculo del trance. En la misma página, un poco más arriba, aparecía el nombre de Lacan y, unas líneas después, el de San Juan de la Cruz. Con estas premisas, no sé por qué, empecé a vincular lo que veía a través de los cristales del autobús con las palabras y expresiones sueltas que, entre bache y bache, podía sustraer del libro del lector. Era extraño que todo aquello estuviera sucediendo al mismo tiempo: no solo que un joven de unos veinte años, en aquella ciudad de la tecnología y de la industria, estuviera leyendo unas lecciones sobre la experiencia mística, sino, además, que aquel autobús, en el que no había, aparte del lector y de mí, más de tres o cuatro pasajeros, todos ellos sentados en la parte delantera, siguiera una ruta que, según me indicó el conductor al preguntarle al principio por mi destino, era circular y estrictamente simétrica a la de otro autobús que salía del mismo punto y hacía el mismo recorrido pero en sentido contrario; y, asimismo, que las inquietantes sedes de empresas que se iban sucediendo dictaran algo así como un rumor de fondo del que las palabras, aquellos sustentáculos de experiencias ya casi inaccesibles hoy en día, se iban destacando gracias a los baches que el autobús superaba con respingos más o menos bruscos. No había ninguna explicación para todo aquello, especialmente para el hecho de que yo estuviera en aquel autobús a aquella hora. En determinado momento, escuché la voz del conductor y pensé que me estaba avisando de la proximidad de mi destino. Me acerqué hasta él y me dijo que no, que estaba indicándole su destino a otro pasajero, que el mío tardaría un poco todavía. El otro pasajero era el lector, que, con el libro guardado en su mochila, sin que finalmente pudiera enterarme de quién era el autor, se bajó como si tal cosa en aquella parada dejando en el autobús un vacío que podía resumirse de este modo: me quedé solo en la parte de atrás del autobús; dejé de tener ante mí un ideograma chino cuyo significado me intrigaba; el libro del que había podido espigar irradiaciones que, en cierto modo, combatían mi desgana lectora, había desaparecido; habíamos llegado a una zona de la ciudad en la que ya no atravesábamos polígonos industriales sino edificios convencionales de viviendas de clase media. Así que, cuando comprendí que todo se desmoronaba, tomé una decisión: casi de un modo furtivo, para que el conductor no se hiciera extrañas preguntas que nadie iba a contestarle, me bajé en la parada siguiente. Luego deambulé durante toda la tarde.
Quizá no sea una costumbre muy discreta curiosear las lecturas ajenas; pero admito que todos caemos en ella de vez en cuando. Es interesante esa miscelánea que propone el texto: mística en movimiento en las afueras industriales de la capital de España. Sí, ni la vida (como decía Pessoa) ni la industria ni la tecnología ni la ciencia son suficientes para calmar los apetitos humanos: leemos y escribimos porque la vida no es bastante y para vivir el doble; aunque sean "cuentos de hadas" o el Paraíso de Dante, diga lo que diga el admirable, pero maniqueo y parcial, Stephen Hawking (convertirse en una "estrella" o figurín de la ciencia es tan pésimo como serlo de películas de serie B o de música pop) . Un abrazo con el hambre de siempre de mitos y palabras, diga lo que diga, repito, el oráculo informático de Mr. Hawking. Good morning, sire.
ResponderBorrarGracias, Iván, por tu comentario. Yo no diría que leo y escribo para vivir el doble sino, simplemente, para vivir. Pero intuyo que nos referimos a lo mismo con distintas palabras. En cuanto a Hawking, supongo que cuando uno es un genio (de verdad) puede permitírselo casi todo. Un fuerte abrazo.
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