Para Antonio Anaya
No debí haber salido, pues, ¿en qué tonalidad cantar un poco más adentro, junto a unos árboles de los que solo caían hojas cuando un balón los golpeaba enfurecido, frente a la devastada llanura de un cielo de canícula, bajo vencejos que se pisaban los unos a los otros y gritaban formando una escala inservible para dejar atrás el suelo caldeado de esta tarde de junio? No debí haber salido, vencido como estaba ya antes de salir, aunque me complaciera engañarme pensando que no había otra paz que la de estar tendido en el reposo de la cama, entregado a una lectura que me hablaba de adioses y de pasos taciturnos, de noches de convalecencia y de confusos fervores. No, no debí haber salido si era solo para esto, para enredarme un poco más en la maraña de voces, en ese griterío de la feria cercana, en una música que retumbaba como producida por batanes infernales, sin otra ilusión que la de vindicar el movimiento de mi cuerpo, vana, desde luego, como cualquier ilusión, sobre todo si estaba originada en la atrocidad de la indolencia, en la sudorosa quietud de quien resiste acostado los calores, las dudas, la propia inexistencia. No debí haber salido para seguir encerrado en la inmovilidad de la vida, si no iba a ser capaz de cantar un poco más adentro, de saltar con los niños hasta el vapor con que eran fumigados en las terrazas sus padres, de hablar por los codos, por las caderas, por la nariz y hasta por las sonrisas como aquellos aprendices de malabaristas que apenas conseguían mantener el equilibrio y, sin embargo, bebían el instante con más intensidad que yo. No debí haber salido, de ninguna manera, hasta no haber encontrado el modo de salir primero de mí mismo, pues acercarme hasta el parque era tan solo el pretexto para encontrar otro tono, otro color en el alma, una tonalidad distinta a la del gris monocorde que la cubre hace tanto, pinceladas que afloran cuando alguien raspa en el cuadro, bajo los ojos, junto a la boca, sobre el mentón. No debí haber salido porque toda salida ha de ser como un viaje que implica regresar transformado, mezclarse con el aire, enjuagarse en las fuentes, trenzarse con la hierba, adormecerse de sí, aligerarse del peso que se carga sin ganas, sin paciencia, sin fe. No, no debí haber salido con la mueca de siempre, con los dedos que cuelgan de unas manos marchitas, con los torpes andares, con las vísceras frías que ya no sienten nada.
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