Estoy imaginando a mi amigo Ricardo mientras corrige
las pruebas de imprenta de su nuevo libro, un libro que no es ni mucho menos
reciente, pues tuvo una edición digital antes de esta que va a salir en papel,
un libro que contiene la narración de una vida, o de buena parte de una vida, y
que Ricardo tardó años en escribir: y escribirlo fue para él, en cierto modo,
lo contrario a suicidarse, si esa palabra existiera, si existiera algo así como
desuicidarse o inextinguirse, es decir, lo que ocurre cuando todas las fuerzas
negativas de la vida pasan por el tamiz de un luz muy pura, implacable,
vivísima, y revelan al trasluz toda la energía vivificadora que contienen. Los
traumas se convierten entonces en corazas; las inseguridades, en mantras; las desgracias,
en palabras para tejer el tapiz de las mil y una recomposiciones. Debe de ser
extraño para mi amigo Ricardo estar corrigiendo las pruebas de un libro que
pensó haber publicado hace unos años, cuando apareció la versión digital, sobre
todo porque un libro como ese es algo que requiere vida propia, es un artefacto
creado con la expresa voluntad de independizarse de su creador, precisamente
porque es tanto lo que de él lleva en su interior que se correría el riesgo, si
no se produce la ansiada separación, de que ambos, autor y obra, creador y
creación, hombre y novela, acabasen siendo como esas parejas de siameses que se
roban la comida, el aire y hasta los pensamientos el uno al otro hasta que uno
de ellos languidece y el otro lo sobrevive sólo unos días. Por eso, que el
texto haya regresado a él y él al texto, esa segunda oportunidad dada a la
simbiosis, a ese espacio rarefacto, común, en el que la mano y la tinta vuelven
a ser una sola cosa y la escritura no se ha separado aún de la conciencia que
la escribe en su papel transparente, deben de estar siendo, para mi amigo Ricardo,
una experiencia inquietante: lo imagino intentando leer su libro como si fuera
el de otro, surcando cada línea sin intentar comprenderla, cada palabra como si
estuviera aislada en la hoja, sin conexión con las demás, pues lo contrario,
pensar que el texto vuelve a ocupar en la conciencia de mi amigo el mismo lugar
del que una vez salió, y que mi amigo vuelve a zambullirse en él como si las
palabras fueran parte de su respiración, supondría imaginarlo en una tarea que
no puede exigírsele a nadie y que equivaldría a revivir lo ya vivido como si
estuviera ocurriendo ahora mismo.
En la lectura que imagino que mi amigo Ricardo hace
de su propio libro para cumplir con sus obligaciones como autor (no como quienes,
al recibir las galeradas de su próximo libro, las miran por encima, les dan el
visto bueno y condenan a sus futuros lectores al mal trago de leer un libro
lleno de erratas), en esa relectura de un texto ya escrito e incluso ya
publicado, hay algo que me intriga, siempre que se entienda esta intriga como
parte del proceso imaginario en el que recreo a mi amigo entregado al juego de
releerse sin demasiadas ganas de hacerlo, medio obligado por la editorial y por su
conciencia: ¿tendrá la tentación de modificar el relato, quiero decir, no tanto
de corregir detalles sueltos de estilo, lo que sería comprensible teniendo en
cuenta el tiempo que ha pasado, sino de practicar con el texto algunos de los
procedimientos que la crítica textual contempla como habituales en los trabajos
de reescritura: inserción, supresión, sustitución, desplazamiento? Porque,
tratándose de un texto que estuvo escribiendo durante muchos años y que ni
siquiera quedó definitivamente fijado con su publicación digital (pues mi amigo
supo siempre que esa operación fantasmal que consistía en poner a disposición
de los lectores un texto en la nube no suponía ni mucho menos distanciarse del
texto al modo en que se consigue con la publicación convencional), tratándose,
además, de un texto laberíntico en el que son muchas las puertas de entrada y
de salida y pocas las formas de conseguir llegar hasta unas y otras, la
tentación de reescribirlo ahora, cuando los acontecimientos que en el libro se
narran han adquirido la condición de ficciones triplemente ficticias (pues tres
instancias, la del recuerdo, la de la escritura y la de la publicación, les
imprimieron a los hechos el indeleble marchamo de la ficción), supondría acaso
una vuelta de tuerca en la que el personaje, incorporado al narrador, y este a
su vez restituido al autor, devolvería retrospectivamente la condición de
realidad a unos hechos que flotaban desde hacía ya tiempo en la burbuja de lo
triplemente ficcional.
¿Es eso posible? ¿Puede el ejercicio de la
reescritura aplicado a un texto alucinadamente escrito y fantasmagóricamente
publicado devolver a los hechos su condición de verdad? Imaginemos a un autor,
a mi amigo Ricardo, en este caso, corrigiendo esas pruebas de imprenta (pruebas
que, téngase en cuenta, habrá de corregir hasta en tres juegos, si quiere ser
meticuloso y no dejar al albur la aparición de gazapos y lapsus). Vuelve a
estar asomado al abismo. No sólo asomado: le han puesto una escalerilla en el
borde y le han dicho que baje. Sigilosamente, como para no despertar a
fantasmas, espíritus y sombras, mi amigo desciende hasta el fondo del libro. Lo
que se encuentra allí son las palabras (palabras que él mismo escribió pero que
creía haber olvidado) transformadas en seres aparentemente vivos que unas veces
le hablan y otras parecen condenados a un mutismo perpetuo. El fondo del abismo
es la verdad del libro, que el autor está ahora obligado a recorrer no como
autor, sino como corrector de pruebas, es decir, como un funcionario que
comprueba que cada palabra se ajusta a lo que debía haber dicho, que no ha
pervertido su forma ni su significado y que no finge, como una máscara, ser otra
distinta a la que es. El autor se acerca a una oración y siente un leve mareo
que lo aturde. Intenta limpiar el polvo de una sílaba y la sílaba siguiente le
escupe en la cara. Pone la mano en una tilde para comprobar el calor de la
intensidad con que una palabra fue dicha y siente frío el acento, gélido como
un cadáver. Más adelante, esa misma palabra, con el acento cambiado, le quema
la mano. El autor, mi amigo, recorre el laberinto de lo que dijo e intenta
ponerse en la piel del lector: no ve señales luminosas que lo orienten, se
pierde en medio de la oscuridad, se confunde de callejón, de cruce, de pasaje.
Su libro, que creía un ente muerto con vida propia, separado de él, habitante
de un no lugar entre la realidad y la inexistencia, resulta ser parte de su
propio cuerpo y, cuando cree estar recorriéndolo para inspeccionarlo,
corregirlo y sancionarlo, en realidad ha entrado en el interior de sí mismo y
es su propia vida lo que tiene ante sí: no unos hechos recordados, contados,
publicados, sino la propia esencia intemporal de su existencia devuelta de un
modo milagroso al propio protagonista mucho tiempo después. Y entonces sabe,
imagino, que debe intentar corregir a ciegas, tan sólo rozando el papel con los dedos,
sin mirar las oraciones, las letras que son como las larvas de una verdad
vivida.
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