viernes, 8 de octubre de 2010

EL HUÉSPED

Aunque viniera de lejos —del otro extremo del mundo— podíamos comunicarnos en una lengua que ambos habíamos aprendido por razones diversas: él, porque en su país era obligatoria en la educación primaria y secundaria; yo, porque había pasado unos años de mi vida en un país donde se hablaba esa lengua. Si le propuse que se quedara unos días conmigo, que se instalara por una corta temporada en mi casa —en un pequeño cuarto que yo no utilizaba—, no fue solo porque supe que había dejado el hotel en el que había pasado las primeras noches en nuestro país y estaba buscando habitación, sino también porque sus ojos me encandilaron a la primera mirada: sentí que me decían algo que yo debía intentar descifrar, aunque muy bien podría estarme equivocando —pensé también desde el principio— al vislumbrar en ellos otra cosa distinta de su brillo exterior. Nunca le había abierto tan rápidamente las puertas de mi casa a nadie; era incluso bastante celoso con mi intimidad, pues después de tantos años como llevaba viviendo solo cualquier insinuación de convivencia me parecía una intrusión que debía evitar. Así que la noche en que lo estaba esperando —me había llamado para confirmarme que vendría, pero tenía que ir al hotel a recoger su equipaje, y luego tomaría un taxi hasta mi casa—, fue extraña para mí: de pronto, por un arranque de hospitalidad tal vez extravagante, alguien estaba a punto de abrir una brecha en el caparazón que yo había ido labrando, consciente o inconscientemente, a lo largo de muchos años; temía el desequilibrio que eso conllevaría; pero, por otro lado, había asimismo una emoción indefinible, la sensación de que esa brecha y ese desequilibrio acabarían con cierto letargo, con una especie de insensibilidad en la que había ido hundiéndome sin duda como un modo de protección frente a lo que consideraba un sinfín de amenazas invisibles —no contra mi integridad física, sino contra mi salud mental o espiritual. Así que me encontraba en una encrucijada y el único culpable era yo. No había, es verdad, ninguna intención en mí más que la de brindar un sitio de tránsito a alguien que, en su juventud y en su relativo desamparo, me recordaba a mí mismo cuando tenía su edad y deambulaba por las ciudades de un país extranjero. Pero no menos cierto es que fantaseaba con la posibilidad de una convivencia más larga, con el desencadenamiento de una serie de encuentros, de aproximaciones, que esa misma convivencia podría propiciar, sin que a la vez quisiera pensar que mi finalidad al proponérsela hubiese sido precisamente tenderle una trampa de la que le fuera difícil escapar. Buscaba reforzar en mí la creencia de que lo único que ocurría era que, de pronto, mi soledad había encontrado la ocasión perfecta para ponerme a prueba, para preguntarme si estaba ya saciado de ella o si el amor que le profesaba —por decirlo de algún modo— era más fuerte que la monotonía que ella me imponía. Me vi obligado a recoger un poco el cuarto que iba a cederle: solo me servía para ir acumulando trastos que no usaba. Recogí un poco mi mesa de estudio, la cocina, el baño. Me afeité. Vaporicé un poco de ambientador en el aire. Todo lo demás lo dejé como estaba. Me consideraba muy lejos de batir ningún récord de limpieza y de orden, pero tampoco vivía en una leonera. Luego me senté a esperar. Me di cuenta de que era incapaz de ninguna actividad que requiriera concentración, tranquilidad y despreocupación. Aquella ansiedad me paralizaba al mismo tiempo que me vigorizaba. Cuando escuché el sonido del portero automático —estaba en el baño, pasándole un último trapo al lavabo—, me dije que todo aquel tiempo de espera había terminado y que en cuanto subiera las escaleras y me lo encontrara con su maleta en el umbral de mi puerta empezaría otro tiempo distinto, desconocido.

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