miércoles, 30 de mayo de 2012
LA CAMISA
Es una camisa a cuadros negros y rojos. De esas que uno se compra
pensando que le quedarán bien —y, de hecho, en el espejo del probador del
establecimiento, cuando uno se la está probando, se ve elegante con ella— y
luego, con el paso del tiempo, son apartadas, uno las rehúye y se lo piensa
diez veces antes de ponérsela. Lleva unos cuatro días secándose colgada en las cuerdas
de la tendedera. No hará falta decir que, con este calor infame, quedó seca
diez minutos después de colgarla. El resto del tiempo ha estado tendida para
nada, retiesa como una camisa en el aire de un verano sin brisa. Creo que ha
sido esto, el hecho de que el calor la ha ido resecando y descoloriendo (si
este gerundio existe), lo que provocó que anoche apareciera en uno de mis
sueños. No se debe menospreciar la relación que existe entre una realidad
disminuida y un sueño dislocado. Alguien se me iba acercando con la camisa
rojinegra puesta e incluso con dos de los botones superiores desabrochados. Era
mi propia camisa y yo, sin embargo, actuaba como si fuera del todo normal que
alguien la llevara puesta. Lo más sorprendente es que ese individuo era un
hombre bastante más grueso que yo, quiero decir que sus brazos, su estómago,
sus caderas y su cuello alcanzaban proporciones notables que mi camisa, con su
talla mediana, no hubiera sido capaz de albergar en su realidad cotidiana. Pero
incluso las camisas se distorsionan en los sueños; y esta mía, henchida al
hospedar un cuerpo tan orondo, parecía gozosa, transpiraba, iba hasta impúdicamente
arremangada. El individuo se me acercaba peligrosamente. No sabía cómo
reaccionar. Creo que incluso le tendí los brazos, quizás solo por ver si mi
camisa, en un arranque de reconocimiento o de nostalgia, volvía en sí y se me
entregaba de nuevo. Pero nada ni nadie vuelve a las andadas, y mucho menos en
los sueños. En la indiferente realidad de esta tarde en que escribo, la camisa
sigue colgada. De vez en cuando parece columpiarse levemente como si me
estuviera amenazando con regresar a aquel sueño. He pasado un buen rato
intentando descubrir si hay algún pasadizo por el que la camisa hubiera podido deslizarse
desde la tendedera al cuerpo de aquel grasiento individuo. Creo que no lo hay. Al parecer, se trató de un proceso de autoteletransporte por monotonía. La camisa,
cansada de pender como un espantapájaros frente a las ventanas de mis vecinos
—que cuentan, chismosos como son, los días que la ropa lleva tendida a la
intemperie—, decidió por su cuenta y riesgo trasladarse a un ectoplasma de más
de cien kilos para seguir exhibiendo sus horrendos cuadros rojos y negros en
algún mundo paralelo a este. Yo creo que lo hizo para ridiculizarme, pues el
espectáculo al que tuve que asistir era grotesco y por unos brevísimos
instantes creí estar viéndome frente a un espejo con treinta kilos de más. Su
venganza consistía en una ilusión óptica, pero por suerte no me dejé engañar.
La camisa se desplazaba en dirección a donde yo estaba, vestida con un
corpachón de aúpa que le quedaba incluso largo (o la camisa a él, que ya no sé
ni lo que digo). Todo transcurría como en un espejo, por lo que tuve que
armarme con todas mis dotes de autocomplacencia y narcisismo para rechazar que
la imagen que se me presentaba fuera la de mi propio cuerpo. Los sueños nos ofrecen
en ocasiones imágenes de nosotros mismos como si fuéramos otros. En este caso
era algo similar, solo que la camisa pretendía que confundiera la imagen de
otro con la de mí mismo. No lo consentí. Realmente no acabo de entender las
motivaciones de esa desdichada prenda de ropa para tan rastrero comportamiento.
Siempre la he tratado bien. Nunca, ni en los días del más tórrido verano, he
permitido que se intoxique con mi sudor; no la he llevado nunca a ninguna de
esas lavanderías en las que una máquina anónima retuerce por unos pocos euros,
en sus sucias entrañas, cualquier prenda que se le ofrezca; jamás la he dejado
demasiado tiempo ociosa en el armario y, a pesar de que en los últimos tiempos
han sido otras mis camisas preferidas, me la he puesto regularmente y la he
paseado por ahí. Si ahora lleva unos cuatro días colgada como un espantapájaros
de la tendedera del balcón, no es porque yo lo haya querido así aposta. He
estado distraído. He tenido demasiado trabajo. He estado fuera de casa mucho
tiempo. No creo que sea de recibo que de pronto, sin merecérmelo, esta camisa
de los mil demonios se me aparezca superpuesta a un cuerpo hinchado y deforme
con la pretensión de asustarme o de entristecerme. Creo que, mal que me pese,
tendré que darle su merecido.
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