domingo, 25 de diciembre de 2011
GUAYEDRA
Ahora regresa como una despedida, pero entonces lo vivimos como una espera en el corazón de nuestro permanente encuentro. Creo que nunca volví a la playa de Guayedra. Era una despedida porque volvíamos de un viaje, abandonábamos la isla, y lo hacíamos por el extremo contrario al de la casa en la que habíamos vivido. La parte de Agaete, el pequeño puerto al que unas horas más tarde veríamos llegar un barco enorme y atracar en las aguas protegidas por la escollera, al pie de los acantilados, junto al dedo divino acaso ya entonces mutilado (¿el dedo de un dios telúrico que se dirige hacia el cielo o el dedo de un dios marino que abandona las aguas?), la parte de Agaete, el borde occidental, la cola del dragón como una muralla dentada en los extremos de la isla: desde allí estábamos a punto de despedirnos de todo lo vivido y, sin embargo, en la playa de Guayedra los juegos eran como las marcas de una presencia primordial. Recuerdo que dejamos la ropa entre unas rocas, la ropa que traíamos para la travesía entre las islas. Nos desnudamos como para alimentarnos de sol. No había nadie más en la playa. Debía de ser un día cualquiera entre semana, sin duda en el otoño o en el invierno, uno de esos días perfectos para bajar a un lugar como Guayedra y disfrutar de una playa casi amasada allí mismo para nosotros dos. El tiempo no era entonces, como el que vendría después, el del dolor y la culpa: eran los días de la bendición, de la innombrable risotada de las olas, de los pies que se pisaban sobre la arena buscando ahuyentar las sombras de cualquier tiempo pasado que nunca fue mejor. La parte de Agaete y de Guayedra hasta la que llegamos para aplacar la espera, para pisar un poco más la isla del amor: bancales misteriosos los que bordeaban la exigua carretera que descendía a la costa, ninguna premonición de lo que ocurriría luego, en otra isla, bajados otros barrancos, gritadas, una vez más, las palabras que el viento hurtaría a las bocas, las que nunca podría yo escribir aquí o en parte alguna a riesgo de no sobrevivir a ellas. Y aquella playa, la playa de Guayedra, era todas las playas, cada una de las playas en las que habíamos retozado o en las que nos habíamos sentado a pie de orilla o a las que tan solo nos habíamos acercado con el coche para verlas de lejos como una promisión. Pero también era otra: era un lugar extraño en el que, después de desnudarnos, nos lanzamos al agua sin muchas precauciones, como si nos faltara el tiempo o como si el tiempo aquel que se nos otorgaba necesitara ser medido de otra forma, aspirado, bebido, casi succionado con total ansiedad. Esa gran bribona, la memoria, pretende ahora sustraerme lo que allí te conté, lo que tú me dijiste, creo que estaría incluso dispuesta a confundir nuestros rostros por los de otros dos amantes, el tuyo sobre todo, tu rostro que era entonces la más delicada de las formas, los ojos enmarcados por enormes pestañas, la boca destilada entre el frescor de la sal, el pelo chorreante, la frente soleada, las orejas que no dejaban nunca de tiritar bajo mis manos. La gran bribona: aquí está mi respuesta a sus aviesas maniobras, a toda su mistificación contra Guayedra, a los jardines colgantes con que intenta sustituir lo que no eran más que lentos cardones encendidos. Lo que vieron allí los ojos lavados de los días perdidos no será aquí manipulado por la memoria pútrida. Cuánto silencio se volcó luego sobre aquellas pocas palabras. Años de silencio, pues ya no somos tan jóvenes, si es que alguna vez lo fuimos. Éramos niños y ancianos a la vez, nacidos a cada instante y a cada instante moribundos, peces voladores que salen un momento del agua y sonríen para volver a caer en la gran risotada de las olas. Todo lo que nos dijimos quedó allí y no estoy dispuesto a que sea tergiversado por el tiempo si no fuimos capaces de guardarlo en nosotros. La carretera bajaba hasta Guayedra: nunca habíamos oído el nombre del lugar. No siempre quienes se aventuran tienen razones para la aventura. Nosotros, simplemente, esperábamos a que llegara un barco. De quién habrá sido la idea: ni idea. Hasta el coche iba a abandonar aquella isla, iba a entrar en las fauces del barco que se retrasaba. No dejaríamos ninguna huella tras nosotros. Las de los pies enlazados en la orilla pronto desaparecerían. Los ecos de las voces se infiltrarían en el interior de la brisa marina. Los guiños de tus ojos resonarían en mi corazón. Ninguna huella quedaría allí, en aquella isla, para que no fuera luego confundida con otras. Nos lo llevaríamos todo con nosotros y nosotros mismos nos encargaríamos de destruirlo todo.
martes, 20 de diciembre de 2011
PHILIPPE JACCOTTET SOBRE MAURICE CHAPPAZ
(Maurice Chappaz, foto: Yvonne Böhler)
Leo estos días —días del final de un año, días de
recapitulaciones y de embargos, de providencias y cancelaciones— un pequeño
libro inagotable: Pour Maurice Chappaz*,
de Philippe Jaccottet, envidiablemente editado por Fata Morgana en 2006 para
celebrar los noventa años de Maurice Chappaz (1916-2009). (¿Cuándo se crearán en España
colecciones de poesía o de ensayo tan gráciles como Fata Morgana, tan liberadas
de toda tentación comercial y, al mismo tiempo, tan seductoras por dentro como
por fuera?) Maurice Chappaz, el entonces nonagenario patriarca de las letras
suizas de lengua francesa —un patriarca que nunca se dejó momificar, que se
inventó a sí mismo una y otra vez, que habló, en cada libro, solo de lo que
había sentido y tocado con su propia piel—, homenajeado por el entonces
octogenario Jaccottet, amigo próximo y lejano (como él mismo lo afirma en su
prólogo: siempre gran maestro de la distancia justa, Jaccottet): y, sin embargo, dos ancianos juveniles, cada uno a su manera. Una colección
de ocho ensayos escritos a lo largo de más de cincuenta años, entre 1945 y
1997: el homenaje de un lector fiel y siempre atento a lo que Maurice Chappaz, un
escritor tan diferente a Jaccottet, tuviera que decirle. Tan diferente por
varias razones: porque apenas abandonó su Valais natal, a diferencia del
transterrado Jaccottet; porque amó las montañas, las alturas alpinas, y las
recorrió una y otra vez, mientras que para Jaccottet, también gran caminante,
pero circunscrito sobre todo a las errabundas colinas de su Provenza adoptiva,
los Alpes figuran apenas como visiones borrosas de su infancia; porque la escritura
de Chappaz tiende a un movimiento incontenible, a una eclosión torrencial, en
tanto que la de Jaccottet practica una sosegada dicción casi susurrada al oído
del lector, tímida aunque sorprendentemente tenaz en su fragilidad. Por estas y
por tantas razones resulta tan meritorio un homenaje que ni siquiera se
concibió como tal, que se fue labrando inadvertidamente a lo largo de los años
como un acompañamiento de lector en la distancia, como un constante estar ahí a
la escucha: como una camaradería intelectual que no elude los reproches —cariñosos—
cuando los cree necesarios ni las reservas —siempre bien matizadas— cuando el
entusiasmo prefiere contenerse para no dejar de ser un sentimiento auténtico y el
fundamento del verdadero respeto. Jaccottet celebra desde su misma aparición Verdures de la nuit [Verdores de la noche], el primer libro
de Chappaz, un canto exultante al descubrimiento de la naturaleza y la mujer;
destaca el naufragio de Testament du Haut-Rhône
[Testamento del Alto Ródano], es
decir, la inquietante retracción de la voz que asiste a su propio fracaso;
queda deslumbrado ante los paisajes de La
Haute Route [El alto camino],
cuaderno de vivencias de la alta montaña recorrida en esquí, visiones casi
extasiadas de encuentros con lo que nos supera o nos borra; se conmueve con Le Livre de C [El libro de C], escrito por Chappaz con más de setenta años en
recuerdo de su esposa, la escritora S. Corinna Bille, muerta de cáncer en 1979
(traduzco un breve fragmento: “Vivo intentando convertirme en C y embarcarme.
Con el cielo que se pasea, el susurro y el agua de la Dranse alrededor de mi
sótano, me voy reflejando ya en lo que aún no existe. Escribir era para
nosotros tocar de milagro. Incluso las piedras se volverán sensibles. Nunca me
dará un ángel lo que me dará la muerte.”); y, finalmente, se incluye el emotivo
discurso que Jaccottet pronuncia con motivo de la entrega del Premio Schiller a
Maurice Chappaz el 4 de octubre de 1997 en Sion (cantón de Valais).
Vagabundo y sedentario, íntimo y expansivo, defensor de la
integridad natural de su país natal y a la vez participante en la construcción
del progreso (en este caso la Grande-Dixence, la mayor presa de gravedad del
mundo, situada en el Val d’Hérens del cantón del Valais), iconoclasta y fervoroso
recolector de tradiciones, propietario de viñedos, alpinista y defensor del
bosque mítico de Finges, Maurice Chappaz, que murió a comienzos de 2009 a los
93 años de edad, es una de esas figuras gigantescas que no se parecen a ninguna
otra, que han ido labrando su obra entre la convicción y la duda mientras a su
alrededor el mundo, que apenas supo escucharlas —si no es, como recuerda
Jaccottet, con algún disperso canto de júbilo en celebración de la vertiente
más externa de su obra, su ecologismo—, se iba decantando por el más desolador
y estéril de los olvidos: el olvido del ser, de la autenticidad, de la búsqueda
de lo que alguna vez pudo llamarse el Weltinnenraum,
el “espacio interior del mundo”.
Mientras se publican en nuestro país cientos, por no decir
miles, de novedades editoriales de autores de culto o de jovencísimos vates que
van ya —asómbrese quien pueda— por su
cuarto o quinto libro sin que hasta el momento hayan demostrado poseer el más
mínimo sentido de lo que el propio Jaccottet ha llamado “las imágenes justas”,
los “ritmos justos”, “el don de pesar cada palabra en las más sutiles balanzas
interiores”, mientras grandes editoriales de poesía publican antologías “ante
la incertidumbre” repletas de versos farragosos, de obscena verborrea y de
vomitiva impostura, mucho me temo que un poeta como Maurice Chappaz tendrá que
seguir permaneciendo inédito en nuestro país. Libros como Verdures de la nuit. Les
grandes journées de printemps, Testament
du Haut-Rhône, Tendres campagnes, Office
des morts, Vocation des fleuves, Le Livre de C o L’été très bleu seguirán conservando sus títulos originales, tan
bellos. Algún milagro —de esos que nunca se esperan— se dará, tal vez; algún traductor
joven o demente se encaprichará con alguno de estos títulos, lo vertirá con la
necesaria pasión a nuestra lengua, enviará unos cincuenta o sesenta correos a
las más diversas editoriales, alguna de las cuales mostrará un discreto
interés, pretenderá no pagarle en razón de su juventud o de su demencia,
mareará la perdiz proponiéndole publicarlo el próximo año, incluso, por qué no,
junto con algún libro más del mismo autor, lo dejará luego tirado, quiero
decir, que no publicará su traducción ni le contestará más correos, hasta que,
nuevo milagro, algún pequeño sello recién estrenado, sin que se sepa bien cómo,
publicará en nuestra lengua, por primera y acaso por última vez, a Maurice
Chappaz.
* Philippe Jaccottet, Pour Maurice Chappaz, Fata Morgana, 2006, epílogo y notas de José-Flore Tappy.
* Philippe Jaccottet, Pour Maurice Chappaz, Fata Morgana, 2006, epílogo y notas de José-Flore Tappy.
lunes, 19 de diciembre de 2011
LA NOCHE SIN PORQUÉ
Para Víctor Ruiz
Qué noche tan perfecta para dejar de ver, para irse disolviendo como una cadencia que una vez se escuchó, no se sabe bien dónde, ni tocada por quién, y cuyas últimas notas, tenues, apagadas, se quedan resonando hasta que ya no se sabe si han dejado de escucharse para siempre o si han entrado a formar parte sustancial del silencio. Una noche en la que los últimos compases del regreso a casa tienen lugar como en una película de intriga, enfundadas las manos en los bolsillos de la gabardina, acechantes los ojos como si de cualquier esquina fuera a salir el tercer hombre, tenebrosa la música soñada en la que se disipan nuestros pasos. Después de escuchar en el autobús a un hombre que cantaba, sentado detrás de mí, canciones desquiciadas de amores imposibles, un náufrago que solo parecía mantenerse a flote en esas mismas canciones, tablas de salvación bisbiseadas. Después de que un chico, parecido a mí cuando tenía su edad, se sentara frente a mí, como un espejo del tiempo, con una especie de cuaderno de apuntes en el que habría curioseado si él no lo hubiera llevado tan bien agarrado con las manos a pesar de ir casi dormido. Después de sufrir en el cine una especie de ataque de ansiedad en el que daba la impresión de que el propio cuerpo se ausentaba, costaba respirar y uno se revolvía en el asiento sin saber si abandonar a la mitad la película o esperar a descubrir si sobreviviría a ella. Después de que en el autobús de regreso el paisaje interior se descompusiera en decrépitos personajes de rostros desencajados y en imberbes príncipes chulescos vestidos con ropa de marca recién estrenada: la vida que va a ninguna parte y la que regresa de ningún lugar. Después de ese vodevil del autobús sin cruce alguno de miradas, como si todo el mundo mirara hacia otro lado –miran, en realidad, hacia otro lado, salvo la madre que conversaba a mansalva con su hijito, quien me hizo pensar en un padre guapísimo que sería, de niño, idéntico a su hijo. Después de asistir a la que ha sido para mí tal vez la mayor conjunción de bellezas en una sola tarde, fulgurantes espaldas de andares descuidados, rostros envueltos en capuchas friolentas de los que solo se entrevé un bigotillo, una naricita insinuante, un pelo rizado negro con cuyo aroma es mejor no soñar si se desea resistir un poco más en esta cochambre de huesos y migajas de carne –hablo de mi cuerpo– ya tan poco apetecibles. Después de la presunción de que lo que realmente ocurre en un autobús de la línea cuarenta y cuatro al final de una tarde de invierno es que, aunque creamos avanzar por un recorrido que se supone establecido de antemano, el autobús empieza a inventar su propia ruta, se desvía sin que nos demos cuenta, se detiene un par de veces para recoger a algún audaz habitante del séptimo círculo del infierno, se para durante un buen rato en el que creemos que sigue avanzando cuando en realidad es la ciudad alrededor la que no deja de girar: esas incoherencias de la percepción. Después de escuchar una conversación sobre una modalidad de renting, así lo llamaron, en la que con unos pocos trámites que conducen, según entendí –y debí de entender mal– a la entrega en depósito de una serie de vehículos que el cliente utiliza con el compromiso de devolverlos en un plazo establecido, con unos pocos trámites, decía, se obtienen, con esa modalidad de renting, pingües beneficios que dan para comprarse, dijo uno de los interlocutores, más de un capricho cada mes. Después de la interminable conversación con uno mismo, no aliviada por conversación alguna con nadie que no haya sido uno mismo, lo que deriva, casi siempre, en un monólogo autista, cada vez más apagado, sobre temas que, de todas formas, tampoco le interesarían a nadie. Después de ver a otro muchacho que también se parecía a quien yo fui o era de joven, un poco alto, delgado, con gafas de montura de pasta, despistado, con una chaqueta un tanto desgarbada, el pelo ondulado a medio crecer, no demasiado guapo pero tampoco el típico arretranco, con una carpeta de apuntes bajo el brazo o, quizá, un libro de tapas desgastadas. Después de preguntarme qué significaba todo aquel cortejo de fantasmas, insinuaciones vanas que solo conseguían excitar la sensibilidad de la parte más volátil del cuerpo, náufragos insalvables, grupos descerebrados derechos al matadero del alcohol, seres cuyos rostros habían perdido desde hacía tiempo, como el mío, la rara condición de la apetencia, la gracia o la pulsión, rostros irredentos, irredentas miradas. Una noche como esta, tan perfecta para dejar de ver, para irse disolviendo en una cadencia que una vez se escuchó, no se sabe bien dónde, ni tocada por quién, después de no saber para qué tantas noches si una de estas, una noche como esta, podría ser la última.
lunes, 12 de diciembre de 2011
FÁBULA DE UN ECO
(Armario de luces y sombras, del escultor Román Hernández)
Para Román Hernández
[Este viernes 16 de diciembre de 2011 a las 20 horas se inaugurará en el Espacio Albar (www.casa-albar.es) de La Laguna, Tenerife, la exposición Armario de luces y sombras, del escultor Román Hernández. Considero un honor participar en el catálogo de la exposición con el texto "Fábula de un eco", que doy aquí a conocer, junto a las contribuciones de escritores a los que admiro: Antonio Gamoneda, José Bento, Lázaro Santana, Bruno Mesa, Régulo Hernández, entre otros. Román Hernández, ducho en el arte de los guiños e infatigable zahorí de convergencias, anuncia varias sorpresas para la inauguración. Frustrado como quedo por no poder asistir —precio que uno paga por la vida de ultramar—, estoy, sin embargo, convencido de que la mayor de ellas será disfrutar en vivo de una pieza, el Armario de luces y sombras, que se convertirá, pocas dudas me caben de ello, en un acontecimiento para las artes plásticas canarias (y no canarias). Decía la gran Clarice Lispector: "Me gusta estar en silencio junto a alguien. Es incluso la condición de una amistad para mí. Un amigo es aquel con el que se puede compartir el silencio... como se comparte la palabra". Desde este Madrid friolento de mi destierro te deseo, querido Román, la mayor de las suertes en tu exposición y te mando estas palabras que quisieran ser casi un silencio.]
viernes, 9 de diciembre de 2011
FRASES DE LA CIUDAD ARRINCONADA
Ninguna escritura planificada o previsible, ningún
discurso construido a partir de un plan fijo que se va completando con bloques
de enunciados dispuestos para la consecución de una estructura diseñada de
antemano tienen, digámoslo sin ambages, sentido o interés alguno. Así que
situémonos en medio de esta frase, quiero decir en medio de aquella calle de la
parte baja de la ciudad, cercana al puerto, o cercana a uno de sus límites —una
ciudad arrinconada, una ciudad contraída en la que las edificaciones empezaban
ya por entonces a escarbar los pies de las montañas circundantes para poder
expandirse—, dispongamos sin ninguna finalidad el movimiento de un cuerpo por
una de las aceras, por uno de los períodos de aquella frase o calle, y pensemos
por un momento, como lo pensaba aquel cuerpo, que no tenía, la calle, principio
ni fin, igual que, diría el lector, tampoco parece tenerlo —o parecía— esta
condenada frase. Pero los tiene, y los tenía: el principio era el barrio en el
que él vivía, el dueño de aquel cuerpo que ahora pronuncia estas frases, una
zona de la ciudad apartada del centro —aunque en las ciudades de juguete como
aquella todo está relativamente cerca del centro—, la zona de la ciudad,
además, en la que vivía casi toda su familia; y el final desembocaba en el
centro, en el remolino de calles por las que él deseaba —o había deseado alguna
vez— perderse. No sabemos si ahora va hacia el centro o si regresa de él. No
nos importa tanto si ha cumplido ya su deseo o si aún está este royendo su
interior. A quién pueden importarle las ensoñaciones raquíticas de un muchacho
de provincias, sus ganas de comprobar si en uno de los más raros escaparates
del barrio comercial sigue estando el dios hindú de los múltiples brazos o si la
rancia filatelia no ha vendido todavía el álbum de sellos ecuatoguineanos que
tanto le gustan. Lo que ahora nos importa, o puede quizá importarnos a unos pocos, y
lo que nos retiene en la frase que acaba de empezar, es su andadura, sus
distraídos andares —los de él, los de la frase— , la dinámica marcha de un muchacho que atraviesa la calle de
la Rosa —démosle este nombre que tal vez coincida con un nombre real— como si
la llevara inscrita en sus pasos. Allí están los comercios que conoce desde
niño, la zapatería en la que probablemente su madre le compró sus primeros
zapatos, la heladería en la que casi siempre se detiene a beber una leche
merengada, la papelería en la que rebusca hasta encontrar algún cuaderno que
luego utiliza para borronear azorados versículos, la mercería, que es para él
casi una casa mágica en la que brotan de los estantes los hilos multicolores
que todo son capaces de unirlo como las sephirot
de los cabalistas a los que le ha dado por leer. Pero esta vez no se detiene,
no se detendrá en ningún comercio. No se lo permitiremos. Continuará su ruta
abstraído, pensando en los palacios de las potencias celestiales, encajando
vanamente las huellas de sus pasos con las de arcángeles perdidos en los
pasillos de la luz. Ve rostros, incluso rostros que le resultan familiares,
saluda con un gesto de las cejas a alguna amiga de su madre, a algún conocido
del barrio, pero no se detiene a hablar con nadie, continúa caminando como si lo hiciera en una cinta automática en sentido contrario, como si, a pesar de mover las
piernas con agilidad, no pudiera avanzar y debiera permanecer indefinidamente
en esa calle que recuerda a una frase prisionera de sus propias palabras. La
calle de la libertad es al mismo tiempo la calle que lo ha encarcelado. Y es
que, tal vez, la libertad con la que sueña, con la que sale de su casa cada
tarde, no es más que la libertad de estar prisionero en esa calle del lenguaje,
entre los rótulos desgastados de inmemoriales comercios, en el flujo que
distribuye bocacalles en dirección a la costa o a los montes, prisionero en su
propia memoria de esa misma calle en la que pasea del brazo de su abuela que ya
ha muerto y la acompaña a comprar unas telas baratas para hacerse un vestido.
Infame y putrefacta es la escritura que teje el discurso de lo consabido,
infames y putrefactas todas estas frases si no son capaces de esquivarse a
sí mismas para desembocar en la muda raíz de lo decible y trazar, desde allí,
un dibujo nuevo que las desdiga o las borre. La imagen de la calle brota en la
memoria del cuerpo que la escribe como el señuelo de algo que aún está por
decirse. Como en la imagen cabalística de las aguas maternales, hay en el
subsuelo de esta calle, de esta frase, un flujo que desconoce su propio
significado pero orienta de modo misterioso los pasos, las palabras, hacia
algún comienzo o final también desconocidos. En medio de la calle el muchacho
se detiene. Ha escuchado su nombre. Alguien lo llama desde fuera o desde dentro
de su mente —y casi viene a ser lo mismo para él. Sobre qué va a responderle
tratarían las frases que habrían de suceder a esta que, sin embargo, es la
última de un discurso sin fin.
sábado, 3 de diciembre de 2011
EL NO REGRESO
Cuando Israel salía en peregrinación, [los sacerdotes] enrollaban para ellos la tienda que velaba al Santo de los Santos y les mostraban los querubines abrazados el uno al otro, y les decían: "Ved, vuestro amor de cara a Dios es como el amor del macho y de la hembra".
(Tratado Yoma' del Talmud babilónico)
No hará falta insistir en que todo comienza con una exposición intensa, más que intensa, ¿cómo decirlo?, arrolladora o brutal, a una presencia sin nombre. El paisaje es la luz sin horizontes, una luz prolongada como en un atardecer inacabable, en un instante sin término en el que la presencia se ofrece sin que seamos conscientes de que estamos allí, de que nosotros mismos somos la presencia y de que no nos distinguimos de esa luz que no emana de ningún lugar que no sean nuestros propios cuerpos inexistentes. Llamo exposición a ese instante en que estamos plenamente implicados, sin saberlo, en una realidad que nos supera y a la que ni en ese momento, por supuesto, ni después, ni nunca, podremos darle un nombre. La vigilancia, precisa, con que irán brotando luego las palabras pasará de puntillas, incauta e inexperta, junto al paisaje borrado, junto a las huellas del mundo del comienzo. Sin embargo, habrá nacido allí un deseo, un deseo que no existía entonces sino que brota de entonces, como una necesidad de recordar las exactas posiciones de los cuerpos, la quietud de las manos, la ansiedad de los ojos, la inadvertida caricia de los vientres casi unidos: arcángeles que se habrán olvidado de sí mismos y no se acordarán sino de un roce de labios, de una vaga sonrisa reflejada en los párpados. A ese deseo que allí habrá de surgir lo llamaré, quizá, impaciencia. Lo llamaré desventura o salvación. Porque, a pesar de haber nacido de la separación de los cuerpos, no busca ningún cuerpo en la oscuridad de los días, no se deshace en llantos para consolarse a sí mismo, sino que prosigue solo, como un desventurado, como quien se ha salvado sin saberlo, el camino de su desgracia. Le faltará tan solo escuchar los huesos imbricarse, percutir unos contra otros, pulverizarse hasta mezclar sus polvos respectivos cuando ya no haya medulas portadoras de sentido. Y yacer en la luz que todo lo emancipa porque todo lo borra. Y volver, acaso, una vez, una única vez, hasta el borde perdido del paisaje, hasta las lindes de todo, para vernos allí, desde muy lejos, arcángeles unidos en el olvido de amor.
SALA DE ESPERA DEL DOCTOR CORDOVERO
En la sala de espera del doctor Cordovero —el conocido traumatólogo,
afectado por un ostensible encorvamiento, lleva una plaquita con su apellido en
la parte superior derecha de su bata grasienta— las dos monjas esperan sentadas
una enfrente de la otra. Podría pensarse que fueran madre e hija si
determinados impedimentos confesionales no las hubieran destinado desde jóvenes a la más
estricta virginidad; sin embargo, nunca se sabe. Lo más probable es que su
parecido se deba únicamente al hecho de que, circunscritas sus caras por las
tocas apretadas, sus facciones presentan alarmantes rasgos hombrunos, el mismo
rictus de severidad, la misma torva y ceñuda expresión de féminas descarriadas a
quienes la religión rehabilitó, desde muy pronto, encaminándolas a una vida honorable. Una
de ellas, la de mediana edad, luce todavía una agilidad que le permite ayudar a
la otra, anciana, a sentarse, a levantarse cuando el médico las llama, a
sentarse de nuevo para esperar las recetas, a volverse a levantar para
marcharse. La agarra del brazo con contundencia, la maneja a su antojo, pues la
anciana no es ya más que un cuerpo sin fuerzas, visiblemente aquejado de intensos
dolores en las piernas. Durante la media hora aproximada de espera logran
sentarse juntas —pues la sala está llena—
unos cinco minutos. La más joven, en vista de cómo se le desencaja la cara de
dolor a la mayor, intenta cogerle la mano con la suya, pero recibe un respingo
por respuesta, un gesto brusco de rechazo terminante que la anciana realiza con
un resto de fuerzas. Otras señoras, seglares, pacientes de distintas edades que
esperan igualmente su turno en la consulta, juegan con un niño de unos tres
años, probable nieto de una de ellas. Una le presta su bastón, que es transformado
inmediatamente en un caballito sobre el que el niño cabalga por toda la sala
como un aprendiz de hidalgo castellano; otra le deja tocar los pendientitos
presumidos que suenan como campanillas que el niño, quizá futuro campanillero
de iglesia o batería roquero, hace tañer para regocijo de las señoras de la
sala. Solo las dos monjas permanecen impávidas delante del niño. Este las mira
asustado, como a dos estatuas de diosas de una religión desconocida y
tenebrosa, y ellas lo miran como si el niño no debiera estar allí, como si su
mera presencia les estuviera reprochando alguna renuncia del pasado. No
muestran el más mínimo gesto de ternura hacia un niño que no sabe qué son, si
maniquíes disfrazados a la última moda o sombras encarnadas a punto de
desvanecerse. La monja más anciana, sobre todo, revela una completa incomprensión
hacia la simple existencia del niño: para ella no existe más que su dolor. Ya
casi ni siquiera se acuerda de su dios.
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