Tengo curiosidad por saber si soy capaz de ordenar en unas
cuantas líneas coherentes la historia de apenas una semana, una historia que
comenzó junto a la pista de baile de un bar emblemático del barrio de El Toscal
y terminó en el arcén de una de esas carreteras entre matorrales de zarzas que
parecen más bien abiertas por recuas de mulas que destinadas al tráfico rodado
y que no son del todo infrecuentes en el municipio rural de La Esperanza.
Parece que con esta primera frase, quizás demasiado larga, he conseguido
delimitar el comienzo y el final de una historia, pero las meras coordenadas
topográficas no resultan suficientes, pues más importante, acaso, sería
reconstruir la nube etílica que rodeó las primeras palabras de acercamiento,
creo que un poco descaradas tanto por mi parte como por la suya, y el efecto
submarino del humo del hachís consumido en el interior del coche en el que, de
un modo tan brusco como inexplicable, nos quedamos contemplándonos las caras
sumidos en un silencio de ultratumba que dio al traste con todo, si es que
había algo, algo real y mínimamente sólido, que pudiera haberse ido al traste
en esa última escena de la farsa. Van siendo demasiadas palabras para tan pocas
frases, me temo, pues o bien estoy intentando comprimirlo todo sin atreverme
todavía a decir nada de lo que ocurrió entre el comienzo y el final de la
historia o bien todo es tan indefinidamente desplegable como esos instantes
que, se diría, no acaban nunca de empezar y no terminan nunca de acabar. Esta
cuarta frase que ahora comienza abordará, ya inevitablemente, la continuación del
comienzo, pretenderá demostrar que no fueron pura fantasmagoría los
despendolados arrumacos en uno de los garajes de la calle General O’Donnell,
esa travesía de reminiscencias irlandesas y de decrépita elegancia chicharrera a
la que habíamos ido en busca de un nuevo pub que, según mi nuevo amigo uruguayo
—y disculpen si no se lo presento, pues su nombre es uno de los datos que se
quedaron por el camino en esta historia—, habían abierto unos amigos suyos; y,
en efecto, antes de los rifirrafes desbordados a los que apenas pude ponerles
coto en la rampa de cemento de uno de esos garajes pequeñoburgueses de General O'Donnell, nos
bebimos unos rones en aquel pub de diseño cuya clientela, a aquellas horas,
coincidía exactamente con la suma de nosotros dos y de los dos camareros, chico
y chica, que nos acompañaron con unos chupitos de remate invitación de la casa.
Si nos olvidamos de que vamos todavía por la quinta frase de esta sórdida
crónica y salimos a la calle, como hicimos entonces mi amigo uruguayo y yo,
sentiremos, permítanme ciertos arrebatos líricos, el aire de la madrugada
santacrucera de uno de los veranos de hace siete u ocho años, es decir, el
perfume casi irreconocible de los flamboyanes desleído en el esmog vomitado por
los tubos de escape —y uso aquí el término rioplatense para lo que nosotros,
más finos y puristas, llamamos sin complejo alguno polución. Dije en la primera
frase que trataría de contar la historia de apenas una semana, pero no sé si
exageré, pues ahora, en este comienzo de la frase número seis, quién lo diría
después de más de quinientas palabras, me doy cuenta de que los sucesos que
sucedieron a la salida a la calle después de los rones que pagué y no debí
pagar nunca en aquel pub de diseño no son tantos como pensaba antes de
emprender esta aventura —si puede llamarse aventura a la actividad, más bien
aburrida si se la compara con otras, de teclear en el ordenador una noche de tantas
para unir las palabras que vayan surgiendo con deslavazados recuerdos de una
época demasiado lejana. Séptima frase: esta será concluyente, pues, tras la
pretensión de mi amigo uruguayo, fallida gracias a mis insistentes recatos, de
que consumáramos un acto de lo más obsceno en la nocturnidad de la rampa bien
iluminada de uno de los garajes más pijos de la zona, propuse que acudiéramos a
una pensión sita en el mismo barrio de El Toscal, cuyo dueño, que dormitaba
acodado en el mostrador de la recepción, nos pidió que abonáramos por adelantado
el exiguo precio de la habitación doble, lo que, echando mano de mi cartera —y
comprobando de paso que aún la llevaba encima—, efectué, creo recordar,
con bastante buen ánimo y sin remilgo alguno. No he dejado adrede para la
octava frase la descripción de las horas que pasamos en aquella pensión, pues,
de hecho, ni siquiera es demasiado importante para lo que aquí pretendo
conseguir, para la vana impronta de coherencia que quisiera imprimirle a lo
absolutamente incoherente, trasladar a quienquiera que lea estas líneas la
subversión alucinante de aquel par de horas en el que un compendio —y prodigio—
de virilidad porteña se comportó del modo más sumiso y hasta suplicante ante el
alelado ejemplar de niño bien toscalero que era yo en aquella época; la fogosidad, pude
comprobar sin necesidad de recordar a Heráclito, no se alimenta más que de
fuego y todo fuego no es más que llama alimentada. Se darán cuenta, si han
logrado llegar a esta novena frase del relato, de que la sabiduría adquirida
entonces, en la pensión Mova —revelo su nombre por si alguien, un día, siente
la curiosidad de revisar el polvoriento libro de registros para constatar que, en
efecto, una noche perdida de hace siete u ocho años dos personas, una de las cuales responde a mi nombre, se alojaron allí— estuvo condicionada, esa sabiduría pensionista, decía, por el fuego de los rones y por la llamarada de las
embestidas. Unos días más tarde, pero no dos o tres, sino cuatro o cinco días
más tarde, nos citamos con la intención de ir a comprar hachís, una droga que
habíamos mencionado en nuestras conversaciones, y fumarnos unos porros en algún
lugar medianamente apartado; lo siento, pero la décima frase no ha dado para
más. En la undécima diré que fuimos en mi coche a un polígono de viviendas, una
de esas barriadas de las que había oído decir que no eran mal lugar para hacerse con la droga que buscábamos, en concreto el célebre polígono del Padre
Anchieta, de nombre venerable y carcomida sustancia, donde mi amigo uruguayo se
bajó y, tras entablar rápida y amigable conversación con uno de los pilluelos
que descansaban sentados en en un muro junto a la valla de entrada del polígono, se
internó con el solícito anfitrión y con veinte euros que le dejé para el
negocio, hasta que, quince minutos más tarde, y cuando ya casi me había preparado para lo peor, regresó con unas chinas de lo que
en ese inframundo denominan polen o costo, es decir, lo más de lo más,
adquiridas con la firme convicción de que su calidad era sencillamente
extraordinaria. La duodécima frase, con la que termina esta historia, contiene
lo impensable, el trayecto hasta el monte de La Esperanza ya avanzada la noche,
la búsqueda de una extraña tasca situada en una especie de alpendre que, sin
embargo, no logramos encontrar, la decisión de parar el coche en el arcén de
una estrecha carretera bordeada de zarzas en la que se puede decir que nos
habíamos perdido, el porro o canuto que el amigo uruguayo preparó con esmero,
el demorado acto de fumárnoslo a medias, el humo repartido en oleadas por el interior del
vehículo, la mirada abstraída y el silencio con los que, durante unos minutos,
nos quedamos mirándonos, mi mano que se fue aproximando lentamente a su cuello
o a su mejilla para acariciarlos y, de pronto, la brusquedad con la que retiró
mi mano y volvió la cara, el mohín de estupor en el que ya no pude reconocerlo, como si
se hubiera transformado en otra persona, como si él tampoco me reconociera ya entonces, su modo acelerado de bajar el cristal
de la ventanilla del coche para dejar salir el humo y, por último, el tono
imperioso con que dijo: “Vámonos”.
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Hay un chiste antiguo sobre esto, no tienes que publicarlo si te parece ofensivo. Dos naufragos, por la prolongada abstinencia, deciden tener sexo. Uno empieza a darle al otro, se están divirtiendo. De pronto, el activo acaricia. Y el otro para en seco, enfadado, y grita: "Follar, follamos. Pero sin mariconadas".
ResponderBorrar¿Por qué va a ser ofensivo? Ese chiste viene muy a propósito, muy "a pelo", diría, pues desentraña un poco el misterio del final del relato (o de lo que sea)... La caricia que desencadena la tensión, el acercamiento del que surge la lejanía. En cualquier caso, ahora lo recuerdo (no hay nada como ponerse a escribir para tirar del hilo de Ariadna de los pinches recuerdos), hubo otras razones, entresijos que darían quizá para otro relato o para otra crónica funesta. O, por qué no, podemos ir completando o tergiversando o entreverando las entretelas narrativas con estos comentarios. De hecho, al parecer hay novelas (o comoquiera que se llamen) cuya trama es continuada en los blogs de los protagonistas. Así como lo oyes. Por qué no continuar entonces una grotesca crónica de un par de noches en Sarna Pus con chistes, comentarios anacrónicos, partículas emitidas por el autor o por sus dobles, puras pizcas o fiscos de yoes narrativos diseminados por el laberinto (labertinto iba a escribir: pues de vino tinto una copa pende ahora en mis manos), etc., etc. Ya no sé lo que me digo. Sí, ahora me acuerdo: que sea bienvenido cualquier chiste de náufragos, siempre y cuando se lo pasen (los náufragos) tan bien como en el tuyo. ¡Salud y República, amigo!
ResponderBorrarReleyendo el comentario, veo que lo siguiente queda mejor así, pues sale un alejandrino perfecto con un hipérbaton casi gongorino y ramalazos de ebriedad anacreóntica:
ResponderBorrar"De vino tinto un vaso pende ahora en mis manos".
La copa rebajada al basto vaso. El uso de "pender" evoca las pendencias, las noches pendencieras, las de-pendencias o ebriedades etílicas de cualquier pendón verbenero y el acto sanísimo de despendolarse, como decía Baudelaire, "de vin, de poésie ou de vertu". No se sabe al final qué es peor, pues ya ves los alejandrinos que brotan del vino, de la poesía o de la virtud...