La vida está siempre afuera. Por eso el primer territorio de la búsqueda son los pasillos interiores, las deslizantes losetas moradas que una luz tenue ilumina a todas horas. Cuando sale de casa y se encuentra allí, en medio de los pasillos interiores, siente que su vida comienza a palpitar.
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A veces se detiene en las escaleras. Se sienta como si el cuerpo le pesara demasiado para proseguir. El silencio se interrumpe de pronto cuando suena el chasquido del ascensor al que alguien ha llamado. Como si ejecutar el más mínimo movimiento pudiera traducirse en vibración perceptible en el interior del ascensor, permanece completamente inmóvil hasta que lo escucha detenerse unos pisos más arriba. Apenas distingue los pasos de quien ya está abriendo la puerta de su casa. Seguirá unos instantes más en las escaleras: ese incierto escondrijo en fuga, esa desamparada espiral entre su casa y la calle. Otro gallo le cantara si no padeciera fobia a los ascensores.
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En la calle es ya, por fin, el otro que los otros conocen. No el hijo de mamá. No el huérfano del médico importante. No el hermano de sus hermanos muertos de sobredosis. En la calle es solo él, aunque no sea nadie, aunque apenas recuerde su infancia, la turbia adolescencia de inacabables fiestas, de antros mohosos en los que las pibitas solían preferir a sus amigos mientras él se drogaba como quien busca posponer la madrugada —por si acaso la noche accediera, finalmente, a regalarle una prenda. No es que no recuerde todo eso porque lo haya olvidado, sino porque, en cierto modo, continúa viviéndolo, de un modo fragmentario, a fogonazos, cada vez que se achispa. Milagrosamente, logró sobrevivir a aquellos años. No fue, sin duda, cuestión de voluntad. El empobrecimiento, los tratamientos no siempre eficaces pero persistentes, las muertes disuasorias de sus hermanos, el envejecimiento: todo contribuyó a que se convirtiera en un superviviente cuyo único consuelo es acabar las noches en brazos del alcohol.
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Tuvo siempre cara de niño. De niño ajado por la vida. Su pelo rubio de niño mimado por una madre perdida en vagos ensueños de grandeza. Sus ojos azules que conservaban un resto de inocencia cuando, convulsos o abotargados tras una noche al raso, miraban sin ver a los vecinos que se cruzaban con él en el portal. Allí, en el portal, se sentaba por la mañana. A su lado descansaba siempre la última lata de cerveza. No hablaba solo, pero había algo de conversación solitaria en su postura, como si creyera seguir enredado en alguna disputa toscalera de bar pringoso de la zona del puerto. El portal era el preámbulo del infierno. Y, como todo preámbulo, requería ser prolongado en la ilusión de sortear lo que vendría a continuación.
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El infierno era, de nuevo, la casa. Los pasillos interiores eran ahora, si cabe, aún más tenebrosos. Las losetas moradas se tragaban su sombra renqueante a medida que subía hasta el quinto piso donde vivía con su madre. Las paredes, en las que iba apoyándose como si estuviera cargándose a sí mismo, le raspaban la piel. Pensaba que estaban hechas para eso, esas paredes ásperas, para que la piel de sus brazos y de sus mejillas, maltratada, manchara levemente de sangre las sábanas limpísimas en las que iba a acostarse. Abría silencioso la puerta. Pretendía que su madre, en pie desde temprano y con el delantal ya puesto en el trajín de la cocina, no lo escuchara llegar hasta su cuarto. A veces ni siquiera la saludaba al llegar.
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