lunes, 20 de junio de 2011

NUNCA HASTA AHORA

Ojalá no se acabara nunca, pensó aquella noche en el mismo momento en que tuvo la sensación de que empezaba a batir su marca personal: las casi tres horas sin interrupción que recordaba haber pasado haciendo el amor mucho tiempo atrás, en su primerísima juventud. No solo deseó que no se terminara nunca aquella conjunción de dos cuerpos que se amaban, sino que vislumbró la posibilidad de que, en efecto, no se terminara nunca. Era de tal calibre la fogosidad con que su cuerpo entraba en el de aquel muchacho al que, por un prurito simbólico, aunque sin dejar de faltar del todo a la verdad, llamaremos Abel, y era tan gozosa la forma con que el cuerpo de Abel recibía al suyo, que su mente empezó a enredarse en pensamientos extraños que tenían que ver con sus dos cuerpos fundidos en un instante que era similar a aquel instante y que era a la vez como el reverso de la eternidad. Sí, podríamos seguir así para siempre, sin necesidad de comer, pensó o susurró al oído de Abel, pues qué alimento mejor que nuestros propios cuerpos, los músculos mordidos, sabrosos, abrasados, la fruta de tus nalgas como colgada del primer árbol del mundo, toda la carne expuesta para la boca del deseo sin fin; sin necesidad de beber, con todo el sudor desparramado por tus brazos, por tu espalda, por tus muslos, ofrecido como en una fuente brillante en lo más profundo de un bosque o de un edén; sin necesidad de dormir, pues el amor nos mece entre sus brazos y al mismo tiempo que te doy el preciso placer que tú deseas te acuno y te adormezco como en un sueño de muerte; sin necesidad de vivir fuera de esta pequeña alcoba en la que estamos tendidos sobre una cama que se ha convertido en el centro candente del mundo; sobre una cama que irradia una luz que no se extinguirá mientras sigamos trenzados como un único cuerpo. Las embestidas de la pelvis parecían dictadas por un ritmo profundo, incluso cósmico, se atrevió a pensar. Los dos cuerpos habían alcanzado una compenetración perfecta y no se movían ya en respuesta a ninguna voluntad individual sino como las piezas de un engranaje superior e invisible. El tiempo, conjeturó, había pasado a estar, en aquel instante, sometido al imperio de los sentidos saciados. Proseguir de este modo, siguió pensando o susurrando, es entrar en una dimensión desconocida, pues dejamos atrás el mundo de los cuerpos que nos separan de quienes no somos nosotros, el mundo de los límites y de las barreras entre lo de dentro y lo de fuera, entre la realidad y el deseo, entre la piel y el universo. Nos estamos perdiendo en nosotros mismos. Una noche como esta es propicia para ir más allá del tiempo: nos pide que no nos detengamos nunca, que cada vez me acerque un poco más al corazón de lo que eres, al ardor primordial, que cada vez sientas más honda la caricia que te quema por dentro hasta que su llama toque y deshaga lo que eres, lo que soy, como si un animal estuviera lamiendo con su lengua bífida las entrañas llagadas de la vida o el resquemor de la muerte. Qué jóvenes somos ahora en esta noche, pensó, en el resplandor de nuestros cuerpos que ya nunca se separarán. Hemos hecho el amor en un coche, en un recinto de piedras cerca del mar, bajo las parras del jardín de nuestro padre, en unas escaleras, en un claro del bosque por encima de las nubes, en aquel túnel abandonado que servía para atravesar la autopista. Pero nunca hasta ahora, Abel, habíamos hecho el amor en la eternidad.

2 comentarios:

  1. ¡¡¡Grande, Rafa!!! Difícil escribir tanto y tan bueno

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  2. Gracias, Nico. Saber que a uno lo lee gente como tú es siempre estimulante. Un fuerte abrazo.

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