miércoles, 27 de octubre de 2010

LO POCO O NADA QUE SÉ SOBRE LA PÁGINA EN BLANCO

Siempre he querido comprender a qué se referían algunos escritores, sobre todo poetas, cuando hablaban del terror a la página en blanco. Nunca he experimentado nada semejante. Imagino que con esa expresión querían dar a entender una ansiedad causada por el deseo una y otra vez frustrado de escribir, como si lo que en su interior se había ido formando al modo de un discurso silencioso, apenas verbal, conformado tal vez por meras imágenes o por retazos deshilvanados de palabras, no encontrara el conducto para verterse en la página de un modo coherente, con frases y oraciones que estuvieran a la altura del conglomerado mental del que brotaban. Hay, creo, siempre una fisura insalvable entre las palabras y las cosas, o entre las palabras y las imágenes mentales de las cosas, entre nuestro lenguaje y nuestras vivencias, pues son mundos radicalmente distintos que en la escritura, en la poesía, quisieran encontrarse. El poema soñado es siempre el doble del mundo, pero una vez que desciende del sueño y se transforma en realidad de palabras de una lengua concreta se convierte en algo diferente del mundo, en otro mundo con sus propias leyes, con sus propias incandescencias y penumbras. Siempre que me he sentado a escribir, hasta donde recuerdo, lo he hecho porque sentía la necesidad de unirme a un ritmo que había escuchado en mi interior, quiero decir que las palabras se habían formado por sí solas en razón de no sé muy bien qué recuerdo o qué experiencia o qué intuición o qué vacío. Luego, claro, la torpeza inherente a la mano, o a la propia mente incapaz de seguir como hubiera sido deseable esa canción desconocida, hacían que muchas veces trastabillara, que me bloqueara, que no le viera salida a lo que llevaba ya escrito. Pero siempre había algo escrito. No me he enfrentado nunca a ese desierto de la página en blanco, como ha sido también definido, para ver qué podía depararme. El desierto, si lo había, estaba mucho más allá de la página en blanco, en un lugar invisible, y su desolación era la misma de la vida, una especie de desgana, un malestar, una fatiga, una falta de energía, un abismo cuyo final no veía y que nada entregaba porque nada había en él. Por eso, las veces en que escuchaba esa llamada cuya primera nota era siempre una palabra entrañable, sabía que por unos instantes me había sido otorgado encontrarme con el reverso de ese desierto, con las fuentes vivientes que suelen estar escondidas tan adentro que casi nunca afloran para que bebamos en ellas. Si tenía a mano un papel anotaba esas sílabas perdidas de cuyo hilo habría de tirar para no perderme del todo, y si, como también ocurría, no tenía acceso a un bolígrafo o a un papel, entonces las memorizaba hasta donde podía para poder transcribirlas más tarde. Creo que, en vez del terror al papel en blanco, lo que realmente sentía era la incertidumbre de no saber si lo que estaba escribiendo procedía de una de esas fuentes escondidas o si era más bien una de esas canciones engañosas con que al viento le gusta jugar en nuestros oídos.

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