viernes, 29 de abril de 2011
PRIMER ALCOHOL
¿Por qué, de pronto, se le ocurrió mirarse en el espejo? Algo le había, sin duda, lanzado hacia fuera, al exterior de sí mismo. Pero era en vano: el único exterior era él mismo, una imagen de sí que, sin embargo, no había visto nunca, extraña, como si se hubiera puesto una careta de carnaval, un antifaz, una de aquellas máscaras guardadas en el armario de su abuela al que iba con sus primos una vez al año a buscar los disfraces, esos atavíos de otras épocas, esos rostros impostados, las carcajadas de cartón de unos payasos, las lágrimas de dolores fingidos desde siempre, los disfraces que los volvían otros como ese mismo espejo de la primera vez que bebió alcohol y quiso buscar lo que no conocía volviendo los ojos lo más fuera de sí que le permitieron las órbitas sin encontrar otra cosa que su propio rostro en el espejo. Y es que uno cae, sin duda, donde debe caer en cada instante. El imberbe que baila su torpeza ante el espejo del baño de un piso prestado y que una hora antes se ha bebido tres vasos de whisky sin hielo no sabe que el rostro, su rostro, en ese mismo instante, se está transformando de otro modo, en otra dirección o dimensión, más hacia adentro o más hacia afuera según se lo mire, en cualquier caso de un modo que él, ese joven incauto, tardará en comprender porque aún le quedan años por delante de cantos solitarios, hipnóticos, falsamente seguros de sí mismos antes de dar con la música herida del rostro que celebra cada año el carnaval de todas las ausencias. Así que: dejemos que disfrute ahora que puede, engañado, sonriente, sorprendido de verse como el rostro de otro en un espejo que es casi como el fondo del vaso en el que apura ya su quinto trago de whisky. Descubrirse a sí mismo, ¿no requiere soledad, pertenencia, inexperiencia, furor? Continuará toda esa tarde la feroz empresa de deshacerse de cuanto creía seguro y suyo hasta entonces. Tendrá tiempo luego, cuando vuelva a su casa, de vomitarlo todo y saber que lo único que le ha quedado dentro han sido las entrañas convulsas de cualquier animal, esa miseria.
jueves, 28 de abril de 2011
LA ESQUINA
Nunca, se dijo, recordaría en qué esquina de aquel barrio había tenido lugar la despedida que habría de separarlos para siempre. Por mucho que deambulara sin rumbo, como siguiendo un hilo evasivo o sinuoso, por mucho que se dejara llevar por las señales dispersas que se le iban mostrando —o que él inventaba— sin demasiada convicción, nunca, se dijo, daría con el lugar exacto en que se habían abrazado durante unos segundos que entonces le parecieron fracciones de milésimas de segundo pero que, sin duda, habían llegado a alcanzar casi el minuto. Y no lo encontraría porque ese lugar no existía. Podía rodar casi como un poseso por las calles, apurar con su sed cada gota perdida de un recuerdo borrado, beberse a bocanadas el aire en busca de una emoción que vibró allí, muy cerca: nada se le revelaría porque no solo estaban cerradas las puertas que daban al lugar que buscaba, sino porque, además, el propio lugar había sido cancelado para siempre. Sin embargo, seguía caminando y buscaba. Llegó a pensar que se había equivocado de barrio, o incluso de ciudad, que una determinada conjunción de calles o de tiendas, de edificios o de bares lo había confundido. Aquel barrio se parecía, estaba casi seguro, al que veinte años atrás había asistido a un abrazo de madrugada con el que concluía una noche única, arrebatada, extraña. Había sido en una esquina, de eso no le cabía duda. No se había tratado de una esquina cualquiera, sino de una de esas que gozan de una pequeña ampliación, casi como una placita, en la que desembocan varias calles. Por una de ellas habían llegado hasta allí conversando, sonriendo, quizás hasta canturreando, perdidos bajo un cielo que les era ajeno a ambos. Allí, en la esquina, ya de madrugada, se habían detenido porque sus pasos debían separarse para siempre. Y aunque sabe que nunca, por mucho que lo busque, encontrará el lugar preciso en que se despidieron, insiste y camina, cruza, se detiene y mira una y otra vez por si acaso, de pronto, en una ráfaga de aire, le fueran devueltos el lugar, el abrazo, la emoción.
sábado, 23 de abril de 2011
DIEZ AÑOS SIN ALBERTO GIORDANO

Cómo se nos empobreció la vida con tu muerte. Tal día como hoy, 24 de abril, pero de hace diez años. Aunque lleváramos algún tiempo sin vernos y aunque los últimos encuentros no hubieran podido ir más allá de un breve saludo, siempre cariñoso, festivo, envolvente, en la cafetería de la universidad o en sus aledaños, no tuve nunca la impresión de que estuvieras lejos, de que la conversación se hubiera interrumpido, de que la fiesta permanente hubiera decaído alguna vez. Estas, la conversación, la fiesta, no tenían sentido sin tu presencia, quiero decir que, por ejemplo, no se me ocurrió nunca, pasados los años, escribirte una carta para darte noticias de mis andanzas alemanas, pues tenía la intuición de que un intercambio epistolar hubiera sido para ti un pálido simulacro del embeleso constante de las palabras compartidas, de los abrazos, de las risas, de los guiños catapultados en varias direcciones, ambiguos los guiños, las risas, las palabras, pero nunca los abrazos, que lo eran siempre de cariño y de amistad. Sin embargo, era tan intenso el recuerdo de esos momentos compartidos que, a pesar de las distancias que va imponiendo la vida, de esa errancia particular que cada uno emprende en busca acaso de una imagen menos borrosa de sí mismo, seguían irradiando desde el fondo, desde la memoria, desde una especie de presente perpetuo, invulnerable. Se nos empobreció la vida, en cambio, y esta vez definitivamente, cuando supimos que habías muerto. No comprendí, cuando me lo contaron, que alguien tan lleno de vida pudiera marcharse en un brevísimo instante. Cómo podía explicarse que poco antes de morir estuvieras, como te imaginaba, recitando inspirado algún poema en lengua portuguesa, qué digo inspirado, más bien fervoroso o entusiasmado o iluminado o extático (ninguna de estas palabras consigue describirte bien). Era inconcebible que, de pronto, hubiera dejado de existir quien hacía de la existencia una participación permanente, alguien para quien el mero mirar a los demás era un acto de entrega, una persona que estaba llena de voces ajenas (inmensos conocimientos de varias tradiciones literarias) que había hecho suyas para regalárselas a su vez a los demás en un intercambio sin fin. Todo esto era inexplicable, inconcebible y atroz. Para las diez o doce personas que asistimos a tu curso sobre “Literatura portuguesa contemporánea” en el año, si no me equivoco, 1990, entre ellas mis amigos Goretti Ramírez y Gregorio Gutiérrez, estar allí era un privilegio de tal magnitud que cuando salíamos lo hacíamos como si guardáramos algún secreto que tú nos hubieras confiado. Éramos casi como iniciados de alguna cofradía, testigos de una revelación que a partir de ese momento estaba destinada a transformar nuestras vidas. Y esto era así porque todo lo que tú decías en tus clases, cada palabra y cada gesto, cada comentario y cada interpretación, cada reflexión y cada duda, tenía su origen en tu propio ser, en tu propio pensamiento o personalidad o corazón o espíritu (como quiera que podamos llamar a lo más íntimo de un hombre). Muchas veces recuerdo alguna de aquellas palabras y no consigo dejar de asociarla a la imagen que conservo de ti: por ejemplo, paseando a buen ritmo, con tu chaqueta azul algo desgastada, por una avenida de Santa Cruz de Tenerife, ajeno a todo lo que te rodeaba y, sin embargo, extrañamente incorporado de un modo necesario a un paisaje que hiciste tuyo, creo, sin demasiado esfuerzo. Otras veces me he preguntado si llegaste a la isla huyendo de algo, de alguna decepción o dolor, de un desengaño o de una gran soledad, pero me digo que eso, en todo caso, no es asunto mío y forma parte de tu enigma esencial. Nos regalabas libros cuando volvías de un viaje. Recuerdo una cena, con Goretti y conmigo, en uno de los restaurantes chinos que están como suspendidos sobre el puerto de Santa Cruz: hablábamos sobre asuntos cotidianos, casi triviales, y de pronto citaste un pasaje del Bhagavad-Gita que nos hizo pensar que en la vida todo es superficial y profundo a la vez, como aquel mismo instante en que cenábamos arroz tres delicias y acaso pollo con almendras y parecía uno más de tu vida y de la nuestra y lo era y no lo era. O como cuando te imaginaba en tu piso de la zona residencial cercana al puerto viendo una de esas telenovelas (recuerdo uno de los títulos: La loba herida) que eran para ti, según nos dijiste (en serio y en broma, por supuesto), todo un tratado de narratología. Años después de que te marcharas di una vez un paseo por la zona en la que vivías, aquel barrio nuevo construido junto a las primeras estribaciones de los montes de Anaga. Aquel día escribí mentalmente un relato en el que tú eras el protagonista: deambulabas por aquellas calles que se habían convertido en tu destino; te detenías en los escaparates de las tiendas de ropa de los comerciantes rusos; pedías un barraquito en una cafetería; te sentabas a fumar en uno de los bancos de una plaza inhóspita a la que, sin embargo, el sol, mezclado con la brisa del mar, dotaba de una atemporalidad casi sagrada. Eras lo más alejado del engreimiento académico, de la solemnidad cuyo único fin es enmascarar la incompetencia. Fustigabas con más virulencia el engreimiento que la mediocridad, salvo que, como solías recordar, ambas propiedades solían darse conjuntamente en algunos de los profesores de las facultades de letras de nuestra universidad. No tuviste reparo en ser uno más de los jóvenes que, en una furgoneta casi destartalada, acudíamos a visitar a nuestros amigos de Icod para almorzar mientras tramábamos alguno de los números de la revista Paradiso. Una foto (que temo haber perdido) da testimonio de uno de esos almuerzos. Se te veía joven en ella (nosotros éramos casi unos niños). No sé qué más decir. Sé que acaba de publicarse una obra tuya, Five, una novela en la que estuviste trabajando durante tus años de Tenerife y que tu muerte te impidió revisar. Estoy seguro de que cuando la lea volverás a estar vivo de algún modo. Cada vez que alguna de las personas que te conoció ha compartido conmigo una anécdota tuya, un recuerdo, una imagen, he sentido el alborozo de un reencuentro. Es como si, a pesar de lo mucho que se nos empobreció la vida después de tu muerte, tu unánime presencia en el recuerdo de todos los que te conocieron fuera la garantía de que aún sigues estando con nosotros, de que aún, como decía Camilo Pessanha en unos versos que amabas, “só, incessante, um son de flauta chora”.*
* Le agradezco al profesor José Juan Batista el envío de la foto, tomada en el mes de abril de 2001.
jueves, 21 de abril de 2011
RECUERDOS DE LA CASA
No siempre que rememorabas la casa de tu infancia te atendía yo como hubiera debido. Estoy seguro de que con frecuencia estaba distraído, enredado en los pensamientos que, con su incesante vaivén, me ocupaban por aquel tiempo. Sin embargo, algunas de tus palabras permanecieron unidas a imágenes o a trazos de imágenes que, con el paso de los años, pude ir reconstruyendo. Había un patio interior. Creo que los lavabos se encontraban en alguno de sus extremos, pues para llegar hasta ellos había que atravesar el patio, decías, hasta el que, por la noche, se colaba a partir del otoño la brisa húmeda del parque cercano. Cada vez que he pasado por donde estaba la casa he intentado imaginarla. Fue derruida cuando aún eras joven para construir una nueva. En esta casa nueva, en la que pasé tantas tardes, me costaba reconducir los pasillos hasta los cuartos desaparecidos, borrar mentalmente los tabiques para volver a levantarlos, también mentalmente, según el supuesto trazado original. Todo lo desaparecido deja huellas salvo cuando es sustituido por otra realidad que aspira a suplantarlo. Pensaba entonces que no era demasiado importante lo que recordabas del único cuarto en el que dormías junto a las camas de tus padres y hermanos, el bochorno de las noches de verano, la respiración de todos ellos dormidos como un único soplo al compás de lo que parecía, en la oscuridad, un solo corazón. O de la cocina, en la que un día pisaste sin querer un pollo que correteaba entre tus piernas y al que viste morir sin que emitiera ni un solo quejido. No sé si me extralimito al imaginar muy altas las paredes, gruesos los muros que separaban la sala del dormitorio, sobria la pobreza de los muebles, tristes las pocas fotografías apiñadas sobre una mesa de camilla, chirriante la mecedora para los pocos ratos de descanso, misteriosa la cómoda para los escasos secretos, guardados en alguna caja al final de una gaveta. Pero todo esto, quizás, perteneció o pertenece tan solo a la casa nueva, a mis recuerdos de ella, a no ser que existiera ya en la vieja y formara parte de lo que no se perdió en la mudanza. Ni tú misma, tal vez, recuerdas todo lo que desapareció en el camino. Y ya no vive ninguno de los que podrían recordarlo. La presencia del parque con sus árboles mudos, la calle en pendiente entre las dos avenidas, el cielo con sus amaneceres, sus mañanas de nubes o de sol inclemente, sus tardes demoradas de claridad o de lluvia, sus noches silenciosas casi más allá del tiempo: esto no se ha perdido, o apenas ha cambiado. Lo que rodeaba la casa es también parte de la casa. E incluso quienes entonces no estábamos seguimos, de algún modo, dentro de la casa.
lunes, 18 de abril de 2011
CAUTIVERIO
El primer paso habría de ser ordenar un poco tu casa. O no solo un poco, sino a fondo. Recoger los papeles tirados sobre la mesa, las bolsas de plástico ya desprovistas de contenido —medicamentos, comida, ropa, cachivaches—, las migajas esparcidas en el poyo, los libros apilados en los bordes de la estantería, las camisas colgadas en los respaldos de las sillas, la vajilla amontonada en el escurridor, los lápices, las gomas, los bolígrafos que alguna vez empleas para apuntar cualquier cosa. A partir de ahí, todo podría mejorar. Dejarías tal vez de tener sueños turbulentos, sueños como el de anoche, en el que aparecías de pronto perdido entre callejuelas desconocidas a pesar de que visitabas, supuestamente, una localidad con la que estás familiarizado desde niño; abrías luego una verja y te adentrabas por lo que parecía uno de esos pasillos ajardinados entre los adosados de una urbanización hasta que divisabas un perro enorme que al verte empezaba a correr hacia ti; entonces dabas la vuelta para alcanzar de nuevo la entrada, pero en el momento preciso en que abrías la verja sentías en el muslo una dentellada que acabó con el sueño —aunque la seguías sintiendo, en cierto modo, al despertarte. Ahora que ya sabes cuál es el primer paso que has de dar, dalo. Empantanarte en la conmiseración de ti mismo, dejarte mecer por las voces que te atan a la inmovilidad, asilvestrarte, por decirlo así, en el interior de los bosques de tu propia desgana, no es más que un camino de perdición que conduce al abismo. Mira: el sol ha declinado, la tarde es apacible, fuera respirarás el mundo de otro modo, aunque creas ahora que allí nada te espera. Igual que esta mañana te hiciste la pregunta de si en aquella terraza vacía, en sombra, caería el sol por la tarde, y enseguida pensaste que no era el sol lo que podría llegar a caer sino su luz —¡qué compulsiva pasión por las metonimias la de esta lengua nuestra, te dijiste!—, del mismo modo, si sales esta tarde, estarán esperándote nuevas preguntas, nuevas palabras, nuevos retorcimientos de la lengua, imágenes, presencias, desapariciones, expectativas, movimientos, vacilaciones, fisuras, rostros, terrazas, pasos, emociones, a ti que, ahora cautivo, sin que, en cambio, nada ni nadie te retenga, sabes ya cuál es el primer paso que has de dar para llegar hasta la puerta, abrirla y recorrer con nuevos pasos la ciudad. Sé como esos fantasmas de la película que viste anoche: emprenden un viaje para encarnarse de nuevo en un ser vivo, huyen de las voces de sus propios pasados, se enfrentan a criaturas infernales que quisieran retenerlos en las convulsas prisiones de la culpa, de la melancolía y de la postración. Arráncate el vestido espectral que ahora te cubre y sé de nuevo un vivo entre los vivos.
jueves, 7 de abril de 2011
CAVERNA
En un jardín de arena / alimentaré a un ave / que despreciará mi comida / picoteará mis entrañas / en busca de un sabor perdido / en el transcurso del tiempo / será derramado el jugo tenebroso / que cavará en la arena un agujero / como si quisiera esconderse / de los seres que acudan a bebérselo / llamados por su aroma / y se asomen al charco que se dará prisa en filtrarse / a través de la arena hasta la más / remota caverna de otro tiempo / allí sé que me esperas / aunque esté ya vacío / aunque incluso mis huesos / no sean más que una brisa que resuena / entre las gotas que se filtran / hasta el interior de la caverna / allí sé que algún día / sellaré tras de mí la única entrada.
lunes, 4 de abril de 2011
MIENTRAS ESPERABA
Estaba esperando a alguien. El silencio era el de las tres de la tarde, esa hora en que ha ocurrido ya o no ha ocurrido aún todo lo que, en nuestras vidas sin importancia, tiene alguna importancia. La madre de uno de mis alumnos se está muriendo, me han informado hoy. Debe de tener una edad parecida a la mía, pues yo tengo ya la edad en que podría ser el padre de mis alumnos si hubiera sido padre a la edad en que mis padres se convirtieron en los míos. Cada uno vive en su exclusiva celdilla de colmena y apenas sabe quién vive al lado, debajo, arriba o enfrente. Esa ventana, por ejemplo, frente a la mía: ¿cuánto tiempo lleva cerrada su persiana? ¿Tengo alguna idea de cómo es el rostro que, supongo, alguna vez se habrá asomado a ella? La muerte tendrá lugar en la casa, pues le han permitido que abandone el hospital. Será cuestión de un par de semanas. Cuántas veces (quiero decir: ¿muchas o pocas?) he vuelto a pensar en aquella alumna mía que murió de un derrame cerebral y cuyo último examen quedó sin corregir en mi escritorio. O en aquel alumno, al que solo veía un día por semana y con el que apenas pude hablar, pues casi no parecía ya existir, que se suicidó hace unos años. O en aquel compañero, profesor de francés, muerto de un cáncer fulminante de pulmón, que me ayudó a preparar programaciones y otros documentos casi siempre inútiles en mi primer año en el segundo instituto en que trabajé. Dicho así, parecen pocas las muertes a las que me ha tocado asistir (y este verbo, me temo, agiganta mi escueta experiencia de ellas) en el marco de estos diez años de docencia. ¿Son realmente pocas? A lo único que puede recurrirse ya, nos han comentado hoy, es a los cuidados paliativos. Tendré que corregir esta semana las actividades que marque para casa mientras pienso que la madre de ese alumno (un alumno de rendimiento medio y de comportamiento exquisito) está siendo sedada porque le quedan solo unas semanas de vida. Hablaremos de sintagmas, de cohesión textual, de metáforas y de aliteraciones mientras una mujer joven está siendo arrasada por dentro, está siendo atacada sin piedad por las células de su propio cuerpo que ha decidido, ¿puede decirse así?, destruirse a sí mismo. Qué ejemplificante. Qué didáctico. Pero ¿acaso puedo enseñarle algo que le ayude a llorar o a temblar menos, a rezar de otro modo, a enfrentarse a esa muerte sin tanto dolor? No ha llegado aún la persona a la que estaba esperando. Se oyen como en sordina el ruido metálico de calderos o sartenes que alguien friega, el de pasos que se arrastran, el de persianas que se cierran, el de un timbre que suena, el de una cisterna de la que se tira. Todos esos pequeños e insignificantes ruidos provocados por personas que viven cada una en su exclusiva celdilla de colmena y que dejarán de escucharse cuando mueran. Y ahora alguien toca a mi puerta.
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