sábado, 1 de junio de 2019

EN UN TRANVÍA DE LEIPZIG

Ir como uno más, como iba entonces, hace veinte años, en un tranvía de Leipzig, plenamente integrado en un tranvía multicultural junto al matrimonio de ancianos alemanes que vuelven a su casa, el padre turco que lleva a su hijo al parque de juegos infantiles, la pareja de amigas orientales que visten trajes ceñidos y lucen hermosos labios de colores brillantes, el joven árabe que sonríe mientras habla con alguien por el móvil, con su barba bien recortada, sus ojos aureolados de pestañas como las de las mil y una noches, el adolescente ruso que viene de comprar fruta y muestra sus pantorrillas musculadas, la estudiante africana que lee un libro de Schelling y recuerda la naturaleza infinita y virgen de su país natal. Ir como uno más, como el que se montaba entonces en los tranvías que cruzaban la ciudad, anónimo, con un libro en las manos, pensando en poca cosa, quizá en el mueble que falta en el salón del piso nuevo, acaso en la clase malograda a pesar del poema de Machado, sin poder leer por el cansancio, contemplando los edificios y los huecos, las manzanas y las mordidas de la historia. Ir como uno más, confundido entre las lenguas que se cruzan sin comprenderse, silencioso, sin hablar ninguna porque las olvidó todas, olvidó la lengua que traía de su país y olvidó la que no acabó de aprender en el nuevo, y así cayó en el mutismo de quien prefiere no relacionarse, tan sólo confundirse, integrarse en silencio, comulgar con los demás por medio de la contemplación o del olfato sin palabras. Ir como uno más, en este tranvía del fin del mundo, plenamente integrado en el viaje de la desintegración, socializado en medio de la sociedad descompuesta, de regreso de un pasado que no comprendió y camino de un futuro que no existe, solapado por su anónima presencia entre gente a la que no comprende y a la que nunca podrá acercarse, como un libro cuyas páginas fueran cada una de un color diferente, cada una escrita en una lengua, cada una con un número no consecutivo al de la anterior. Ir como uno más, así, desvalido, sin ninguna voluntad de apearse, sin destino, sin rumbo, sentado en un asiento que fuera el mismo de entonces, de hace veinte años, mirando por la misma ventanilla, viendo los mismos árboles de parques sucesivos, imaginando que alguien lo despidió en el andén y sabiendo que ese alguien que lo despidió en el andén lo hizo para siempre y no puede ya hacerlo ahora, ahora que, como entonces, se ha montado solo a la deriva en el tranvía sin tiempo, en un tranvía que, aun cuando se bajara el conductor, continuaría serpenteando por la ciudad con el ritmo repetitivo de las rutas perpetuas. Ir como uno más, sabiéndose nadie, nada, un cuerpo que ocupa fugazmente un asiento y lo cede para recuperarlo veinte años después, un hueco del aire que respira y saliva, que suda y olfatea, una celeridad inmovilizada en el tiempo, que aparece y desparece en medio de los años, de las décadas, sin buscarlo ni buscarse. Ir como uno más, con el equipaje abandonado en la taquilla de una estación olvidada, con un libro en las manos que no acabará nunca de leer, ni en veinte o cuarenta años más, recordando que al llegar a casa tendrá que reparar la pata de la cama, atornillar mejor el espejo del baño, colocar la planta cerca de la luz de la ventana. Ir como uno más, sin recordar nada, dejándose llevar, viendo cómo van cambiando sus compañeros de viaje, el matrimonio alemán, el padre turco, la pareja oriental, el joven árabe, el adolescente ruso, la estudiante africana, cómo, cuando levanta la vista, ya no están ahí, han debido de bajarse, pues ya no hay nadie en el tranvía, ni siquiera el conductor, sólo está él sentado en el primer asiento a la derecha, con un libro entre las manos, sin saber si está en movimiento o no, si es ahora o entonces, si está vivo o está muerto. 

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