jueves, 30 de diciembre de 2010
DESPUÉS DE UN BREVE REGRESO A LA ISLA
miércoles, 22 de diciembre de 2010
LA MESA DE PIMPÓN
lunes, 20 de diciembre de 2010
GAVETAS
domingo, 19 de diciembre de 2010
EN UN LOCUTORIO DEL NORTE DE MADRID
jueves, 9 de diciembre de 2010
CALLE MARÍA CRISTINA
domingo, 5 de diciembre de 2010
CALLE BERNABÉ RODRÍGUEZ
- Dejemos más bien que las imágenes vayan poco a poco empujando las cáscaras invisibles que parecen envolverlas: las que logren salir acaso puedan guiarnos a medida que hablamos.
- ¿Fueron tú y él compañeros de clase?
- Sí, desde los primeros cursos del colegio, desde que tengo memoria. Y lo seguimos siendo hasta que yo dejé el colegio por un instituto público. Siempre estuvimos en la misma clase, pues ninguno de los dos repitió curso.
- ¿Frecuentaste mucho su casa?
- Calculo que habré estado unas quince o veinte veces en ella, a lo largo de los años. Allí vi por primera vez un ordenador personal, que sus padres le habían regalado. Nos recuerdo tumbados en la cama de su dormitorio, obnubilados con aquella pantalla en la que unas figuras que hoy serían irrisorias conformaban unos juegos en los que ya no había juguetes.
- ¿Es ese tu recuerdo más intenso de aquella casa?
- No sabría decirte. La ropa que caía de los armarios empotrados a lo largo del pasillo cuando a algún otro compañero y a mí se nos ocurría abrir una de sus puertas nos hacía retorcernos de risa. En eso éramos crueles y, en cierto modo, creo que inconscientemente nos descolocaba esa cultura de la acumulación, proliferante, en la que la ropa, en cantidades industriales, parecía introducida a presión en aquellos armarios y abandonada allí durante un tiempo indefinido como si no hubieran podido o querido desprenderse de ella. También hay otros recuerdos, claro.
- ¿Te refieres a las fotos gigantescas de familiares muertos rodeadas de flores y de varas de incienso?
- Sí, y era como si su presencia siguiera flotando de algún modo en el aire. De hecho, llegué a conocer a un abuelo suyo que murió poco tiempo después. Cuando vi el altar en que lo recordaban, la inmensa fotografía en que lo habían fijado para siempre, en medio del salón, me dio realmente la impresión de que siguiera vivo.
- ¿Te hablaba mucho de su país?
- Casi nunca. Ni siquiera cuando volvía al colegio después del verano, tras haber pasado uno o dos meses allí, hablaba demasiado de su país. No recuerdo que me haya dicho de qué parte era su familia. Tampoco recuerdo que hablaran entre ellos otra lengua que no fuera el inglés o el español. Parecían querer borrar, al menos de cara a los demás, cualquier huella de su diferencia. Debían de haber heredado de la generación anterior el desprecio o la antipatía con que fueron acogidos en la isla.
- ¿Qué más podrías decirme?
- Eran sonrientes, pero también melancólicos. Te contaré una anécdota. Creo que habían pasado ya algunos años desde que yo había dejado el colegio cuando un día visité a mi amigo. Es posible, incluso, que haya sido la última vez que estuve en su casa. (Luego se mudaron a otro piso, que ya no conocí.) Al despedirnos, él en el descansillo y yo en el ascensor, nos dimos la mano y noté que durante unos instantes no me la soltó: sintió siempre hacia mí un verdadero cariño, pero sabía que en ese instante la vida iba a separarnos, como en efecto ocurrió. Y creo que lo supo con más lucidez que yo. No nos habían separado las religiones, las lenguas ni las costumbres, pero iba a separarnos el tiempo, contra el que nada se puede. Esa imagen contiene uno de los momentos más tristes de mi adolescencia.
- ¿Nunca más lo viste?
- Años más tarde me puse en contacto con él. Yo era ya profesor en un instituto del norte de la isla. Él era director de un hotel en esa misma zona. Me invitó a almorzar allí, junto con dos de sus subordinados. La conversación fue insulsa, protocolaria. Había engordado. Seguía igual de sonriente y de atento. Se había casado y tenía un hijo. Nos despedimos en la calle, junto al hotel, y nunca más lo he visto.
- ¿Sabes algo más de él?
- Dejó el hotel y pasó a trabajar con su padre en lo que siempre le gustó: la informática. Sufrió la tragedia de ver morir de cáncer a una hermana menor. Lo llamé cuando me lo contaron, pero no lo localicé: tal vez haya cambiado de número. Sé que viaja con frecuencia a su país por asuntos de trabajo. Y sé que volveremos a encontrarnos un día, de casualidad, en alguna de las calles de nuestra pequeña ciudad, y que al mirarnos a los ojos seguiremos reconociéndonos como si el tiempo nunca hubiera pasado.
viernes, 3 de diciembre de 2010
ANTIGUA CALLE DE LOS CAMPOS
Como las dos casas eran vecinas, alguna vez pensó —¿o lo piensa ahora por primera vez?— en la posibilidad de conectarlas mediante un túnel labrado por su imaginación por el que, mientras la troupe familiar confabulaba sobre cláusulas de contratos, últimas voluntades y demás disposiciones testamentarias, podría escabullirse desde el cuarto de los pájaros hasta la casa aledaña y desembocar así en el suntuoso salón de sillones morados, fotografías arracimadas sobre pacientes veladores y una televisión al fondo, casi siempre encendida aunque con el volumen muy bajo. Detrás de la cortina que dividía en dos el cuarto de los pájaros para que no estuvieran a la vista los tarecos diversos que su abuela guardaba como restos de otras épocas o, a veces, como repuestos para la presente, entre un sofá desvencijado y una cómoda inservible, se encontraba el comienzo imaginario del túnel. Hasta allí se llegaba cuando lo aburrían los cónclaves sobre viejas herencias que terminaban siempre con fumata negra y caras largas: escarbaba en la pared, o apoyaba en ella, en el lugar exacto en donde se abría el acceso a la otra casa, su oído, impaciente por saber si del otro lado sesteaban, charlaban animadamente o tan solo permanecían tumbados con las piernas estiradas sobre escabeles desgastados, indolentes, ociosos. Las dos ramas de su familia, separadas únicamente por ese tabique que él taladraba con su imaginación, en casi nada se parecían. Los de acá eran ruidosos y los de allá parsimoniosos. Los de acá eran campesinos y los de allá burgueses. Los de acá eran transparentes y los de allá laberínticos. Así que, lo mismo que de vez en cuando tenía que escapar de las sobremesas airadas de la casa de acá, otras veces necesitaba alejarse de la desangelada parsimonia del otro lado. Para eso era el túnel: para vivir dos vidas cuando estaba condenado a vivir solo una, para no sentirse nunca encerrado en un modo exclusivo de ser, en un único lugar, para ausentarse sin dejar de estar presente, para presentarse aun permaneciendo ausente. Nadie sabía que existía, pero un día su abuela descorrió la cortina y le preguntó qué andaba buscando en aquella esquina del cuarto, sentado junto a la pared, como si estuviera escuchando lo que ocurría al otro lado.
jueves, 2 de diciembre de 2010
DOS VOCES
― Y tú, ¿para qué quieres coleccionar palabras, falsario, como si pretendieras parecerte a la savia de la vid que genera los racimos, impostor, como si no supieras que cualquier racimo nacido de la tierra será siempre más verdadero, más hermoso, más pleno y más invulnerable que tus pobres ristras de palabras, pelele, como si no te dieras cuenta de que los días se pierden como semillas esparcidas en el viento, se desparraman sin remedio, se disuelven hasta que nadie diría nunca que existieron? ¿Y tú quieres oponerles, tenorio, personilla, los espantapájaros de tus versos, las apocadas estrofas de tu pálida musa, el siniestro tesoro de tus noches sin vida, simuladas?
― Ya no quiero vivir. Me he resentido de todo lo que siempre quise vivir y nunca pude. Toco un arpa con dedos cada vez más delgados, cada noche, y dejo que su sonido quede resonando hasta que el sueño lo apaga como a lo que no tiene vida. Me he dormido en los brazos insomnes de la noche: resuenan como los de un esqueleto contra los míos cuando me acunan con su nana de nada. Para qué vivir ya. Qué me ofrece la vida. Para mí no fue siempre, ¿o quizás sí?, una canción escuchada a lo lejos, cantada con los labios cerrados a través de una garganta enferma. Los poemas que mi afán intenta componer no siempre fueron como colgajos resecos de cuerpos ahorcados junto a un camino polvoriento: un pútrido recuerdo de lo que alguna vez debió de ser la fuente y el galope de la vida.
― Ahora pretendes confundirme aludiendo al tarot. No me creo ya tus zarandajas. ¿La fuente y el galope de la vida? No dejas nunca de coleccionar palabras, casi siempre al tuntún. Intentas deslumbrar con medio gramo de paralelismos, una pizca de aliteración, cuatro rancias metáforas, unas puntitas de calambur y alguna renqueante paradoja. Muestras ante el respetable, como el escudo del gran héroe homérico, tu ekfrasis personal, los tatuajes absurdos con que abrumas tu piel todos los días, tus necios atributos que ni siquiera, como pretendes, vivieron épocas mejores. Simplemente te adornas como un pavo real de ojuelos falsos, de gastadas miradas que a la más mínima arremetida del exterior se repliegan, se esconden como lo que son: temerosas máscaras tras las que nada hay.
― ¿No es eso lo mismo que haces tú? ¿O son tus palabras más puras que las mías, más auténticas, o es que están hechas de una pasta diferente, de un aliento con mayor porcentaje de alma humana? ¿Por qué no las usas, tus palabras, como un espejo en el que mirarte? Tal vez aprendieras algo. Me preguntas, me defines, me instigas, me recriminas y me abates. ¿No sería más útil que ejercieras sobre ti mismo tus higiénicas prácticas? Pues desde el momento en que hablamos nos alejamos de la vida, y desde el mismo instante en que nos alejamos de la vida se desgasta nuestro rostro, y a partir de ese momento hemos empezado sin remedio a perdernos no solo para los demás, sino para nosotros mismos. Así que, si quieres permanecer intacto e impoluto, ¿por qué no empiezas por dejar ahora mismo de hablar?
miércoles, 1 de diciembre de 2010
AGRIMENSOR DEL DESIERTO
Para Mariano de Santa Ana y Orlando Franco
1) Crece el desierto: la extensión del desastre es mayor que el tamaño de la esperanza. 2) La cultura milenaria del mar que agoniza nada podrá hacer para salvarlo. 3) Ante el asedio imparable de los titanes de asfalto y de cemento, las antiguas pirámides apenas brillan ya en su ilusoria eternidad: sepulturas que acabarán, a su vez, sepultadas. 4) Ni siquiera las islas bendecidas con bosques de otras eras, santuarios habitados aún por ninfas y por faunos, han sabido protegerlos: unas horas han bastado para destruir la tela urdida durante milenios. 5) Recorrí el bosque quemado: la andrajosa memoria de las ramas en que, intacto, glorioso, gorjeó en tantas tardes de dicha el mágico pinzón azul me salía al encuentro a cada paso. 6) Cadáveres de árboles que fueron templos vivos de la brisa, de los juegos de niños confiados, de las risas del aire mezcladas con sus risas. 7) Quise bajar al mar, a acantilados que recordaba majestuosos, a playas en que el agua estaba antaño tan limpia que traslucía la piel del cuerpo amado entre mis manos: todo era fango y podredumbre y urbanizaciones turísticas y polígonos y fábricas y muros y vigilantes y putas y dolor y piscinas y solares alineados para la masacre futura. 8) Y orondos, en despachos con vistas, propietarios de hoteles caribeños, titulares de cuentas en dudosos bancos suizos o cómplices de mafias extranjeras, los culpables de toda esta historia universal de la infamia se frotan las manos manchadas con la sangre de su propia tierra. 9) Contempla, contra el asco, contra la desazón, contra la impotencia cada vez más profunda, una flor que renace en medio de cenizas, un delfín que aún da saltos en el pútrido mar. 10) Boquearan hasta hundirse en ese mar los miserables causantes de esta ruina sin retorno, de este lento apagarse de la luz de la vida. 11) Lo que perdura, me he dicho mientras escribía, un tiempo en la palabra es el brillo ocasional, condenado a extinguirse, de un ala imprevista, de una nube blanquísima, de un labio esperanzado sobre otro sometido, la efímera dulzura de un milagro ahí al lado, aquí mismo, junto a ti, junto a mí: nada más. 12) De ninguna otra hazaña es capaz la palabra, ni siquiera la palabra heroica del poema, liberada de cualquier atadura o convención: no va a enmudecer frente al más mínimo abuso, pero sólo podrá, aunque lo condene, decirse en soledad, acallada su voz por el estruendo de un mundo sordo a sus secretos, a su inútil lucidez. 13) No va a callarse, pero nadie va a oírla. 14) Y aun si alguien la oyera, le serían impedidos, como al agrimensor K., los accesos a las dependencias (¡oh sí, lujosos despachos con vistas!) del castillo en que los infames deciden la lenta pero implacable destrucción de la tierra. 15) Y un humus putrefacto absorberá nuestros huesos.
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