domingo, 19 de diciembre de 2010

EN UN LOCUTORIO DEL NORTE DE MADRID

Lo primero que escucho es un murmullo, como si estuviera hablando en voz muy baja para que no se la escuche fuera de la cabina o como si —así es, al menos, como el murmullo se proyecta en mi imaginación— tuviera la boca muy pegada al auricular, como si, por apurar hasta el máximo la imagen, todo su cuerpo estuviera enroscado en torno al teléfono en un último intento, desesperado, de salvarse. Susurraba, casi lloriqueante, y su voz, al principio, me pareció la de un hombre. La de un hombre sumiso, acabado, postrado. Sin embargo, cuando luego empezó a transformar sus susurros en frases plenamente articuladas, e incluso, más tarde, en gritos recriminatorios o interrogativos, quedó claro que era una mujer. Su voz era ronca, como la de una mujer que ha fumado o que ha bebido mucho. Acusaba al hombre con quien hablaba de mentir, de mentir como un bellaco, y le preguntaba si, por la virgen santísima, no le daba vergüenza mentir como un bellaco. Le estaba dando, le advertía, la última oportunidad antes de enviarlo a la guardia civil. Le preguntaba dónde se encontraba, en qué localidad, y le proponía un encuentro para esa misma noche, aun si cada uno de ellos tenía que desplazarse cientos de kilómetros. Daba la impresión de que él no aprobaba ese encuentro. Si ella estaba dispuesta a desplazarse trescientos, por qué, le gritaba, no podía él desplazarse cien. Le pedía que la dejara hablar, ya que era ella quien había tomado la iniciativa de llamarlo y quien iba a pagar la llamada. Le decía que no, una y otra vez, y en un momento determinado lo llamó con su nombre completo, nombre de pila compuesto y dos apellidos, como si con esa mención casi bautismal pudiera conseguir más atención o impedir que él hiciera lo que quiera que estuviera planeando hacer. Le dijo que, si no podía mover el camión de donde lo tenía aparcado, alquilara un coche para poder venir. Volvió a bajar la voz, como si nada de lo que había estado gritando sirviera para algo, y, casi llorando, le dijo que no tenía ni para comprar tabaco, que se arrastraba todas las noches por las calles de la ciudad de un lado para otro, que lo único que quería era mirarlo a los ojos. Cuando acabé mi sesión de internet y atravesé el pasillo hasta la salida, miré hacia la cabina donde ella estaba, pero no pude verle la cara. Era una mujer de estatura media, melena rubia teñida y, me pareció, no demasiado limpia, abrigo, bolso. Estaba, como la había imaginado al principio, como enroscada en torno al teléfono, agarrada a él quizá con las dos manos. Era una mujer sin nombre que hablaba, creo, con un hombre que ya no la quería.

4 comentarios:

  1. Me parece tristísimo perder la dignidad, suplicando migajas a alguien que ya no te quiere dar nada, ni siquiera una mirada. Y lo digo sin reproche, realmente me encoge el corazón imaginar a esa mujer y su dolor. Creo que el ser humano no puede perder asi su orgullo, mendigando a personas pobres de espíritu.

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  2. La verdad, Rafa, muchas veces amamos a quien no debemos o a quien sólo puede amarse a sí mismo. Me ha gustado mucho el texto. Cálidos saludos! Nos vemos en TEA.

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  3. Gracias por este nuevo comentario, amigo Iván. Es verdad: casi siempre amamos a quien no debemos. Hasta pronto en TEA. Un saludo. Rafa

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