Que aquel amigo, en mi sueño, hablase de sí mismo como si
hablara de otra persona se debía probablemente a que él, mi amigo, practica en
la realidad un sano alejamiento de sí mismo, no menciona jamás sus propios
méritos —más que abundantes— y prefiere ocuparse de los logros de otros en
términos que no transpiran nunca suspicacia o envidia, malevolencia o reparo,
sino que son un trasunto inmediato de su sincera alegría ante las bondades
ajenas. Así que aquel amigo, cuyo cuerpo, en mi sueño, representaba al de otra
persona, hablaba de sí mismo porque no era él quien hablaba, como si quisiera
aprovechar la oportunidad que le brindaban las metamorfosis de un sueño
ocurrido en la mente de un amigo para, por una vez, hablar de sí mismo, es
verdad que en tercera persona, con suma distancia y sumo tacto. Si la mente
soñaba aquel sueño confuso en el que, alrededor de una mesa, algunos amigos
hablábamos como si cada uno monologara sobre sí mismo con la voz interpuesta de
otro, formando un corrillo en el que se intercambiaban tanto los rostros como
las personalidades, tanto las manos como las miradas, se debía, tal vez, a que
en los flujos nocturnos de esa mente se había ido infiltrando durante un buen
número de horas un cóctel de sustancias psicotrópicas del más dudoso origen y
composición. Las palabras, por tanto, que el sueño contenía procedían de más
allá del sueño y conducían, creo saber ahora, más allá del sueño: eran la
cháchara más insustancial y, al mismo tiempo, la conversación más sustanciosa.
Sustancias como el mefedrón, la ketamina, el éxtasis líquido, el speed, la
cocaína, el tabaco, el poppers, el cristal y el alcohol habían ido depositando
sus zumos, sus resinas, su chapapote y, en una palabra, su mierda, en los
conductos tubulares que conducen al sueño, y poco a poco, en la lenta inmersión
posterior a la danza, en el agotamiento progresivo que termina dejando a la
mente sin conciencia, esos flujos viscosos, las heces del cerebro, mezclados
con la sangre ya de por sí ponzoñosa de un cuerpo que no era entonces más que un
templo destruido, se fueron transformando en palabras voraces, en voces
fluctuantes, en miradas sinuosas, en rostros maleables y en personalidades
múltiples que, en torno a una mesa, como un grupo de amigos, conformaban el
sueño del que hablo. En él no aparecía, afortunadamente, ninguno de los rostros
que la noche inventó para que los creyeran reales mis ojos disolutos; tampoco
se mostraban las volutas, los regateos mordaces, los intercambios efímeros, los
sinsabores, los escamoteos ni los pánicos que la noche real nos concedía a
quienes nos habíamos entregado a limar asperezas en el interior de sus fauces.
Todo se había reducido, reblandecido o entumecido en una conversación cordial
en torno a una mesa de salón —sí, una mesa de salón decimonónico, ahora lo
recuerdo, en la que un candelabro oficiaba su pálido ritual de sombras rodeado
por unos cuantos rostros. El amigo al que recuerdo —los otros se me han difuminado— era, como ya
dije, una persona distinta de sí mismo, pero yo lo reconocía a la vez como uno
y como otro, como quien era y como quien no era; y, aunque hablara de sí como
de otro, en el fondo —pensaba al escucharlo— hablaba de otro como sí mismo.
Esto, que parece ahora confuso, era clarísimo en el sueño, y por eso, tal vez, por
lo claro que todo parecía, era aquel sueño tan confuso.
martes, 24 de enero de 2012
sábado, 21 de enero de 2012
LOS TRES BÚNKERES
Para
Germán Chicote
I
Pensé
que eran buen sitio
para
quedarse a vivir:
tres
madrigueras
junto
al recinto de avistamiento de aves
del
Parque del Oeste,
el
canto de los pájaros
—ese
leve milagro—
entraría
hasta mí por las troneras
y el
murmullo apagado del tráfico viario
se
uniría a las voces de los deportistas
que
siempre pasarían en sus vanas carreras.
II
Luego
pensé:
no es
práctico,
la
mucha soledad,
el
aislamiento,
el
problema de cómo alimentarme,
la
carencia de luz para leer.
III
Así que
decidí
verlos
más bien como esculturas,
obras
de algún artista desquiciado
que
imitaran refugios de la Guerra Civil,
el
trasiego constante
de la
memoria borrada,
monolitos
que nadie
sabrá
pronto interpretar.
IV
¿Estarán
conectados
de
forma subterránea?
¿Habrá
algún pasadizo
entre
el tiempo de entonces
y este
tiempo de ahora?
¿Recordar
no es ya más
que
mostrar unos restos,
unos
bloques desnudos,
migajas
de conciencia
sobrexpuesta
al vacío?
V
La
piedra y el cemento
no
dicen más que un mudo
simulacro
de tiempo aprisionado.
Los
toqué para nada,
no
sirvió rodearlos,
buscar
signos que pronto, en todo caso,
quedarán
suspendidos por más capas de tiempo o desmemoria.
Sin
embargo, esas grises
junturas
que aún mantienen
en pie
estas ratoneras
nos
hablan en silencio
de un
dolor que se escucha todavía.
jueves, 12 de enero de 2012
EL PRIS
Para Iván Cabrera Cartaya
Como algo, una leve disonancia en la respiración, una cierta debilidad inmotivada, me dice que quizá pronto todo se termine, he pensado en ese camino por el que empecé a andar el otro día. Imaginaba que iba de regreso a algún lugar perdido de la infancia. Las cruces, siempre las cruces —adolescentes ahogados en la plenitud de su belleza— me decían que no, que aquel camino no llevaba a ningún lado. Los higos chumbos parecían resecos, requemados por quién sabe cuántos días de exposición al sol, y, sin embargo, su interior contenía una pulpa carnosa, un fruto casi de agua muy roja que se deshacía en la boca, pura delicia abandonada allí para quien se atreviera a robarla. Otro asunto eran ya las arañas voraces, los miles y hasta millones de hilos tendidos en el interior de las tuneras: yo no hubiera metido la mano allí ni en busca de un anillo de oro del Rin. (Qué digo el Rin, cuándo hubo acaso oro en ese sucio río, qué vale un anillo de oropel oxidado frente a la plata del océano, mi océano, el que se colaba en los días más perdidos, más irrecuperables, por el balcón del estudio hasta los sueños tendidos en los sofás cama del salón, con sus rugidos de cortejo, sus atronadoras caricias, la pelambre tan áspera del mar de aquellos días.) Así que continué caminando después de comerme un higo pico y evitar el contacto de las telarañas hasta que, pasadas unas cuantas curvas, di con una casa que ya apenas lo era. Si alguna vez vivió allí alguien debió de haber enloquecido. La puerta estaba clausurada con unas cadenas y un cerrojo. Desde el camino podía accederse al tejado: tela asfáltica, un par de macetas, redes de pescadores, poca cosa. Pensé en una casa para esconderse, para desandar todo lo andado, para desvestirse de tantos ropajes inútiles. Ya el mar se encargaría de cantar. Pero tampoco la casa era otra cosa que un alto en el camino, así que continué un poco más, por qué no, al fin y al cabo en el pequeño pueblo de pescadores en el que había dejado el coche solo había unos cuantos turistas almorzando a la hora del desayuno, una muchacha trastornada a la que se le rompió sin querer una silla y un par de pescadores o hijos de pescadores dados al alcohol. Esta clase de caminos que bordean la costa no suele casi nunca dejar de ofrecer sorpresas a quienes, en uno de esos días bisagra, un día entre dos viajes, un día anterior a un regreso o un día posterior a una ruptura, nos aventuramos solitarios —qué bella y noble expresión— a transitar por ellos sin otra meta que la liberación de tensiones y de fantasmas interiores. Así que me apresté a presenciar lo que vendría a continuación: ¿sería, de pronto, la entrada de una cueva marina, me dije, o, más bien, los restos de un accidente de ala delta?; ¿me abordarían unas cabras desquiciadas, como me ocurrió una vez en compañía de un amigo en otro de esos caminos, o acaso, de pronto, leeré en una cruz mi propio nombre, unas fechas antiguas, unas palabras de duelo inscritas allí por quienes aún me recuerdan? Tonterías, toda una sarta de tonterías, pues lo que descubrí no era más que un mirador, mira por dónde, en el que la noche anterior unos adolescentes —intactos en la plenitud de su belleza— debían de haber estado fumándose unos porros. Me senté y dejé que, por un rato, mis cabellos ondearan en el viento (¿por qué tenemos que estar espantando siempre a la cursilería, por qué no decir o hacer a veces la primera cursilería que se nos pase por la mente, a ver, por qué, por qué, caros amigos?): sí, el cabello ondeó en el viento —o aún mejor: al viento— mientras yo dejaba que el mar me constipara; de pronto empecé a estornudar, achís, achís, achís, un estornudo tras otro, sin poder detenerlos, como creo que no me había ocurrido nunca. Así que para esto, me dije, para pillar un resfriado de aúpa y padrenuestro, es para lo que he venido aquí. Me sentí traicionado, burlado por el mar, dolido por las risas de aquel viento vengativo. Y como, además, no tenía con qué embozarme, pues iba en mangas de camisa, preferí regresar, congestionado.
martes, 3 de enero de 2012
LA CISNERA
Quienes vivan aún
y el viento del no vivir
no haya borrado
del todo todavía
(el viento del no vivir,
que es este aire tan fino
que el cuerpo siente apenas
al asomarse a la baranda
que separa los pies
del valle y sus abismos),
quienes vivan aún
aquí, en La Cisnera ,
en las curvas atroces
de un lugar imposible
(los cables en que cuelgan
estrellas oxidadas,
las miradas que indagan,
desquiciadas, la bruma,
el jable entre los muros,
las grietas de una tarde),
sabrán quizá cómo decirle adiós
al viajero de un día,
al que pasa y olvida
lo que nunca debió traer consigo.
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