lunes, 19 de diciembre de 2011

LA NOCHE SIN PORQUÉ

 Para Víctor Ruiz

Qué noche tan perfecta para dejar de ver, para irse disolviendo como una cadencia que una vez se escuchó, no se sabe bien dónde, ni tocada por quién, y cuyas últimas notas, tenues, apagadas, se quedan resonando hasta que ya no se sabe si han dejado de escucharse para siempre o si han entrado a formar parte sustancial del silencio. Una noche en la que los últimos compases del regreso a casa tienen lugar como en una película de intriga, enfundadas las manos en los bolsillos de la gabardina, acechantes los ojos como si de cualquier esquina fuera a salir el tercer hombre, tenebrosa la música soñada en la que se disipan nuestros pasos. Después de escuchar en el autobús a un hombre que cantaba, sentado detrás de mí, canciones desquiciadas de amores imposibles, un náufrago que solo parecía mantenerse a flote en esas mismas canciones, tablas de salvación bisbiseadas. Después de que un chico, parecido a mí cuando tenía su edad, se sentara frente a mí, como un espejo del tiempo, con una especie de cuaderno de apuntes en el que habría curioseado si él no lo hubiera llevado tan bien agarrado con las manos a pesar de ir casi dormido. Después de sufrir en el cine una especie de ataque de ansiedad en el que daba la impresión de que el propio cuerpo se ausentaba, costaba respirar y uno se revolvía en el asiento sin saber si abandonar a la mitad la película o esperar a descubrir si sobreviviría a ella. Después de que en el autobús de regreso el paisaje interior se descompusiera en decrépitos personajes de rostros desencajados y en imberbes príncipes chulescos vestidos con ropa de marca recién estrenada: la vida que va a ninguna parte y la que regresa de ningún lugar. Después de ese vodevil del autobús sin cruce alguno de miradas, como si todo el mundo mirara hacia otro lado –miran, en realidad, hacia otro lado, salvo la madre que conversaba a mansalva con su hijito, quien me hizo pensar en un padre guapísimo que sería, de niño, idéntico a su hijo. Después de asistir a la que ha sido para mí tal vez la mayor conjunción de bellezas en una sola tarde, fulgurantes espaldas de andares descuidados, rostros envueltos en capuchas friolentas de los que solo se entrevé un bigotillo, una naricita insinuante, un pelo rizado negro con cuyo aroma es mejor no soñar si se desea resistir un poco más en esta cochambre de huesos y migajas de carne –hablo de mi cuerpo– ya tan poco apetecibles. Después de la presunción de que lo que realmente ocurre en un autobús de la línea cuarenta y cuatro al final de una tarde de invierno es que, aunque creamos avanzar por un recorrido que se supone establecido de antemano, el autobús empieza a inventar su propia ruta, se desvía sin que nos demos cuenta, se detiene un par de veces para recoger a algún audaz habitante del séptimo círculo del infierno, se para durante un buen rato en el que creemos que sigue avanzando cuando en realidad es la ciudad alrededor la que no deja de girar: esas incoherencias de la percepción. Después de escuchar una conversación sobre una modalidad de renting, así lo llamaron, en la que con unos pocos trámites que conducen, según entendí –y debí de entender mal– a la entrega en depósito de una serie de vehículos que el cliente utiliza con el compromiso de devolverlos en un plazo establecido, con unos pocos trámites, decía, se obtienen, con esa modalidad de renting, pingües beneficios que dan para comprarse, dijo uno de los interlocutores, más de un capricho cada mes. Después de la interminable conversación con uno mismo, no aliviada por conversación alguna con nadie que no haya sido uno mismo, lo que deriva, casi siempre, en un monólogo autista, cada vez más apagado, sobre temas que, de todas formas, tampoco le interesarían a nadie. Después de ver a otro muchacho que también se parecía a quien yo fui o era de joven, un poco alto, delgado, con gafas de montura de pasta, despistado, con una chaqueta un tanto desgarbada, el pelo ondulado a medio crecer, no demasiado guapo pero tampoco el típico arretranco, con una carpeta de apuntes bajo el brazo o, quizá, un libro de tapas desgastadas. Después de preguntarme qué significaba todo aquel cortejo de fantasmas, insinuaciones vanas que solo conseguían excitar la sensibilidad de la parte más volátil del cuerpo, náufragos insalvables, grupos descerebrados derechos al matadero del alcohol, seres cuyos rostros habían perdido desde hacía tiempo, como el mío, la rara condición de la apetencia, la gracia o la pulsión, rostros irredentos, irredentas miradas. Una noche como esta, tan perfecta para dejar de ver, para irse disolviendo en una cadencia que una vez se escuchó, no se sabe bien dónde, ni tocada por quién, después de no saber para qué tantas noches si una de estas, una noche como esta, podría ser la última.

6 comentarios:

  1. hola Rafa:

    me gusta mucho. no se si darle la enhorabuena a ese chico "no demasiado guapo, pero tampoco el típico arretranco" o simplemente animarle a seguir arrancándome de vivir en mí misma para vivir una noche en el cochambre de huesos y migajas de carne del autor.besos muchos de tu prima Isabel

    ResponderBorrar
  2. Ay, Rafa, creo que las vacas sagradas empezamos a ser nosotros y poca sabia y savia joven queda ya, como dice Jaime Gil de Biedma, "cuando se tienen más de treinta años". Me temo, amigo, que las cosas empiezan a parecerse cada vez más a aquel poema de José Emilio Pacheco titulado "Reunión de antiguos amigos". Un abrazote fuerte sin mucho (o ningún) entusiasmo navideño.

    ResponderBorrar
  3. Calla, calla, querido Iván, que tú eres un pipiolito todavía. Espero que los que ya peinamos canas desde hace unos años no nos convirtamos nunca en vacas sagradas (ni vacas ni sagradas: o sea, mantener un peso razonable y una heterodoxia permanente). Un fuerte abrazo.

    ResponderBorrar
  4. Primita querida: muchas gracias por tu comentario, tan entrañable. Escribir, lo creo cada vez más, no es sino reunir unas pocas migajas con las que abrigarnos cuando el frío apriete. Un beso y nos vemos pronto.

    ResponderBorrar
  5. Propuestas de definición para un posible "Dicciovario de trópicos atípicos" en curso de redacción:

    HETERODOXIA: Dícese de las enseñanzas del otro o de los otros.

    ORTODOXIA: Americ. Argentinismo. Dícese de las lecciones imPARTIDAS por el ojo del culo, como sabemos, en posesión posadera y posesa de la verdad. Consultar, a sí mismo, el oráculo de elfos.

    Jajajaja. Un abrazo poco o nada ortodoxo de un ternerillo sin peso específico.Especifico: es decir, sin gravedad de vaca sagrada.

    ResponderBorrar
  6. Jajaja. Bueno, tal vez sea mejor mirarse (quevedescamente) el ojo del culo antes que el ombligo... Un tierno ternerillo... Carne que es pura leche, mantequilla, un solimillito apetitoso... Y ese diccionario o dicciovario: adelante con él, con todas las heterodoxias y todos los desmanes en todos los desvanes... Un abrazo.

    ResponderBorrar

ENTRADAS POPULARES