jueves, 28 de abril de 2011

LA ESQUINA

Nunca, se dijo, recordaría en qué esquina de aquel barrio había tenido lugar la despedida que habría de separarlos para siempre. Por mucho que deambulara sin rumbo, como siguiendo un hilo evasivo o sinuoso, por mucho que se dejara llevar por las señales dispersas que se le iban mostrando —o que él inventaba— sin demasiada convicción, nunca, se dijo, daría con el lugar exacto en que se habían abrazado durante unos segundos que entonces le parecieron fracciones de milésimas de segundo pero que, sin duda, habían llegado a alcanzar casi el minuto. Y no lo encontraría porque ese lugar no existía. Podía rodar casi como un poseso por las calles, apurar con su sed cada gota perdida de un recuerdo borrado, beberse a bocanadas el aire en busca de una emoción que vibró allí, muy cerca: nada se le revelaría porque no solo estaban cerradas las puertas que daban al lugar que buscaba, sino porque, además, el propio lugar había sido cancelado para siempre. Sin embargo, seguía caminando y buscaba. Llegó a pensar que se había equivocado de barrio, o incluso de ciudad, que una determinada conjunción de calles o de tiendas, de edificios o de bares lo había confundido. Aquel barrio se parecía, estaba casi seguro, al que veinte años atrás había asistido a un abrazo de madrugada con el que concluía una noche única, arrebatada, extraña. Había sido en una esquina, de eso no le cabía duda. No se había tratado de una esquina cualquiera, sino de una de esas que gozan de una pequeña ampliación, casi como una placita, en la que desembocan varias calles. Por una de ellas habían llegado hasta allí conversando, sonriendo, quizás hasta canturreando, perdidos bajo un cielo que les era ajeno a ambos. Allí, en la esquina, ya de madrugada, se habían detenido porque sus pasos debían separarse para siempre. Y aunque sabe que nunca, por mucho que lo busque, encontrará el lugar preciso en que se despidieron, insiste y camina, cruza, se detiene y mira una y otra vez por si acaso, de pronto, en una ráfaga de aire, le fueran devueltos el lugar, el abrazo, la emoción.

2 comentarios:

  1. Igual que el corredor de fondo que cada noche se aleja de sí mismo para entrar en su pasado, de madrugada, cuando nadie puede verlo, cruza las calles de la adolescencia en las que siempre amanecía o atardecía y en las que no han cambiado demasiadas cosas. Como un ladrón, de forma clandestina, el corredor corre contra el espesor del tiempo, y la densidad del aire es tan gruesa que casi no puede avanzar. Pero siente el enorme placer de que cuanto mayor es el esfuerzo, más libre, puro, renovado se siente e intuye que están a punto de decir su nombre, en esa esquina que acaba de cruzar y donde tantas otras veces estuvo, siendo tan dichoso que no podía saberlo. El corredor de fondo cada noche regresa al bosque de las estrellas, donde el amor fue suyo un día. Hermosísimo tu texto, Rafa.

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  2. Gracias, querido Iván, una vez más (¡ya tantas!), por tu comentario. Es un texto que se me "entregó", al menos en esbozo, mientras paseaba por la calle de Alcalá una vez pasada la Plaza de las Ventas: una esquina me recordó a otra o quizás a la misma en otro tiempo, se me agolparon recuerdos que tal vez no tenían que ver con ese lugar pero sí con un cierto momento mental, o como quiera que esto se llame. Cuando llegué a casa tiré de la madeja y salió esto. Un abrazo fuerte y cariñoso.

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