sábado, 8 de diciembre de 2012

LAS TRANSMISIONES


No sé qué tienen las rememoraciones de la infancia que están como aureoladas. Cada momento recordado o cada escena recuperada aparecen recortados en un fondo de extraña mansedumbre. Esta aureola se pierde en cuanto se la quiere decir. La escritura es, por tanto, el gran desagüe de las rememoraciones desgastadas, de los sueños empobrecidos y de los instantes despojados de cualquier realidad. No nos engañemos pensando que la palabra es capaz de crear algo cuando lo único que está a su alcance es rescatar y almacenar lo que una vez se perdió.

Lo digo e intento volver con la mente a un lugar en el que pasé muchos veranos, con un cuerpo que era entonces otro cuerpo, más vivo o menos abrumado que el de ahora. El fogonazo es reacio al muladar de las palabras. Se resiste a la petrificación y a la baba de ser dicho. Pero somos lo suficientemente presuntuosos como para pensar que, nuestro como es, debemos capturarlo, encadenarlo y exhibirlo como un trofeo de caza.

Así que: nueva intentona. Estoy asomado a la ventana de un apartamento del sur. Es por la noche, un recodo del día en el que todo sigue fluyendo pero de otro modo ya, no del todo desaparecido pero sí como transparentado. Los cuerpos se han transformado en meras voces que se susurran las unas a las otras como si se rozaran o acariciaran. Los árboles se mecen entre las luces de las terrazas desde las que llega la música de una fiesta recién comenzada. Miro hacia la ventana de enfrente. En ella se ven, como sombras fugaces que huyen de la luz, los cuerpos de quienes se deslizaban junto a nuestros cuerpos en la promiscuidad de la piscina. Pero ahora estamos separados y, aunque sigamos pendientes los unos de los otros, hay algo que ha tocado a su fin.

En la habitación, mi hermana y yo somos como niños angelicales que no forman escándalos ni discuten ni se pelean. Llevamos una vida misteriosa que ni siquiera nuestros padres conocen. Nos turnamos para asomarnos a la ventana y emitir signos con los que nos comunicamos con nuestros vecinos de enfrente. Luego, ya acostados, juntamos nuestras manos y nos transmitimos los mensajes mediante pulsaciones acordadas del pulgar y del índice. Cuando nos dormimos estamos siempre a punto de avistar el sentido del siguiente mensaje.

Pero todo es inútil. Una nueva mañana nos devuelve a la luz. Nos levantamos, desayunamos y nos lanzamos de nuevo a la interminable algarabía de los paseos y los céspedes. No habría ninguna palabra para vastedad como aquella. Por eso me refugio en la noche, porque creo que para la noche, más delgada y recogida, más interior y más serena, encontraré traducción. Cuando la mañana y el mediodía y la tarde terminan se encogen y se doblan hasta que logran meterse en la caracola de la noche. Allí los espero con mi red preparada.

Estoy asomado a la ventana y no hay lenguaje todavía, es decir, que el lenguaje conforma una unidad con la vida. Lo que digo es parte del momento en que lo digo. No hay aún contorsiones ni evasivas, no hay desencantos ni recuerdos. Estoy asomado a la ventana, una noche cualquiera del verano en el apartamento, y transmito el mensaje que hemos acordado lanzar a nuestros contrincantes. Me escondo tras la cortina y hay un instante en el que ya no recuerdo cuál era la siguiente señal. Así que interrumpo la transmisión e inmediatamente me llega la respuesta de enfrente, que no sé descifrar. Entonces me siento perdido porque he olvidado las claves y ya nunca lograré reconstruir el mensaje que necesitábamos para seguir viviendo al día siguiente en medio de la transparencia, la gracia y la verdad.

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