domingo, 2 de diciembre de 2012

LO QUE NO PUEDE DECIRSE



Lo que de aquel verano recuerda sobre todo son las horas que pasó imaginando su vida en la casa de la costa. Había llegado a Boca Cangrejo al final de la tarde, después de recorrer otras localidades costeras de más reciente creación, avenidas entreveradas de bloques de viviendas en los que los días transcurrirían, pensó, como supurantes heridas en una piel expuesta al más inclemente de los soles. Las urbanizaciones construidas al borde de los acantilados, sobre antiguos terrenos militares disputados por ricas familias latifundistas que acabaron recuperándolos en largos procesos judiciales, no le atrajeron demasiado. Había allí una paz impostada, una gravitación de sueño espurio que condenaba los chalés adosados, todos idénticos, a una vida sin vida, a un tiempo sin pasiones, a la más atroz inexistencia. Boca Cangrejo era otra cosa. Hasta allí llegaba únicamente una carretera de asfalto envejecido, apenas transitada, llena de baches, rodeada de escombreras, repleta de curvas. A pesar de que era verano, quienes vivían en Boca Cangrejo no se dejaban ver. Parecían estar recogidos en sus casas o, todo lo más, sentados en las hamacas de sus terrazas tomándose una caña mientras caía la tarde. Las casas habían sido construidas al borde del mar, aprovechando los recovecos de las rocas para disponer una despensa aquí, un dormitorio allá, un minúsculo aseo junto a una cocina bajo un saliente escarpado. A las terrazas se accedía por lo general por medio de escaleras exteriores que las unían a la parte construida de las casas. Disponían de hamacas, sombrillas, barandas y jardineras como cualquier terraza del mundo civilizado, pero lo singular aquí era que desde ellas podía accederse directamente al mar. El laberinto de casas amontonadas en la costa estaba atravesado por caminos que conectaban unas viviendas con otras. No parecía, sin embargo, que las visitas de extraños fueran bienvenidas, pues en las entradas de esos caminos se habían colocado cadenas que, aunque podían saltarse con facilidad, indicaban una cierta privacidad y hacían prever los riesgos que conllevaba internarse sin permiso. Imaginarse una vida allí era para él una más de sus fantasías sin destino, un juego al que se entregaba como parte de las extrañas visiones de aquel verano extraño. Solo más tarde supo que habría de olvidar casi todo lo que pensó o imaginó entonces excepto, precisamente, la vida que imaginó en Boca Cangrejo. A ello contribuyó quizá el hecho de que, en determinado momento, y confiado en la aparente tranquilidad que desprendía aquel momento del atardecer en el que todos los vecinos parecían estar preparando sus cenas —cenas que imaginó compuestas de samas o viejas recién pescadas, pulpos recién capturados o lapas preparadas a la plancha con el tradicional mojo verde de cilantro—, confiado, decía, en la calma aparente del lugar a aquellas horas, decidió internarse por uno de los caminos por los que se accedía al laberinto de viviendas. La noche empezaba a caer con la rapidez con que lo hace siempre en aquellas islas. Su figura, pensó, quedaría medio camuflada por las sombras del atardecer. Avanzó lentamente a través de los cercados, muros, terrazas y puertas sin que nadie diera muestras haberlo visto. Al llegar a una parte en la que el camino parecía desaparecer en medio de unas tabaibas resecas y de repuestos oxidados de automóviles, buscó el modo de llegar hasta un estrecho promontorio que le pareció adecuado para sentarse a escuchar el oleaje. De la casa más cercana le llegó entonces una especie de quejido que se repetía a un ritmo regular, como si alguien estuviese reconviniendo sin palabras a alguna otra persona reticente a sus deseos. No se trataba de gemidos eróticos ni tampoco parecía que fuera una madre hablando con sus hijos. Era una voz indeterminada, que tanto podía ser la de un hombre como la de una mujer, que no parecía ser capaz de vocalizar los sonidos que componen las palabras, sino que emitía como unas vocales prolongadas que sustituía por otras vocales más agudas o más graves componiendo unos quejidos con cierto tono de impostura. Escuchó aquello durante un tiempo que luego no supo si había sido corto o largo. Era una cantilena hipnótica. No entendía ni siquiera cómo podía escucharla con el mar tan cerca. Pensó que si se acercaba a la casa lograría escuchar palabras o al menos reconocer el sentido de todo aquello, si es que lo tenía. Regresó por el camino. Cuando pasó junto a la casa vio, a través de la única ventana —era una casa como de juguete, que parecía tener solo una pequeñísima habitación, salvo que hubieran excavado otros cuartos en el interior de la roca—, una cama en la que estaba recostado un hombre de mediana edad con la cabeza proporcionalmente más grande que el cuerpo. No logró distinguir a nadie más. El hombre tenía la mirada perdida y no lo vio pasar. No quiso permanecer durante mucho tiempo por fuera de la casa, un poco por el extraño respeto que nos imponen las vidas privadas de los demás y un poco porque temía que alguien le reprochara haber llegado hasta allí sin permiso. El rumor quejumbroso se fue apagando a medida que regresaba hasta donde había dejado aparcado su coche. Era un sonido inequívocamente humano, pero no estaba seguro de que fuera aquel señor afectado de acromegalia quien lo emitía desde la cama en la que parecía convalecer. En el camino de vuelta no se encontró con nadie. Cuando estaba ya sentado al volante, pensó en aquella casa junto a la costa como un lugar misterioso, la vivienda de seres que han llevado vidas muy distintas de la suya, quizá un matrimonio sin hijos o con criaturas afectadas por la misma enfermedad que su padre. Imaginó la casa como un lugar de padecimiento y soledad. La imaginó años después, abandonada por los hijos ya adultos de unos padres muertos entre insoportables dolores. Se imaginó llegando entonces, después de muchos años, otra vez hasta allí, hasta el recodo en el que el camino se borra, y escuchando de nuevo el quejido sin palabras, escuchándolo nacer de su propia boca o incorporado quizá a su propia escucha desde entonces. Imaginó su vida allí, en aquella casa, como un modo de seguir diciendo frente al mar lo que no puede decirse.

3 comentarios:

  1. Qué belleza, Rafael, qué tristes y bellos son tus textos. Creo que ya te lo dije una vez, pero no puedo más que repetirlo.
    De hecho, dices muy bien aquello que no puede decirse.

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  2. Araceli, has conseguido sonrojarme. Seguramente se escribe para intentar decir lo que no puede decirse --pero esto es algo que ya dijeron antes, y mucho mejor que yo, otros muchos. Gracias por tu comentario y espero que estés bien. Un saludo.

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  3. Pasaba por aquí y me he quedado a leer. Me ha gustado el relato: misterioso, inquietante... te deja con ganas de saber más, y eso es bueno pero también da un poco de rabia. ¿Quién? ¿Por qué? Creo que voy a seguir rumiándolo.

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