viernes, 31 de mayo de 2019

LÜTZEN

Fue al abandonar la autopista 38 por la salida 28 cuando entré en el pueblo de Lützen. Ya el nombre me resultaba familiar. Lo repetí en voz baja: Lützen, Lützen. Lo atravesé en un suspiro, pero, de alguna manera, a pesar de esa rápida travesía superficial que me llevó después hasta unos extensos campos de cultivo, me pareció que había ahondado en aquel lugar, que cada fachada entrevista, cada tienda, cada monumento, tenían su correspondencia en algún lugar profundo de mí, aunque no estaba seguro de haberlo visitado, ni de haber pasado siquiera por allí, cuando vivía en Leipzig. Era muy probable que en alguna excursión, o en alguno de los trayectos que realicé al aeropuerto para recoger y dejar a amigos que me visitaron, tuviera que pasar por Lützen. Reconocía y no reconocía sus calles. El color marrón apagado de algunas de las fachadas era el mismo de entonces, de tantas fachadas como debí de haber contemplado con fruición —y, a veces, hasta habría inventado sin querer alguna historia sobre quienes allí vivían o habían vivido—, pero no había ninguna garantía de que fuera en Lützen y no en cualquiera de los muchos pueblos que rodean Leipzig donde yo había visto esas fachadas. ¿Qué era, entonces, lo que me emocionaba al pasar por allí, lo que hizo que estuviera a punto de pararme en el aparcamiento de la iglesia para pasear unos minutos y confirmar a pie esa sensación oceánica de placidez, regreso e inmersión, la muy sutil y quizá equivocada impresión de que yo ya había estado en Lützen alguna vez, o que al menos había pasado por allí las veces suficientes como para recordar su nombre? Lützen, Lützen, repetía como un mantra, como si al decir en voz alta y varias veces la palabra pudieran volver las imágenes de entonces. Y seguí repitiéndola cuando, una vez que dejé atrás los campos cultivados, y también el siguiente pueblo, Markranstädt, cuyo nombre sí que no me decía nada y que, al atravesarlo, me pareció totalmente desconocido, vi el lago. Empezaba a desvanecerse la sensación de haber estado alguna vez en Lützen cuando vi a mi derecha el lago y pensé que podía ser ese el lago donde había ido varias veces en el verano de 1999. Tampoco estaba seguro de que así fuera, pues, al preparar el viaje, y recordando aquel lugar tan especial, había visto en el mapa que Leipzig está rodeado por varios lagos. Yo sólo había ido a uno —pero no recordaba su nombre— desde que compartí allí un picnic con un amigo, su hermana, su cuñado y sus sobrinos —una experiencia extraña—. Luego empecé a ir solo. Recuerdo lo fascinante que era dejar la orilla en la que se congregaba la gente —y donde había incluso un populoso quiosco de bebidas— y caminar hasta el otro extremo, donde no solía haber nadie y era mucho más agradable bañarse. Quizá era por eso por lo que me resultaba familiar el nombre de Lützen, porque estaba cerca del lago y alguna vez quizá había continuado hasta allí después de bañarme. O tal vez era simplemente la emoción de regresar a Leipzig —veinte años después— lo que me hizo aferrarme al nombre del primer pueblo con que me crucé al dejar la autopista y me estaba autosugestionando con que ya había estado allí. Lo cierto es que ahora me doy cuenta de que quizá no sabré nunca si estuve o no estuve en Lützen y que no es eso lo importante —si es que algo importa—: lo que importa —si algo importa— es haber sentido con toda seguridad una conexión con ese lugar, haberme identificado en lo profundo con él —no en la realidad ni en la memoria, no en el presente ni en la imaginación—, haber sentido que, a través de las sílabas de la palabra Lützen, regresaba a regiones más auténticas, menos conocidas, de quien acaso soy o no soy. 

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