lunes, 19 de mayo de 2014
UNA ACLARACIÓN SOBRE MI RELATO "PALAZÓN. UNA CRÓNICA"
En una entrada malintencionada publicada ayer en su blog, el traductor José Aníbal Campos sugiere la posibilidad de que mi relato "Palazón. Una crónica" esté dedicado al traductor José Luis Reina Palazón, amigo mío desde los tiempos en que ambos residíamos en Alemania. En absoluto es esto así. El protagonista de ese relato está inspirado en una persona a la que, en mi infancia, solíamos ver mi madre y yo paseando por las calles del barrio de El Toscal de Santa Cruz de Tenerife. Mi madre me decía entonces que aquel señor encorvado, adusto, que rondaba en aquella época los ochenta años, "había tirado al mar a gente metida en sacos durante la guerra". El apellido Palazón, habitual en Canarias, lo escogí por su sonoridad, por su evocación de las paladas de tierra con que se enterró a tanta gente en fosas comunes después de palizas y fusilamientos en masa. Nada tiene que ver, por supuesto, con José Luis Reina Palazón, poeta y traductor sevillano que residió durante mucho tiempo en Fráncfort, con quien me une, como digo, una vieja amistad y a quien envío desde aquí un gran abrazo. Considero absolutamente despreciable que el señor Campos, en su afán por atacarme, haya pretendido meter cizaña mediante un recurso tan torpe, tan gratuito, como es interpretar la coincidencia del apellido de mi protagonista con el segundo apellido del traductor sevillano como una alusión por mi parte. Y me parece que semejante disparate, producto de la peor de las sañas, invalida por sí solo las descalificaciones que sobre mi persona se vierten en esa entrada de su blog.
sábado, 17 de mayo de 2014
PALAZÓN. UNA CRÓNICA
Apuesto a que si Palazón leyera estas líneas —pero todos
sabemos que nunca las leerá— su primera reacción sería plantarse delante del
espejo, atusarse el bigote, anudarse la corbata, ponerse su traje más oscuro y
salir en dirección a la Plaza de los Amaneceres Turbios. Una vez allí, se
sentaría en uno de los bancos de azulejos desgastados, se fumaría un habano
cuya ceniza, a medida que le fuera cayendo sobre el traje y la corbata, iría barriendo indolentemente con la mano y esperaría a la apertura de la sección de
apartados de la oficina de Correos. En uno de esos apartados, cuyo número no
existe, pues se trata de un escondrijo que Palazón negoció hace muchos años con
el jefe de la oficina de Correos y que le fue concedido en pago de un servicio,
guarda Palazón un pequeño revólver, de uno de los modelos menos aparatosos del
mercado, que solo utiliza en ocasiones especiales. Apuesto a que si Palazón
leyera estas líneas —pero todos sabemos que nunca las leerá— metería la mano
hasta el interior de su apartado secreto, que se encuentra oculto entre dos
apartados auténticos cuya titularidad ostenta el propio Palazón, cogería el
revólver, lo escondería en el bolsillo interior de la chaqueta y se dirigiría
al Callejón de los Garbanzos Podridos. Es ahí donde vivo. Seguramente ustedes
no sepan que en los tiempos en que la ciudad se componía de unas pocas avenidas
aderezadas de palmeras y cuatro callejuelas sucias por una de las cuales
rechinaba cada cuatro horas un tranvía oxidado, en aquellos tiempos en que posiblemente
ninguno de nosotros vivía todavía, Palazón, que ni siquiera era entonces tan
joven como pudiera pensarse, frecuentaba las bodegas de las calles aledañas al
puerto, salía de ellas a altas horas de la madrugada con la mirada empañada y
el corazón a punto de estallarle y atravesaba la Avenida de los Héroes Vencidos
sin detenerse a mirar el amanecer a lo lejos. Cualquiera pensaría que, en esas
madrugadas, Palazón se dirigía a dormir a su casa. Sin embargo, una vez que
atravesaba el Puente de los Cochinos, tomaba la empinada Calle de los Jardines
Muertos y desembocaba en la Plaza del Caudillo, Palazón, a eso de las seis de la
mañana, entraba en el bar de la Posada de los Cándidos y se tomaba su último
whisky. Solía ser, a esas horas, el primer cliente, pero ya el maestro Antonio,
el dueño de la posada, había tenido tiempo de charlar con residentes que, de
madrugada, lo habían llamado para pedirle un té o una toalla nueva. Palazón
escuchaba perezosamente las novedades que el maestro Antonio le contaba en
relación con los clientes de la posada, con los viajeros llegados en el último
barco, con las familias de las autoridades recién destinadas en el gobierno
civil. Palazón no anotaba nada ni nada memorizaba. Entre los árboles de la
Plaza del Caudillo cruzaba de vez en cuando una de esas solteronas macilentas
encargadas de abrir las tiendas de telas y recambios a las siete de la mañana.
La turbia mirada de Palazón se clavaba a veces en ellas y entonces, por una
serie de asociaciones inconscientes, involuntarias, su memoria regresaba a uno
de los pocos momentos felices de su vida: el día en que, en el salón de la casa
de su tía abuela Mencía, cuando tenía seis años, un sarontontón se le había
posado en el dedo pulgar de la mano derecha y había permanecido allí, alelado,
durante casi diez minutos. Apuesto a que si Palazón leyera estas líneas —pero
todos sabemos que nunca las leerá— entraría en el portal del número 11 del
Callejón de los Garbanzos Podridos, que es donde yo vivo, atravesaría el patio
de la ciudadela, depositaría en el retrete su cagalera siempre refinada —luego
verán por qué— y entraría en el cuarto donde escribo mis crónicas de la ciudad con
el revólver en la mano. Nadie sabe en qué momento de su juventud Palazón se
convirtió en el hombre de confianza del gobernador civil. Lo cierto es que un
día, mientras se tomaba un cortado en el bar de la Calle de los Tapujos, dos
hombres vestidos de blanco entraron y se sentaron junto a él. Una hora más
tarde encontramos a Palazón en el despacho del gobernador civil con un sobre en
la mano que contiene las instrucciones de su primer encargo. Durante años
Palazón recibirá sobres como ese, directamente en el despacho del gobernador
civil, en los que se le indica quién, cómo, cuándo y dónde debe ser eliminado. Es
importante que ustedes entiendan esto: Palazón no es más que un brazo ejecutor
de los designios del gobernador civil, no está ni siquiera autorizado a
inventar o improvisar el modo en que se deshará de sus víctimas. Con el paso
del tiempo, el gobernador civil descubrirá en Palazón unas aptitudes tan
extraordinarias para la obediencia, para el más estricto cumplimiento de las
instrucciones recibidas, que acabará prescindiendo de sus demás hombres de
confianza para quedarse solo con Palazón; es más, acabará encargando a Palazón
que se deshaga de ellos. Durante diez años, hasta la llegada del nuevo régimen
político, Palazón será el terror de las viudas depositarias de secretos de
alcoba, de los huérfanos de líderes obreros, de los deportistas de élite
entregados a la sodomía, de los gitanos, de los dueños de imprentas poco
proclives al acatamiento, de los poetas sociales y de las cabareteras
enamoradas de marineros extranjeros. A todos ellos, y siguiendo las puntillosas
instrucciones del gobernador civil, Palazón los vigilará, los perseguirá y los
asesinará en lo que se conoce como El Terror de los Setenta en la historia de
nuestra ciudad. La penúltima de las instrucciones que contenían los famosos
sobres que Palazón recogía en el despacho del gobernador civil se refería al
modo en que el crimen podía —y debía— hacerse pasar por un suicidio, por un
accidente o por una ajuste de cuentas entre bandas criminales. La última de
esas instrucciones era invariablemente la orden de que Palazón se presentara en
el despacho del gobernador civil en la fecha indicada y con el sobre que
contenía las instrucciones para que, en presencia del gobernador civil, y sin
mucha dilación, Palazón procediera a tragarse el sobre con las instrucciones —para
lo que podía, si así lo deseaba, cortarlo previamente en varios pedazos.
Ustedes se preguntarán, y con razón, qué beneficios le reportaban a Palazón los
servicios prestados. Verán: al principio, después de cada servicio —que acababa, como hemos visto, con la
deglución del sobre con las instrucciones—, a Palazón se le entregaba otro
sobre en el que iban, doblados, unos cuantos billetes. Con el dinero que fue
acumulando de este modo, durante los primeros años, Palazón pudo comprarse un
piso en la Calle de los Chivos de Chano. Lo decoró muy modestamente, se compró
un televisor y, que sepamos, allí sigue viviendo, sin que nadie sospeche su
vida pasada, hasta el día de hoy. Sin embargo, y al principio con las más variadas
excusas, llegó un momento en que a Palazón dejaron de pagarle y le hicieron ver
que lo único que debía esperar a cambio de sus servicios era la exclusividad de
su puesto y la seguridad que esa misma exclusividad le proporcionaba. Vistas
así las cosas, a Palazón le quedó claro que tendría que buscarse otro trabajo
si quería completar el pago de su hipoteca y pagar mensualmente sus alimentos y
sus escasos caprichos. Debió de encontrar ese otro trabajo, pero hasta ahora no
he logrado descubrir en qué consiste. Apuesto a que si Palazón leyera estas
líneas —pero todos sabemos que nunca las leerá— me apuntaría con el revólver,
me diría que me levantara, que me pusiera contra la pared y que me arrodillara.
Se trata de uno de sus métodos habituales. En varias de las instrucciones que
recibió del gobernador civil se especifica que “el objetivo debe ser eliminado
mediante un fusilamiento en distancia corta”, método que Palazón interpretó siempre
invariablemente como un disparo en la nuca contra una persona arrodillada de
cara a la pared. En otras ocasiones, las instrucciones hablaban de “capturar
vivo al objetivo, introducirlo en un saco, llevarlo hasta el Muelle de los
Mástiles de Antaño y dejarlo caer al agua con una piedra atada al cuello”,
método que implicaba mucho más desgaste que el anterior, sobre todo porque, en
el caso de los varones adultos, no resulta tan sencillo introducirlos vivos en
un saco. La gran corpulencia de Palazón, no obstante, logró siempre vencer las
resistencias que se le oponían y, salvo en una ocasión en la que debió dejar
inconsciente a un líder obrero que se resistió más allá de lo esperable, el
resto de las veces sus víctimas fueron introducidas vivas y conscientes en el
saco. Había mucha gente en la ciudad que conocía o sospechaba el vínculo que
existía entre Palazón y el gobernador civil. Mucha de esa gente ya no existe. Por
las tardes, cuando regresa a su casa, a veces después de ver en el cine de la
Calle de los Desamparados una película porno, Palazón camina arrastrando los
pies, encorvado, embutido entre las solapas de su gruesa chaqueta, con los ojos
empequeñecidos tras los cristales de culo de botella de sus gafas negras de
pasta. Es entonces cuando las vecinas que están en uno de los portales criticando
a las restantes se dispersan e introducen cada una en su casa, cuando los niños
que juegan con sus bicicletas en los paseos del parque, al verlo pasar, pierden
el equilibrio y se caen, cuando el antiguo líder revolucionario convertido en
aburguesado padre de familia, al verlo de lejos, siente una punzada en el pecho
y se acuerda de la vida que no pudo llevar. Palazón continúa subiendo la Cuesta
de los Tuerceversos. Resopla, tose, eructa. Se acuerda de una tarde, muchos
años atrás, en la que, por esa misma cuesta, llevaba en el bolsillo interior de
la chaqueta un sobre con instrucciones. Se dirigía al Hotel San Pancracio,
donde, según las instrucciones, se alojaba un actor nacional de vida disoluta.
El método de ejecución consistía esa vez en la denominada “caída accidental del
balcón a la calle”. A Palazón no le preocupaba entonces ninguna otra cosa sino
la remota posibilidad de que su objetivo, al caer contra el suelo, no muriera.
No había nada en las instrucciones que indicara lo que debía hacerse en un caso
así, en el caso de que fallara, pues Palazón nunca fallaba y, por lo tanto, no
se esperaba que fallara. A veces, mientras se dirigía a uno de sus destinos, le
daba por pensar en aquellas solteronas. Las hubiera seguido hasta un portal,
pensaba, y les hubiera dado su merecido. Les hubiera dado un buen achuchón. Sin embargo, siempre terminaba metiéndose en el cine de la Calle de los
Desamparados y, allí, en la sórdida oscuridad, rodeado de tres o cuatro
sabandijas como él, se masturbaba con la ayuda de un primer plano glorioso de
una teta o de una vagina. Siempre lo mismo. Aquellas instrucciones, recuerda,
indicaban que el actor nacional al que debía visitar “lleva una vida deshonrosa
y es un conocido pederasta que ha practicado la sodomía incluso en lugares
públicos”. En el fondo, deshacerse de todas esas ratas le había dado sentido a
su vida. Gracias a él se respiraba en esta ciudad un aire más puro, los niños
podían ahora pasear tranquilamente en bicicleta por los paseos del parque, los
ciudadanos no sufrían la amenaza de atentados, los padres y madres de familia
tenían una vida más digna, eran felices y libres. En el fondo, la labor de
Palazón había sido necesaria: en aquella época la ciudad estaba llena de violadores, ladrones,
pederastas, maleantes, comunistas y traidores. Alguien tenía que librarnos de
ellos. El gobernador civil velaba entonces por nuestra seguridad y Palazón no
hacía sino cumplir las órdenes que, siempre dentro del cumplimiento de la ley, le daba el gobernador. De todo esto estoy convencido y lo afirmo en uso de mi
libertad y con plena posesión de mis facultades mentales. Digo y repito que le
debemos a Palazón la vida en paz y en libertad que todos llevamos hoy en día. Se
equivoca quien diga lo contrario. Nunca le estaremos lo suficientemente
agradecidos. Firmo esta crónica en la muy noble ciudad de Cruz de los Santos
Lugares a 17 de mayo de 1980.
sábado, 3 de mayo de 2014
LAS MOSCAS
Para Natalia Carbajosa
Amenazantes, solemnes, incansables, las once o doce moscas que desde el principio de la tarde ocupan el salón de mi vivienda parecen sentirse a gusto trazando conexiones invisibles entre puntos indeterminados, ángulos esquivos en las coordenadas más comunes, abismos de milímetros entre unos cuerpos y otros. Yo leo tranquilamente una colección de relatos sobre patologías cotidianas. No hace frío ni calor, no se nota ni sequedad ni humedad en el ambiente, no es temprano ni tarde (es media tarde), no estoy triste ni feliz, no tengo ganas ni dejo de tenerlas de proseguir con lo que hago o de pasar a hacer otra cosa. El día transcurre tan bobalicón, tan soso, como los últimos siete mil días de mi vida (ahórrense el cálculo: me refiero, aproximadamente, a los últimos veinte años). La única novedad es ese enjambre de moscas que no se acercan ni se alejan, que no parecen buscar otra cosa sino establecer un espacio propio entre la zona del balcón, por donde inevitablemente han tenido que ir entrando desde el principio de la tarde, hasta la zona del sofá en el que estoy tumbado leyendo y que respetan escrupulosamente. Siento que, de alguna manera, me acompañan, como si sus vuelos pretendieran lanzarme señales, señales que no sé qué significan y que he tardado varias horas en percibir, señales que probablemente nunca descifraré y que, sin embargo, basta captar para sentir algo nuevo, una corriente, un temblor, un raro acompañamiento teñido de amenaza. (Si alguno de ustedes ha llegado hasta aquí, sí, les hablo ahora a quienes me están leyendo, no esperen más acontecimientos que estos que ya les he descrito: mi tranquila lectura en el sofá, el vuelo de unas cuantas moscas a mi alrededor, el lento sucederse de las horas hasta llegar a un desenlace sin encanto. Prosigo, pues, para los lectores obstinados, para los de probada lealtad, para los recalcitrantes, a quienes, sin embargo, hoy no podré sino aburrir:) No entraba la brisa habitual de mis relatos por el balcón abierto, no se escuchaban los televisores o las conversaciones de los vecinos de enfrente, ninguno de los paraguayos que en días soleados como este suelen pasarse la tarde bebiendo mate y riendo en guaraní en el patio comunal quiso hoy aparecer por estas páginas. Mi cuerpo no presentaba síntomas de ninguna clase, no había sangre en los labios ni herpes en la palma de las manos, no sentía la más mínima ansiedad ni la más leve alteración en el ánimo, me encontraba en completa paz conmigo mismo y con el mundo, no deseaba nada que no tuviera ni imaginaba nada imposible de conseguir, asumía mi soledad con más naturalidad que nunca y sabía que la tarde que estaba viviendo solo podía desembocar, hacia las nueve y media de la noche, en una cena que constaría de unos espárragos, de una tortilla de papas y de una naranja o una mandarina. Creo que había conseguido algo parecido a una animalidad casi perfecta, es decir, un estado de indiferencia por cualquier otro asunto que no fuera respirar pausadamente, dejar de sentir hambre en el momento oportuno y oler lo mejor posible (para conseguir esto último tenía pensado darme un baño después de cenar). A medida que he ido escribiendo, han ido desapareciendo las moscas. Quedan en este momento unas cinco o seis. Es difícil contarlas porque, como decía antes, no se están nunca quietas, se empeñan en trazar extrañas figuras en el aire del salón, cada vez más oscuro —claro que no es la escritura lo que las ha ido espantando, sino la caída de la tarde. Las moscas saben cuándo deben marcharse. No les gusta acabar en una casa extraña por la noche, expuestas a una oscuridad en la que no tienen ninguna oportunidad de bailar a contraluz igual que, en un acuario, ante un niño curioso, lo hacen los peces de colores. He contado cuatro moscas ahora. Aún queda luz, las tarde duran más en primavera. El aburrimiento, más que la pasión de los mediocres, es el único consuelo que nos queda a quienes, resignados a la más completa soledad, estamos de vuelta de todo. Lograr que el vacío al que nos enfrentamos —ese que ahora ocupan solo dos o tres moscas— al menos no nos devore, es decir, nos conceda una tregua hasta el instante siguiente, en el que de nuevo habremos de rogarle una tregua al vacío, es la meta que nos ponemos quienes hemos perdido la alegría de vivir. Ya no hay moscas. Miro, si es que a esto puedo llamarlo mirar, hacia las casas de enfrente, de cuyas tendederas cuelga ropa puesta a secar, y el salón en penumbra atraviesa mi mirada como si me dijera que lo he conseguido, que he llegado hasta aquí sin caer en el pánico, sin ningún contratiempo. Me pregunto adónde habrán ido las moscas. Su amenaza, que era al mismo tiempo mi única compañía, se ha desvanecido. ¿Y si se hubieran llevado consigo algo de mí, y si, imperceptiblemente, me hubieran sustraído algún pensamiento, un resto de recuerdo, algún hilo del que tirar un día para sustraerme a los peligros que vendrán, para alcanzar de nuevo el mismo aburrimiento de hoy? Ellas, las moscas, me han acompañado hasta aquí, lo mismo que ustedes —¿queda alguno de ustedes por ahí?— me siguen acompañando, aunque no sé bien qué ganan con eso si lo único que les he brindado hoy es una insufrible sesión de aburrimiento. Sé que hay entre ustedes algunos lectores raros que opinan que aburrir puede ser uno de los fines de la literatura, aburrir en el sentido en que antes lo definí, es decir, mantener a raya el vacío que de otro modo nos devoraría. Si es así, si, de algún modo, he podido contribuir a que alguno de ustedes haya llegado hasta aquí incólume, a salvo de los atroces tormentos a que es capaz de someternos la vida a quienes hemos elegido la soledad y estamos ya de vuelta de todo, entonces, amigos, créanme que me doy por satisfecho.
Amenazantes, solemnes, incansables, las once o doce moscas que desde el principio de la tarde ocupan el salón de mi vivienda parecen sentirse a gusto trazando conexiones invisibles entre puntos indeterminados, ángulos esquivos en las coordenadas más comunes, abismos de milímetros entre unos cuerpos y otros. Yo leo tranquilamente una colección de relatos sobre patologías cotidianas. No hace frío ni calor, no se nota ni sequedad ni humedad en el ambiente, no es temprano ni tarde (es media tarde), no estoy triste ni feliz, no tengo ganas ni dejo de tenerlas de proseguir con lo que hago o de pasar a hacer otra cosa. El día transcurre tan bobalicón, tan soso, como los últimos siete mil días de mi vida (ahórrense el cálculo: me refiero, aproximadamente, a los últimos veinte años). La única novedad es ese enjambre de moscas que no se acercan ni se alejan, que no parecen buscar otra cosa sino establecer un espacio propio entre la zona del balcón, por donde inevitablemente han tenido que ir entrando desde el principio de la tarde, hasta la zona del sofá en el que estoy tumbado leyendo y que respetan escrupulosamente. Siento que, de alguna manera, me acompañan, como si sus vuelos pretendieran lanzarme señales, señales que no sé qué significan y que he tardado varias horas en percibir, señales que probablemente nunca descifraré y que, sin embargo, basta captar para sentir algo nuevo, una corriente, un temblor, un raro acompañamiento teñido de amenaza. (Si alguno de ustedes ha llegado hasta aquí, sí, les hablo ahora a quienes me están leyendo, no esperen más acontecimientos que estos que ya les he descrito: mi tranquila lectura en el sofá, el vuelo de unas cuantas moscas a mi alrededor, el lento sucederse de las horas hasta llegar a un desenlace sin encanto. Prosigo, pues, para los lectores obstinados, para los de probada lealtad, para los recalcitrantes, a quienes, sin embargo, hoy no podré sino aburrir:) No entraba la brisa habitual de mis relatos por el balcón abierto, no se escuchaban los televisores o las conversaciones de los vecinos de enfrente, ninguno de los paraguayos que en días soleados como este suelen pasarse la tarde bebiendo mate y riendo en guaraní en el patio comunal quiso hoy aparecer por estas páginas. Mi cuerpo no presentaba síntomas de ninguna clase, no había sangre en los labios ni herpes en la palma de las manos, no sentía la más mínima ansiedad ni la más leve alteración en el ánimo, me encontraba en completa paz conmigo mismo y con el mundo, no deseaba nada que no tuviera ni imaginaba nada imposible de conseguir, asumía mi soledad con más naturalidad que nunca y sabía que la tarde que estaba viviendo solo podía desembocar, hacia las nueve y media de la noche, en una cena que constaría de unos espárragos, de una tortilla de papas y de una naranja o una mandarina. Creo que había conseguido algo parecido a una animalidad casi perfecta, es decir, un estado de indiferencia por cualquier otro asunto que no fuera respirar pausadamente, dejar de sentir hambre en el momento oportuno y oler lo mejor posible (para conseguir esto último tenía pensado darme un baño después de cenar). A medida que he ido escribiendo, han ido desapareciendo las moscas. Quedan en este momento unas cinco o seis. Es difícil contarlas porque, como decía antes, no se están nunca quietas, se empeñan en trazar extrañas figuras en el aire del salón, cada vez más oscuro —claro que no es la escritura lo que las ha ido espantando, sino la caída de la tarde. Las moscas saben cuándo deben marcharse. No les gusta acabar en una casa extraña por la noche, expuestas a una oscuridad en la que no tienen ninguna oportunidad de bailar a contraluz igual que, en un acuario, ante un niño curioso, lo hacen los peces de colores. He contado cuatro moscas ahora. Aún queda luz, las tarde duran más en primavera. El aburrimiento, más que la pasión de los mediocres, es el único consuelo que nos queda a quienes, resignados a la más completa soledad, estamos de vuelta de todo. Lograr que el vacío al que nos enfrentamos —ese que ahora ocupan solo dos o tres moscas— al menos no nos devore, es decir, nos conceda una tregua hasta el instante siguiente, en el que de nuevo habremos de rogarle una tregua al vacío, es la meta que nos ponemos quienes hemos perdido la alegría de vivir. Ya no hay moscas. Miro, si es que a esto puedo llamarlo mirar, hacia las casas de enfrente, de cuyas tendederas cuelga ropa puesta a secar, y el salón en penumbra atraviesa mi mirada como si me dijera que lo he conseguido, que he llegado hasta aquí sin caer en el pánico, sin ningún contratiempo. Me pregunto adónde habrán ido las moscas. Su amenaza, que era al mismo tiempo mi única compañía, se ha desvanecido. ¿Y si se hubieran llevado consigo algo de mí, y si, imperceptiblemente, me hubieran sustraído algún pensamiento, un resto de recuerdo, algún hilo del que tirar un día para sustraerme a los peligros que vendrán, para alcanzar de nuevo el mismo aburrimiento de hoy? Ellas, las moscas, me han acompañado hasta aquí, lo mismo que ustedes —¿queda alguno de ustedes por ahí?— me siguen acompañando, aunque no sé bien qué ganan con eso si lo único que les he brindado hoy es una insufrible sesión de aburrimiento. Sé que hay entre ustedes algunos lectores raros que opinan que aburrir puede ser uno de los fines de la literatura, aburrir en el sentido en que antes lo definí, es decir, mantener a raya el vacío que de otro modo nos devoraría. Si es así, si, de algún modo, he podido contribuir a que alguno de ustedes haya llegado hasta aquí incólume, a salvo de los atroces tormentos a que es capaz de someternos la vida a quienes hemos elegido la soledad y estamos ya de vuelta de todo, entonces, amigos, créanme que me doy por satisfecho.
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