viernes, 24 de mayo de 2019

LA LIBRETA

Desde que llegó, salió a pasear todas las tardes. Iba descubriendo los diferentes caminos, y en ocasiones, más que descubriéndolos, los redescubría a partir de los recuerdos que de ellos tenía de su estancia anterior, hacía seis años. Por algunos de esos caminos ya había transitado entonces, y otros los descubría ahora extrañándose de no haberlos descubierto entonces, sobre todo porque no estaban demasiado alejados de otros que ya conocía, o constituían bifurcaciones o continuaciones de caminos por los que había pasado. Había incluso alguno que resultaba muy extraño no haberlo recorrido en aquella estancia anterior. El caso más flagrante era el de un camino que comenzaba unos metros más abajo de la puerta de su casa y que ascendía a la parte de la ladera que dominaba el grupo de casas altas entre las que se encontraba la suya, un camino que serpenteaba por encima y a la vez por detrás de esas casas y que, cuando llegaba a la altura de la suya, le permitió ver desde el otro lado lo que veía –y lo que había visto seis años antes– desde la ventana del dormitorio y desde la claraboya del baño. Ese camino iba paralelo a unas enormes mallas metálicas instaladas en la ladera para retener las piedras que pudieran caer o para proteger de avalanchas. Por un momento se imaginó durmiendo cuando hasta el dormitorio caía una de esas inmensas piedras, o un alud, que se empotraba contra la pared de madera y lo aplastaba sin que alcanzara a despertarse antes de morir: una dulce muerte violenta. Ese camino desembocaba en otro que sí conocía de la vez anterior, es más, en el que había sido su preferido, el que más había recorrido en aquellos meses de invierno, varias veces por semana, pero que en esta segunda estancia sólo había transitado en dos o tres ocasiones, quizá porque lo conocía demasiado bien o quizá porque el recuerdo que de él tenía, cubiertos los campos por una nieve espesa, congelados los arroyos que atravesaban la hierba y ataviados con carámbanos los tejados de los graneros, era tan vivo que no compadecía comparación con el mismo camino transitado en primavera: hermoso, sí, pero sin aquella magia del invierno.

Un día, sin saber por qué –ya había pasado mes y medio desde su llegada–, salió a caminar con una libreta bajo el brazo. Era una libreta de tapas rojas que había comprado en los días previos al viaje y que había permanecido envuelta en su funda de plástico durante todo ese tiempo. El día que rasgó la funda y salió con la libreta a su paseo diario pensó que en algún momento se detendría a escribir algunas notas. No había escrito nada sobre los paseos anteriores. En realidad, no había escrito nada desde que llegó. Al volver a casa retomaba sus rutinas, pero en ningún momento sintió la necesidad de transformar en palabras las impresiones de un paseo. Se limitaba a percibir, a sentir, a dejarse fluir a través de lo desconocido, o a través de lo recordado y vuelto a visitar, sin que en ningún momento se planteara que podía haber otro lado, una salida o escapatoria para todo aquello. Le resultaba excesivamente puro lo que sentía como para contaminarlo con la escritura. O bien no creía estar a la altura de lo que sentía para poder decirlo con palabras. Vivía con intensidad cada instante, cada encuentro. El descubrimiento de unas marismas. Los caracoles arracimados en un humedal. Las arenas de una pequeña playa en la orilla del río. Un banco de madera escondido entre los árboles. El arroyo que tuvo que saltar para alcanzar el camino del que se había desviado. La majestuosa y constante cantinela de los cencerros del ganado. La cabina del funicular como si fuera el juguete de un gigante en la distancia. Las tres llamas de mirada nostálgica encerradas en un pequeño prado delimitado con una valla eléctrica. El zorro saltarín visto dos veces en el mismo lugar y la cría de zorro, juguetona, vista en otro lugar, junto a unos mirlos. Las enormes vacas capaces de calmar toda ansiedad si uno las miraba fijamente. Los caballos negros en el atardecer, comiendo hierba, a punto de ser devorados por la noche. La cruz de madera solitaria en medio de los campos. El croar portentoso de las ranas en los estanques. Los patos descubiertos en la intimidad de su amor. Los viñedos impecables que componían teoremas geométricos de difícil solución. Los bosquecillos en medio de los campos de labranza. Las cascadas. Las pequeñas capillas blancas al borde del abismo. Nada de esto estaba ahí para ser dicho y, sin embargo, él lo vivía y lo interiorizaba como si formara parte de una historia que tuviera que ver con él, parte de un relato relacionado con su vida, o parte de su propia vida destinada a exponerse en una futura escritura. Sabía que no era él, no obstante, quien la escribiría, ni esperaba que nadie la escribiera por él, como si cada paseo transcurriera en el interior de una escritura imposible pero inminente, invisible y anónima, misteriosa por cuanto no podía explicarse mediante ninguna lógica racional, una escritura que no estaba destinada a ningún lector y que, sin embargo, él sentía leyéndose, leída antes de escribirse, o leída mientras se escribía, lo mismo que al caminar iba apoyando los pies en el camino y a la vez se sentía casi suspendido en el aire, irrelevante, efímero, pasajero en el doble sentido de la palabra.

Nada cambió el día que salió a pasear con la libreta de tapas rojas. Era un adminículo más, como la bufanda o la mochila, casi una parte de su vestimenta, algo parecido a los prismáticos que también había comprado antes del viaje pero que no había llevado consigo en ninguno de sus paseos. Llegaba al final de un camino, a una valla de metal que impedía continuar, levantaba la mirada y veía arriba, en un prado en pendiente de un verde deslumbrante, entre pinos, una casa solitaria, o un granero, y tal era la belleza del instante que la libreta le temblaba bajo el brazo, como si lo incitara a abrirla, como si fuera necesario escribir lo que allí se había producido, la unión del deseo y de la luz, la irradiación de la belleza en medio de la melancolía de la tarde, el nacimiento de un lugar en la memoria, fuera del tiempo, para siempre, intacto, perdurable, no destinado al olvido, y era eso lo que le hacía quedarse rígido con la libreta sin abrir debajo del brazo, mirando hacia la casa de madera oscura en medio del prado de un verde de promesa, u obnubilado con el bosque que rodeaba la casa, un bosque que lo llevaba a evocar todo lo misterioso de su infancia, escondrijos y animales, duendes y fantasmas, pero esa evocación era fugaz como un relámpago, duraba apenas el tiempo de un vistazo y luego desaparecía, y aun cuando hubiera querido sentarse en el borde del camino, junto al arroyo, a anotar el repentino rumor llegado desde el bosque, la belleza de la casa sin edad unida con el prado milenario, ni siquiera hubiera llegado a tiempo, no habría podido trazar sino un par de palabras desconectadas de todo, perdidas en la inane pobreza de la página en blanco. Así que no escribía. Llevaba la libreta para no escribir. Le colgaba del brazo como la mano de una novia muerta, una novia que lo hubiera amado mucho en otro tiempo pero cuyo amor no fuera ahora sino un recuerdo fantasmal, un hálito incomprensible, una verdad vacía.

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