Mi joven y querido amigo:
si aún fuera posible, sin caer en el ridículo, revitalizar
ciertos discursos —los elogios horacianos a la vida retirada, las cartas taoístas
al amigo del alma desde monasterios perdidos en las montañas chinas—, te
contaría lo que he sentido hoy al comerme un par de nísperos a media tarde.
El níspero es la fruta que menos engaña. El color de su piel
se corresponde al de su carne. Las manchas que, cuando están demasiado maduros,
afloran a su piel señalan trozos ya estropeados de carne que pueden rebanarse
limpiamente sin que el resto del fruto haya quedado afectado. El sabor de los
nísperos armoniza muy bien con su color anaranjado, y su dulzor intenso, pero en
absoluto meloso, deja en la boca un regusto deliciosamente ácido. Yo podría pasarme
las horas comiéndome un níspero tras otro. Aunque lo mejor es hacerlo recién cogidos del árbol, como he hecho alguna vez en casa de mis padres. Allí, en
un pequeño jardín, el nisperero y el papayero dialogan casi como un hombre y
una mujer. (El papayero, con su tronco de cintura de avispa y sus frutos colgantes,
arracimados, voluptuosos; el nisperero, laberíntico y sobrio, sombrío y hasta
señorial.)
Comerse un par de nísperos una tarde no demasiado calurosa de
un sábado de mayo es uno de los pocos placeres que permite la vida en una
ciudad, como esta, de más de seis millones de cadáveres. Sé que estás pensando
en trasladarte a vivir aquí, pero te rogaría que antes de hacerlo sopesaras en
una balanza las posibles ganancias y las posibles pérdidas. No se encuentran
nísperos en todas las épocas del año. Cuenta con la posibilidad de que, cuando
te instales en alguno de los barrios de esta capital, te sientas al principio
como un extranjero que no conoce a casi nadie y luego, con el paso de los meses
y hasta de los años, como un extranjero que conoce de vista a todo el mundo
pero al que nadie conoce. Entre este tipo de alternativas se desarrollará tu
vida, permíteme que sea amistosamente profético, si te trasladas a vivir aquí.
Y, sin embargo, encontrar una fruta que no te engañe apenas, que dure unos
cuantos días en el frutero sin que se estropee del todo y que, una tarde como
la de hoy, se te ofrezca con sus manchas transparentes para que la peles, la
laves, le rebanes sus trozos estropeados y te la comas sin pensar en nada, es
una experiencia que puede compensar.
Créeme si te digo que la edad es lo único que permite
comprender ciertas cosas. Desde ese punto de vista, se puede ir perdiendo
energía, entusiasmo, frescura, espontaneidad, fuerza y pasión con el paso de
los años, pero de algo puedes estar seguro: de que comprenderás cosas de las
que a tus veinte o incluso a tus treinta ni siquiera habías tomado conciencia.
Dirás que parezco un viejo brujo con la repelente misión de aconsejar a los
jóvenes y a los extraviados, pero nada más lejos de mi intención. Solo quería
transmitirte lo bien que me encuentro. Hacía mucho que no te mandaba noticias.
Mi joven amigo, no te desanimes. Cada momento contiene un
envés en el que están escondidos algunos secretos que habrás de aprender a
utilizar en el futuro. Ahora mismo, por ejemplo, me estás escuchando hablarte
de esta tarde de hoy, con su brisa, sus nísperos, su equilibrio, su ternura o
su ausencia —esa ausencia que tanto echamos de menos cuando nos sentimos
asediados por la depredación del presente—, pero mañana, cuando empiece un
nuevo día y estas palabras no sean más que un vago y lejano discurso que se
entremezcló con los de algunos de tus sueños (pues toda palabra, venga de donde
venga, comete la impureza de mezclarse con otras: y es este mestizaje lo que
somos), tú pisarás sobre ellas como sobre un trampolín que te impulse en uno de
tus saltos, en uno de los tantos saltos en que consistirá tu vida. Así que no
me pongas mucho asunto. Tritura todo lo escuches para que, una vez transformado
en cualquier otra cosa, no se quede colgando como una losa amenazante sobre tu
cabeza. El benjamín es el que corría por los bajíos buscando los burgados con
que entretener a sus hermanos mayores. Hablo de aquellos atardeceres en la isla
que no nos serán devueltos nunca pero cuyo recuerdo puede o no compensar. Que
compense o no compense: esa es la cuestión.
Y, al abrazarte fuerte para despedirme, te digo una vez más:
a mí me han compensado hoy estos nísperos.
¡Eres la leche, chaval! Cuánto dolor y envidia habrán de sentir los que lamen las sandalias de Empédocles para sentir el sabor a cuero viejo de la literatura en sus bocas y decirse literatos.
ResponderBorrarEl níspero, la pulpa del níspero, habrá de llegar de nuevo la era de los nísperos maduros y pasados en cuencos distantes, pero vivos, y no de nísperos colgantes que solo pueden saber, para paladares atrofiados, a hojas de ficus cinerarios.
Besos,
José Aníbal Campos
El níspero y el higo, tan distintos, son mis frutas preferidas. ¿En serio que hay gente que se dedica a eso, a lamerle las sandalias chamuscadas a Empédocles en las faldas del Etna? ¡No lo hubiera imaginado! Deben de pasar mucho calor, los pobres. ¡Que se recuesten a la sombra de una higuera o de un nisperero, indolentes, y gocen con las pulpas de sus frutoss de una completa liberación del intelecto! Gracias por tu comentario y un fuerte abrazo.
ResponderBorrarChamuscado es la palabra clave, precioso. Hay lenguas para todo: lenguas insípidas que crean a partir del olor a la chamusquina del cuero antiguo; lenguas ígneas que chamuscan lo que tocan; lenguas que rozan pliegues sonrosados y generan fuego; lenguas que pervierten, con un verde ponzoñoso, la rojez de una granada rebosante de semillas; lenguas que adoban con sales vividas los dulzores de un potaje sacado de las estanterías. Lenguas, en definitiva, hay, para todas las variantes. "Haberlas, háilas", como dicen los gallegos. Pero me gusta la lengua que prueba el níspero de cuenco, el no auténtico, pero verdadero.
ResponderBorrarAníbal Campos
Lenguas para todos los gustos y colores, sí. Ese lema gallego, "Haberlas, háilas" o "Haberlas, haylas", ahora mismo me siento confundido en cuanto a su recta ortografía, podría ser un buen título para unas jornadas que alguien, algún desinteresado entusiasta, tendría que proponerle al Instituto de Estudios Canarios o a la Academia Canaria de la Lengua (o al Ateneo de La Laguna, por qué no) sobre las diversas tradiciones, familias o escuelas líricas de la literatura canaria contemporánea. Porque lo cierto es que "haberlas, háilas". ¡Salud, República y Familia!
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