domingo, 11 de septiembre de 2011

PARA JOSÉ HERRERA


















(José Herrera en su taller de Las Mercedes, Tenerife. Foto: Nacho González)

El artista despierta. La habitación ha amanecido como recién pintada, llena de colores lavados en la fuente del sueño: un verde agua, un añil muy profundo, un rojo acerado. El artista ha dormido con la ventana abierta. En el sueño ha llegado hasta la orilla del mar y ha permanecido allí, respirando, recordando y cantando, durante horas. La respiración se le ha llenado de recuerdos que el canto ha absorbido para devolverlos al mar cuya brisa no han dejado de respirar sus pulmones. Al despertar, unas manos han dibujado solas la forma de un cuerpo. La han dibujado como si la mecieran, como se hace con un cuerpo recién nacido cuya piel es muy frágil y cuyo peso es inconmensurable. La incomodidad de no disponer de branquias para respirar debajo del agua: la desgracia de no estar dotado de alas para volar en el viento. Las piezas que van surgiendo a partir de los dibujos flotan, bucean, planean, levitan o navegan, pero ninguna de ellas, aunque lo parezca, reposa convencida en ningún suelo. Están tensas, como una palabra en suspenso, una paradoja, una especie de koan hecho no de palabras sino de materia, de memoria y de sueño.


(De la otra mirada, Acrílico y óleo sobre pasta de papel, 171,5 x 91,5 x 91,5 cm, José Herrera, 2001/02. Foto: Alejandro Delgado)

Las manos del artista dibujan solas porque su cuerpo sigue estando sumergido en la irresolución apartada, en una dimensión de la vida en la que no hay antes ni después, aquí ni allá, ahora ni nunca ni siempre, yo ni mundo, acaso tan solo un puro tú perpetuamente desprendido que se encarna en las manos, las dadoras, las dadoras de forma para todo lo informe. El artista conversa con su propia muerte. Se tiende para medir el tamaño de su inexistencia. Se encoge, incluso, hasta casi desaparecer, para compararse con la dimensión de su ausencia. Pues solo desde la ausencia puede decir o palpar, solo desde la inexistencia más radical y más atroz surge un hilillo de vida verdadera que se vuelca en la obra como una plegaria o como un llanto. Hay aquí lágrimas que nadie ha visto y que, sin embargo, pueden llenar la habitación con su peso de madera o de plomo. Y luego, enseguida, el vuelo o una escalera para hacernos respirar, a nosotros o todos esos túes con los que el artista conversa, más allá de nuestros propios cuerpos: súbete en mis hombros, o en esta escalera, para ver el horizonte en el momento justo en que se disuelve en la noche.


(Obra sobre papel, José Herrera, 2005)

Podrían ser también figuras que nadie hasta ahora ha visto y que han sido rescatadas de su mentida invisibilidad como en un acto de mera justicia. Ojos que no ven para que el corazón los sienta. U ojos que sí ven para que el corazón los presienta. O incluso ojos que son el propio corazón en el que laten. La casa en la montaña, en la que el artista ha instalado su vivienda y su estudio, queda a veces envuelta en tinieblas voraces. Lo único que entonces se mantiene encendido es un minúsculo fuego, un resplandor oculto: la llama de las yemas que crean, hasta en sueños, formas y objetos que mantienen la noche aferrada a la noche.


(Espacio para lo íntimo, Bronce, 225 x 210 x 142 cm, José Herrera, 2008, Colección TEA, Tenerife Espacio de las Artes)

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