jueves, 30 de junio de 2011
LOS HERMANOS
Podría decirse que es un sueño si nos situáramos fuera del sueño. Como en un comienzo de verano, cuando el tiempo parece estirarse en el horizonte de los días sin obstáculo alguno, yo había bajado a la zona de las piscinas, creo que en pantalones cortos y sin camisa, calzando unas cómodas chanclas con las que iba recorriendo toda aquella explanada junto al mar. Chiquillos alocados se lanzaban desde los bordes de las piscinas y no chocaban de milagro al caer unos junto a otros. Yo hubiera querido zambullirme con ellos, piscina tras piscina, como en un cuento célebre, hasta llegar al final de la explanada, al mirador dispuesto para contemplar los acantilados y comprender que ahí estábamos ante uno de los límites de la isla. Pero no tenía edad para tales travesuras. El sol bullía en las superficies, flotaban los cuerpos entregados al verano y todo era un griterío extasiado que nombraba el placer sin necesidad de palabras, como un eco del sol. Me contentaba con disfrutar del espectáculo, herido levemente por no poder participar en él, meticuloso en la mirada, ávido de imágenes, como un comulgante que recuerda su etapa de neófito y añora los tactos de la primera vez, los cuerpos chorreantes, exangües, que se frotan las pieles bajo el agua sin querer. Debe de ser que sentí hambre, pues de pronto me vi entrando en una especie de venta, mezcla de chiringuito y de tasca, regentada por unos chinos, en la que se vendía de todo y, además, se podía comer por un módico precio. Allí me encontré con los hermanos. Eran amigos míos desde hacía mucho tiempo, pero había perdido la cuenta de los años que llevaba sin verlos. Uno de ellos, el hermano menor, de unos cuarenta años, había engordado notablemente desde la última vez; había adquirido, de hecho, una obesidad preocupante. El otro, el mayor, de más de cincuenta, tan solo había envejecido. Me saludaron con el alborozo de quienes se encuentran en un lugar insólito y piensan poder compartir, después de tanto tiempo, un rato de alegría. Estaban comiendo en un rincón de la venta y eran en ese momento sus únicos clientes. Les habían servido un arroz cuyo aspecto era el de un mazacote grasiento en el que apenas se destacaban unos tropezones que podían ser tanto gambas refritas como alitas de pollo. Junto al arroz, que compartían, cada uno tenía un gran pincho de tortilla que parecía preparada varios días antes, tan seca, descolorida y almidonada se veía. Acompañaban la comida con sendas cocacolas y lo cierto, a pesar de la dudosa calidad del menú, es que se estaban poniendo como el quico. Claro, así se explican muchas cosas, pensé. No les preocupa comer bien, simplemente pretenden atiborrarse. Creí que era mi deber reconvenirles, no tanto por la abundancia inapropiada de lo que estaban comiendo, sino porque sin mucho esfuerzo hubieran encontrado a lo largo de la explanada lugares mejores para comer. Hay cerca de aquí, les dije, varios restaurantes que, sin ser de lujo, ofrecen una comida más elaborada, más sana y menos grasienta que la que ustedes están comiendo en este mismo instante, y no entiendo por qué han tenido que venir precisamente a un garito como este si casi por el mismo precio hubieran podido permitirse una buena paella o un rico estofado. Diría que me miraron boquiabiertos si no fuera porque mantenían las bocas cerradas para poder masticar bien el entullo que enseguida iban a deglutir. Bueno, Rafa, las cosas no siempre son lo que parecen; con estas tapitas lo único que hacemos es acompañar unas cocacolas que nuestros cuerpos, sedientos después de bañarnos con los niños en las piscinas y expuestos al calor estival, no dejaban de reclamarnos con impaciencia. Escuché perplejo lo que me respondió uno de los hermanos, concretamente el menor, el que más delito tenía por no haber puesto freno a una voracidad que, a ojos vistas, lo había conducido a la gordura. No supe qué contestar a unas palabras que me resultaron histriónicas, excesivas, retorcidas y falsas, y que lo único que buscaban era excusar lo inexcusable. O sea, le dije, que se trataba con estas tapitas, con este arroz pegajoso y con esta tortilla inmunda, visiblemente cocinada hace un mes, de acompañar unos refrescos para combatir la sed. ¿No es así?, recalqué. Bueno, Rafa, el lugar nos pareció curioso, esta tienda de chinos junto a las piscinas, y, además, tampoco vamos a engordar con estos aperitivitos, dijo esta vez el hermano mayor mientras el otro lo contemplaba serio, con cara de no saber si interpretar sus palabras como un nuevo intento de excusa o como una sorna velada. Tú, desde luego, sí que no vas a engordar, le oí contestar al hermano menor, pero, en cuanto a mí, sin duda me hubiera ido mejor comiendo la ensalada que te propuse al principio y que rechazaste porque “para comer hierba ya están las vacas”. Empecé a sentirme el causante de una discusión fraternal, pues la referencia a las vacas dio pie a nuevas alusiones, comentarios y proclamas mientras, de todas formas, ninguno de los dos dejaba de comer lo que quedaba del arroz y la tortilla. Intenté cambiar de tema. Vamos a bañarnos con los niños, les dije. Sí, hay un grupito divertido en una de las piscinas, dijo el hermano mayor. Se tiran de bomba y gana el que más agua salpique fuera de la piscina. Antes ganó él, dijo señalando a su hermano con un dedo tímido. Sí, y ojalá hubiera salpicado tanta agua que la piscina se hubiera quedado sin ella cuando saltaste tú, para que reventaras, le contestó impávido su hermano menor. En otra de las piscinas hay un grupito que juega a lanzarse por un tobogán, siguió sin rechistar el hermano mayor; pero hubo que interrumpir la competición porque aquí el amigo se atascó cuando se lanzaba y no sabían cómo desatascarlo. Siguieron durante un rato recordando sus juegos en las piscinas con los niños, hasta que me cansé y, como tenía hambre, pedí unas tapas para acompañar una caña. Me trajeron, claro, un poco de arroz y un pincho de tortilla. Cuando terminamos pedimos unos cafés y luego fuimos a jugar en las piscinas con los niños.
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